UN
CUENTO PARA DOS... O MÁS
Nuestro
cine estaba de enhorabuena en los últimos años. Todo parecía ir sobre
ruedas. Aparecían nuevos realizadores que parecía tenían cosas que
contar, al tiempo que se cosechaban pequeños o grandes éxitos. Algunos
premios recibidos aquí y allá contribuían a pensar que el cine español se encontraba en
un periodo de franca expansión y recuperación. El Oscar, no muy lejano,
a Almodóvar sobre su historia de la madre de la que tantas cosas había
que saber, era un escalón más de la alta escalera por la que ascendía
nuestra cinematografía.
Algunas
películas, incluso, mostraban cómo nuestras películas podían competir
con los grandes éxitos norteamericanos. Ahí, entre otras, estaban Torrente 2, La comunidad o
Los otros. Arrasaban en taquilla
como si se tratase de mimados productos de multinacionales. Bien es verdad
que los tres títulos, de muy distinta calidad e intereses, eran un pequeño
caldo de cultivo poco experimental. La película de Santiago Segura repetía
un cine caduco perdido en los vericuetos de las viejas (y poco tragables)
películas de Mariano Ozores. Eso sí, lo que nadie podía negar era el
olfato comercial (y su afán promocional) con el que el realizador
encaraba un cine viejo y, lo que es peor, discutible, como mínimo, desde
su ideología. Las aventuras del casposo inspector, sin un distanciamiento
protector, no eran sino un producto directo de mal gusto y de rancio
discurso. No se trataba de reírse de Torrente o con Torrente. Lo que si
acontecía era la mirada lánguida y desencantada de alguien que exigía
mano dura contra el desorden imperante. Vamos, menos libertades, que ya
está bien.
Ni
La comunidad, ni tan siquiera Los
otros representaban tampoco una nueva forma de narrar. Era el contar
lo mismo desde aparentes perspectivas novedosas. Vueltas y revueltas con
las que se alargaban innecesariamente unas historias que no daban, bien
mirado, para mucho más de un mediometraje. Repeticiones sin cuento que
fueron aceptadas por unos espectadores cada vez menos exigentes. Y, hay más,
la obra de Amenábar no puede ser considerada en ningún momento como un
producto típicamente de acá. Realmente es un filme de allá, dotado de
todo el aparato de un Hollywood tan brillante como oscurecido. Sin duda
sería una película inexistente, o que haría agua, si su interprete
principal no fuera Nicole Kidman. Para bien de Amenábar, y de nuestro
cine, sus recaudaciones fueron grandiosas. Se elevo a la cumbre de los títulos
más taquilleros de los últimos años, dando la batalla, incluso, a obras
procedentes directamente de la industria norteamericana.
Ante
tal estado de cosas, se desató la euforia. Nada menos que unos cien títulos
se realizaron en España. No había que perder el tren. Detrás de tales
éxitos vendrían otros muchos. Realmente no ha ocurrido así. La mayor
parte de los títulos realizados siguen pendientes de estreno, y muchos de
los que se estrenan pasan raudos por los cines. No hay ni siquiera tiempo
para enterarse de que existen. La mentirosa cuota de pantalla a la que se
había elevado el cine español por la presencia (y aplauso) de unos títulos,
no ha servido más que para terminar demostrando que todo no era más que
una vana ilusión. Poca calidad y poca atracción comercial. Y es que, en
muchos casos, ni siquiera las distribuidoras se preocupan por airear los títulos.
Simplemente los enseñan de tapadillo y los retiran con vergüenza para
dar paso a títulos norteamericanos, que, normalmente, no sobresalen por
sus cualidades. Pero la industria manda. Y Hollywood sigue dominando todo.
No hay piedad para nadie si el dinero está por medio.
Ni la brillante En construcción de
Guerín (una de las películas más interesantes del último cine español)
tuvo más que un misericordioso estreno en salas reducidas, ni títulos de
clara tendencia comercial como (aunque sea coproducción) la excelente El hijo de la novia pudieron hacer más que retirarse de grandes a
pequeños circuitos de exhibición. Triste en cuanto era un filme que daba
(y sigue dando) dinero. No todo el que debiera por culpa de esos
desarmados intereses. Y, ¿qué podemos decir, de En
la ciudad sin límites, desaparecida en pocas semanas de las grandes
pantallas dominadas por el imperio norteamericano? Suma y sigue, por qué
no le fue mejor al último (y discutible) Saura de La
mesa del rey Salomón, ni, ¡oh sorpresa!, a la última “cosa”
filmada por un Almodóvar en estado de post-Oscar. Realmente Hable de ella, en las taquillas de por acá, ha sido un sonoro
fracaso a pesar de su apoyo mediático. Algo con lo que, además, no
cuentan la mayor parte de los filmes españoles que se atreven a asomarse
a la cartelera.
Al
menos son filmes que se estrenan, porque muchos otros, sobre todo de
directores primerizos, no llegan a los cines. Como máximo pasan
directamente a engordar la programación televisiva. Títulos, la mayoría,
que ni recuperarán lo que costaron. En muchos de ellos, al hacerlos, se
soñó con las diversas subvenciones que pudieran recibir, en especial las
otorgadas por las propias cadenas de televisión. Pero éstas plantean
unas desconcertantes normas para dar las ayudas o lo que es lo mismo han
cerrado el grifo. A lo mejor les es más cómodo, y barato, promocionar
una retahíla de vulgares series televisivas o de discutibles, cuando no
idiotizantes, concursos. Algo que, además, vende.
Triste
panorama que está obligando a muchas empresas de producción a
replantearse incluso su continuidad. Habrá que ver, por ejemplo, como,
encaramada por su gran publicidad, logra sus pretendidos objetivos un título
como El embrujo de Shangai, que, para su desgracia, contará con la
comparación del filme de Erice que nunca fue.
¿Hacia
donde camina nuestro cine? Sinceramente es difícil saberlo, aunque, no
será descabellado pensar que seguirá donde siempre ha estado o le han
dejado. Y eso no se corresponde con ningún camino de rosas.
Adolfo
Bellido López
(director
de EN CADENA DOS).
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