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YO, ALEX SEBASTIAN,EL MALO (?) DE LA PELÍCULA Por Alex Sebastian
Esta es la confesión que, con el corazón roto por el desamor y humillado, porque una vez más tenía que ceder a las razones de mi progenitora, hacía a mi madre una mañana funesta de 1947. Así arrancaba mi estrepitoso derrumbe. Era una hora muy
temprana y después de una noche de insomnio pleno de sospechas me levanté a
comprobar la devolución de la llave de la bodega. Había descubierto la
perfidia de mi esposa, Miss Sebastian, antes Mistress Huberman, demasiado tarde.
La sonrisa apenas perfilada de mi madre cuando al despertar se lo comuniqué, me
hablaba de la insidiosa trampa en que había caído: la trampa del amor. Una
trampa en la que ni siquiera ella, mi Alicia, ni él, el entrometido y falso señor
Devlin habían sido capaces de caer. Heridos por el amor como yo, habían sabido
guardar muy bien la ropa. ¡Parece mentira que a mí, como espía nazi, experto
en estratégicos secretos y sigilosos disfraces, esto me hubiera ocurrido! Pero así son las cosas:
mi triste final, que no desvelaré, -¿qué pasó después de que las puertas de
mi casa se cerraran tras de mí, cuando el coche se llevó
a los dos amantes?- es consecuencia de un corazón que se fió demasiado
de las apariencias. Dicen que la belleza se corresponde con la verdad y la
bondad, pero detrás de la belleza de Alicia no encontré más que mentira y
maldad. Su amor hacia mí fue una farsa para atraparme, su jurada fidelidad era
una excusa para desenmascarar mi otro noble deseo de devolver a mi patria
alemana a la gloria perdida. No creo merecer esto. Sólo
di amor y en verdad que llegué en un principio a creérmelo. Observad, si no, a
la señorita Huberman a lo largo de esta historia. Yo la transformé en una bellísima
mujer, con la clase que se merecía ¿No os parece que está arrebatadoramente
hermosa sólo en los momentos que fue amada por mí? Antes y después, no es la
misma: está vulgarmente vestida, su rostro, ajado por el alcohol, ha perdido la
frescura juvenil que tiene una persona cuando se sabe verdaderamente amada: el
agente americano no fue capaz de transformarla ni de devolverle el brillo de sus
ojos. Mi amor fue muy decidido
y seguro desde el primer momento que la conocí, ya años atrás, cundo por
cuestiones de misiones de espionaje contacté con su padre. Es lógico que después
de aquel nada fortuito encuentro a caballo, en mi primera
cita con ella, me volviera a declarar. ¡Qué ciego estaba, que no advertí
de las falsas intenciones de aquel señor Devlin, a quien consideré como un
molesto moscón más cuyo vuelo alrededor decía detestar mi esposa. El sí se
acercó a ella con trampas, como un ave de rapiña, simulando desinterés en un
amor que si hubiera sido auténtico le hubiera hecho renunciar a que Alicia
fuera utilizada para las maniobras de la Oficina de Contraespionaje. Pero no,
Devlin se acercó a ella con
arteras maniobras desde el principio -no en balde el que plasmó en el celuloide
esta historia nos lo muestra por primera vez como una perfilada sombra que va a
caer en picado contra ella-. Y luego, sarcasmos de la vida, aparecerá en el último
momento, para salvarla, en una especie de fatuo y mutis heroico por el foro. Ahora entiendo el
enfrentamiento con mi madre, que intentó disuadirme. Creí
que estaba una vez más fortaleciendo los lazos que me ataban y
esclavizando a ella. De nuevo intentaba entrometerse en mi vida sentimental y
deshacer mi relación con cualquier mujer que me permitiera huir de la jaula del
amor maternal. Yo lo achacaba a que era una mujer celosa y nunca permitiría que
su hijo se separara de ella: pero era no sólo una cuestión de celos sino algo
más grave y morboso, algo parecido le ocurriría años más tarde a un tal
Norman Bates. Un médico psiquiatra judío que perseguimos nosotros los nazis,
un tal Sigmund Freud, habló del complejo de Edipo. Mi caso fue al revés: no
era yo quien andaba excesivamente ligado a mi madre sino ella a mí. En este
caso yo hablaría más del complejo de Fedra clásico, otro caso de irrompible
ligazón de hijo-madre. Yo miraba con estupor y miedo el café envenenado que mi (sabia y diabólica) madre iba dosificando a mi esposa, infiel a mi corazón e infiel a la causa de su padre. No me dio tiempo a reaccionar: de nuevo el infame Sr. Devlin entró en el tormentoso paisaje de mi vida, que utilizó una vez más mi hermosa Alicia en un rescate de última hora para pasar a la posteridad como el bueno de la película y hundirme a mi en la infamia de ser víctima de mis propios desafueros y métodos nazis. Pero la historia juzgará quien fue el que se jugó la vida por amar de verdad a Alicia Huberman. La historia inmortal de amor que plasmó Hitchcock en el celuloide lo insinúa.
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