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| | CALLE
MAYOR JUNTO A LA CATEDRAL
Por
Marcial
Moreno
El
cine de Bardem ha sido siempre un cine militante, y en esa característica está
contenido lo mejor y lo peor de su arte. Lo mejor por cuanto le permite un
acercamiento a la realidad que hace aflorar jirones de verdad en sus películas,
más allá del artificio argumental. Lo peor porque en demasiadas ocasiones su
voluntad crítica se traduce en el sometimiento de la historia a las tesis que
con ella se quieren transmitir, y por consiguiente en el abandono de coherencia
interna del relato.
En
Calle
Mayor prima más lo bueno que lo
malo, pero no por ello deja de ser un ajuste de cuentas con una época y un país,
la España de la postguerra que comienza a dejar atrás los años del hambre
pero que conserva intacta la miseria espiritual de sus gentes. Y qué mejor
diana para representar esa miseria que la religión y su forma
institucionalizada, la iglesia. Su alargada sombra se extiende por todo el
metraje de la película y constituye el marco del que se sirve el director para
explicar de modo tácito las razones últimas de lo que ocurre en aquella triste
ciudad de provincias.
La
película se titula Calle Mayor,
pero perfectamente podría llamarse Plaza de la catedral. Filmada siempre en contrapicados que realzan
su magnificencia, la catedral acompaña noche y día a los habitantes de la
ciudad, y sus campanas no sólo puntúan el
paso del tiempo, sino que ejercen la labor de convocatoria hacia una gentes que
permanecen en cierto modo cautivas de sus liturgias. Alrededor de la catedral
sucede todo lo importante, y es ella la que se erige en testigo mudo pero
fiscalizador de lo que allí ocurre. Si fue durante una procesión, y acallado
por los cánticos religiosos, cuando Juan se declara a Isabel, antes ya había
sido el interior catedralicio el lugar que había presenciado el despertar del
amor de la engañada novia, y fue saliendo de allí cuando Isabel y Juan se
conocieron.
Pero
la presencia eclesial no se circunscribe a la catedral y a las llamadas de su
campanario. La ciudad entera está impregnada de ese ambiente opresor de la
religiosidad de postguerra. La presencia de grupos de religiosos que pasean
entre los lugareños es constante, con el especial relieve de esas procesiones
un tanto surrealistas de sacerdotes que no se sabe muy bien hacia dónde se
dirigen pero que no por ello pierden el carácter amenazante del que están
investidos.
Con
lo dicho podría pensarse que el aspecto religioso no pasa de ser un elemento más
de la vida social, y no es así. Los tentáculos alcanzan a la privacidad de las
personas, tanto a Juan, y así lo señala cuando cuenta a su amigo que uno de
los curas que pasean por la calle es compañero de pensión, como sobre todo a
Isabel, cuya vida gira en torno ala iglesia: Desde que abandonó el colegio de
monjas ha estado a la espera de encontrar marido, y esa espera la ha entretenido
asistiendo a todos los actos que la iglesia celebraba, no es de extrañar pues
que sea alrededor de ella, tal como comentábamos, como se produce el encuentro
con Juan. ¿Se liberará Isabel de esa opresión si consigue casarse con Juan?
En absoluto. Su pequeña rebeldía prefiriendo una sola cama en su habitación
de casados (en contra por tanto de las normas de la censura que impone las camas
separadas) no pasa de ser un gesto pueril que no impide a las monjas que
encuentra por la calle, sus viejas maestras, entrar en el seno de su intimidad
para seguir marcando las pautas de la convivencia, algo que ella asume por
completo desde el momento en que acepta visitarlas con su recién estrenado
novio. Impagable, por cierto, el detalle que incide en el afán recaudador de
las monjitas.
Imágenes,
estampitas, procesiones, cánticos, misas, telón de fondo imprescindible para
entender la triste vida de una sociedad que en cierto modo nunca ha
desaparecido, y que, amenazadora, parece que vuelve a asomar por lontananza.
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