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| | LA
ESPAÑA DE LAS ILUSIONES
Por
Jordi
Codó
“Yo,
en el fondo, estoy convencido de que la verdad en bloque es mala para la vida.
Esa anomalía de la Naturaleza que se llama la vida necesita estar basada en
el capricho, quizá en la mentira”
Iturrioz
en El
árbol de la ciencia
Al
principio de la película una voz en off
nos indica que a continuación se nos va a narrar una historia. En este momento
se crea un doble nivel de ficción, ya que por un lado tenemos el mundo de este
narrador
y, por otro, el de la historia que el mismo nos introduce, y que se inicia a
continuación.
Una
vez empieza esta historia que constituirá el discurso de la obra, un nuevo
elemento se añade a esta trama de ficciones. Un carro fúnebre avanza
parsimoniosamente por las desiertas calles de una ciudad. Cuando el carro se
detiene dos hombres descienden de él y descargan un ataúd que llevarán hasta
una casa próxima. Cuando estos desaparecen por el portal lo que nos viene a la
mente es que alguien ha muerto en aquella casa. Pero instantes después lo que
resultaba una obviedad resulta ser falso. Los dos hombres que instantes antes
habían entrado serenamente en la casa portando el ataúd, salen ahora
despavoridos, a la vez que vemos caer el ataúd de madera des de arriba. El
desconcierto es tan sólo momentáneo, ya que enseguida comprendemos lo
sucedido. La situación resulta no ser más que una macabra broma perpetrada por
unos juerguistas. La víctima de la broma, un hombre a quien se suponía había
que enterrar, y que ahora sale al balcón hecho una furia insultando a los dos
individuos y gritando: “¡No estoy muerto, no estoy muerto!”.
Lo
que unos momentos antes se revelaba ante nosotros como un hecho incontestable se
ha reconvertido en una (nueva) ficción, aunque el truco de esta se ha desvelado
en seguida. La falta de información es lo que nos ha hecho creernos aquello que
se nos mostraba, pero en realidad no hemos sido los únicos. Los propios
bromistas, mientras interpretaban el papel que se tenían preparado, creían a
su manera en la ficción que estaban construyendo, como cualquier actor de cine
o teatro cuando se mete dentro de su
personaje. Por unos instantes aquel montaje se convierte en una realidad, aunque
sólo sea a nivel subjetivo. Por otro lado, la reacción aterrorizada, casi histérica,
del hombre que ha sido blanco de la broma nos indica que por un instante ha
temido por su propia condición de vivo, por lo que su grito de “¡No estoy
muerto!” sería una forma de autoafirmación.
Todo
esto podría entenderse como una reflexión sobre el dispositivo cinematográfico.
La ficción revela su naturaleza, se nos muestra el truco. Tan sólo ocultando
cierta información se nos puede hacer creer cualquier cosa, a pesar de que un
demiurgo nos prometa la verdad de los hechos. Un mensaje especialmente
pertinente en la época. Pero lo más importante es que la película nos
introduce el que será el tema central de su discurso, o sea la importancia que
las fantasías tendrán en la vida de los personajes de la historia.
Castillos
en el aire
Efectivamente,
todos los personajes que en un momento u otro pasan por la Calle Mayor,
sustentan sus vidas a través de fantasías construidas de forma más o menos
consciente. El caso paradigmático tal vez sea el del grupo de amigos
responsable de bromas como la que hemos visto al principio. Se trata de cinco
hombres hastiados de la vida sin esperanzas que viven en esa ciudad de
provincias, y que para escapar de la realidad se dedican a la diversión
despreocupada. No se trata, pues, de simple aburrimiento como apunta el
intelectual Don Luis. Pero como resulta imposible huir completamente del
contexto de uno, los cinco hombres, hijos de su sociedad, terminan realizando
las mismas prácticas que sus conciudadanos; es decir, la intromisión en la
vida de los demás. Su entretenimiento pasa forzosamente por el
otro, y aquí esto se materializa en la realización de bromas (una forma de
creación de ficciones que, en su caso, adquieren una notable complejidad). De
modo que terminan viviendo a costa de la vida de los demás, tal como hace el
resto de la ciudad, cuyo deporte principal es el comentario impertinente sobre
lo que hace o deja de hacer el prójimo. Esta cosificación de el
otro lleva a la despreocupación absoluta por los sentimientos de este. Por
ello no debe verse en la actitud de estos hombres una voluntad de sadismo, sino
una falta de sentido ético.
Entre
estos hombres encontramos a Juan, un recién llegado. Su mudanza no ha venido
motivada por un progreso, todo lo contrario. Tal como se nos dirá, Juan
albergaba, años atrás, grandes esperanzas sobre su futuro, unas esperanzas que
a buen seguro no se verán satisfechas en esta pequeña ciudad. Juan está,
pues, en proceso de hundimiento. Trabaja en un banco, y todo a lo que aspira ya
es a subir pequeños peldaños en la oficina. Es por ello que se ha unido a
“el calvo” y los demás para olvidarse de sus problemas. Aunque él es un
poco diferente. Tal vez porque aún no se ha hecho a la idea de su nueva situación,
los problemas le siguen rondando por la cabeza constantemente. Esta sensación
de falta de libertad y de inhibición le hace susceptible a la presión del
grupo, y a la postre provoca que se deje manipular por ellos. Así entendemos
que acepte engañar a Isabel a pesar de sus dudas morales, unas dudas que
provienen de una personalidad que poco a poco está perdiendo. Juan parece estar
basculando constantemente entre la ficción y la realidad; la primera
representada por ese nuevo comportamiento al cual el entorno le empuja, y la
segunda, por su antiguo yo que se resiste a desaparecer. La lucha entre estos dos polos
opuestos seré el origen de sus contradicciones, de sus dudas y temores.
Por
su lado, Isabel es una mujer que, a su manera, también ha estado rehuyendo la
realidad. Primero a través de la resignación, con la que se hace creer que no
tiene posibilidad de hacer cumplir sus sueños, pero que tampoco pasa nada. De
este modo no se molesta ni siquiera en intentarlo, evitando con ello un posible
fracaso. Sueña con los trenes que parten de la estación y con las vidas de los
personajes de las películas americanas, pero lo observa como un mito
inalcanzable. Pero de repente la suerte parece sonreírle y su actitud pasa al
otro extremo. De la aceptación pasa a la ilusión extrema. El primer amor le ha
llegado con más de treinta años, pero en lugar a afrontarlo con la experiencia
que esta edad le otorga (tal vez porque al aislarse de la vida no ha aprendido
nada de esta), hace una regresión psicológica y emocional y se comporta como
una niña de quince años. De ahí su idealismo. La fantasía que ella misma
genera –por supuesto, con la ayuda
de Juan– se convierte en el nuevo centro de su existencia. Y cuando le asaltan
dudas (“¿Me quieres?”), ella misma rectifica inmediatamente y se
autoconvence de que todo va bien, aunque la actitud de Juan parezca indicar
claramente lo contrario.
Isabel
ama los sueños, pero Juan (ya) no. La escena de la visita a los pisos en
construcción es sintomática. En las cuatro columnas un techo y el suelo ella
ya se imagina un hogar con todo dispuesto, mientras que él lo único que ve es
un vacío que representa la vida que tendrá si no sabe salir de la situación y
termina casándose con Isabel.
Pero
las ilusiones no son una exclusiva de ellos. En una ciudad de escaparates como
la Calle Mayor, es fácil dejarse llevar por unas apariencias que se cuidan
mucho. Pero cuando cae el velo la realidad refleja algo muy distinto. Por eso
los personajes se esconden de ella y se refugian en las ficciones. Como la madre
de Isabel y su criada, que se ilusionan pensando en el matrimonio de esta. Y
también como Don Luis el filósofo, que ha decidido dejar de escribir, harto de
buscar la verdad, y así poder tomarse una copa de vino tranquilo, tal como le
hecha en cara Federico, el amigo de Juan.
Precisamente
Federico es la nota discordante en todo este panorama, pero es que él no es de
esta comunidad. Viene de Madrid, la gran ciudad, y no entiende la vida del
pueblo. Él es un hombre que toca con los pies en el suelo. Busca la verdad y no
se deja engañar por las fantasías del cine. Pero curiosamente –o seguramente
por eso– su entorno es todo lo contrario. La gran ciudad es una farsa que la
sociedad (el inconsciente colectivo) ha creado para dar la impresión de que la
vida va a alguna parte, que tiene sentido. En una ciudad de provincias la vida
está vacía, por eso la gente se dedica a cosas como meterse en la vida de los
demás, ya que las suyas no tienen interés (son más dignos de compasión que
de desprecio). Federico reconoce en un momento del filme que es en esta pequeña
ciudad donde está descubriendo lo verdaderamente auténtico. Así son las
personas y las comunidades; en la gran ciudad todo esto está inhibido bajo el
exceso: el ruido, las luces, la masa… El progreso de la vida urbana (la
competitividad) es una ilusión que hace creer que nos dirigimos a algún lugar.
La
paradoja se encuentra, pues, en que quienes viven en un entorno auténtico
construyen ficciones a su alrededor para rehuirlo; mientras que quienes miran al
mundo con supuesta objetividad, viven en un contexto artificial. En el fondo
todos vivimos de ilusiones, porque estas, al igual que las narraciones, tienen
sentido. La fantasía es liberadora, pero también puede convertir-se en una cárcel,
como le sucede a Isabel. Cuando al final se le ofrece la oportunidad de comenzar
una nueva vida dejando atrás los desagravios sufridos, ella no lo acepta. Lleva
demasiado tiempo viviendo en una burbuja que la protege de la realidad. Subir a
ese tren con Federico y marchar a Madrid significa enfrentarse a la vida, lo
cual es un acto demasiado valeroso; resulta más fácil sufrir la pena a la
espera de que la burbuja se reconstruya.
Toma
forma aquí una dura crítica al conservadurismo y a la resignación, que
facilitan la alienación social tan beneficiosa al poder establecido.
Todo
se desmorona
Es el día de
la fiesta mayor de la ciudad, y se espera que Juan hará oficial, durante el
baile, su compromiso con Isabel (aunque todo el mundo ya lo sabe). Juan debería
ir a buscar a Isabel a su casa, pero no llega. Cansada de esperar –y, tal vez,
con nuevas dudas asaltándola– Isabel se dirige al lugar donde por la noche
tendrá lugar el baile. Nada más entrar, la imagen se ve asaltada por un halo
de irrealidad. Isabel comienza a observa la sala, aún vacía, con expresión
ilusionada, imaginando lo que espera que ocurra pocas horas después. La puesta
en escena (los movimientos de cámara y la iluminación, principalmente) se
encargan de reforzar la fantasía de Isabel. Ella no sabe –nosotros sí– que
Juan no vendrá, porque las contradicciones internas le han podido y ha decidido
huir. No volveremos a saber de él, es un personaje derrotado. Pero entonces
aparece Federico que viene a desvelarlo todo, y le dice: “Todo es mentira: el
baile, las cadenetas, Juan… el amor de Juan”. En ese momento todas las
ficciones se desmontan. Se acabó la broma, se acabó el engaño, y aparece la
cruda realidad.
Curiosamente
mientras los personajes vivían en sus ficciones, nosotros (el espectador) éramos
unos observadores objetivos y absolutos; y cuando éstas se rompen pasamos a
observar los hechos con un aire irreal. Esta misma sensación se extiende a las
dos escenas posteriores y últimas. La primera, aquella en que Isabel en la
estación tiene que decidir si sube al tren con Federico para empezar una nueva
vida en Madrid. La música y los efectos sonoros suben de tono, y el montaje y
las imágenes buscan una tensión contundente hasta entonces no vista.
La segunda, la vuelta de Isabel a casa derrotada, una imagen de una poética
incluso forzada, con la mujer andando sola por medio de la carretera y la
torrencial lluvia empapándola. Al fondo de la imagen, el grupo de bromistas
que se regocijan de su victoria, vistos casi como figuras espectrales,
totalmente despersonalizadas. Ideas más que hechos. Lo que se nos está
poniendo de manifiesto es la propia ficción que nosotros mismos contemplamos, y
con ello la falta de objetividad de nuestra visión. Nuestros mecanismos de
conocimiento de la realidad (como el cine franquista, o ese cine americano que
tanto le gusta a Isabel) son defectuosos y fácilmente manipulables.
Pero
la verdad de Federico ha hecho más desgraciada a Isabel de lo que lo
habría sido con la comedia que le tenían preparada los bromistas. ¿Podemos,
pues, reprochar a Isabel que decida vivir en la mentira? Podemos, pero no
tendremos necesariamente la razón, porque al final todo se reduce a una elección
personal.
-
[…] en el centro del Paraíso había dos árboles: el árbol de la vida y el
árbol de la ciencia del bien y del mal. El árbol de la vida era inmenso,
frondoso y, según algunos santos padres, daba la inmortalidad. El árbol de
la ciencia no se dice cómo era; probablemente era mezquino y triste. ¿Y tú
sabes lo que le dijo Dios a Adán?
-
No lo recuerdo, la verdad.
-
Pues al tenerle a Adán delante, le dijo: “Puedes comer todos los frutos del
jardín; pero cuidado con el fruto del árbol de la ciencia del bien y del
mal, porque el día que tú comas su fruto morirás de muerte”. Y Dios,
seguramente, añadió: “Comed del árbol de la vida, sed bestias, sed
cerdos, sed egoístas, revolcaos por el suelo alegremente; pero no comáis del
árbol de la ciencia, porque ese fruto agrio os dará una tendencia a mejorar
que os destruirá”. ¿No es un consejo admirable?”
(El
árbol de la ciencia de Pío Baroja)
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