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Wilder doesn't laugh Traidor y testigo Uno, dos, tres Irma la dulce Primera plana Conversando con Billy
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MIRANDO HACIA ATRÁS CON IRA
(A propósito de Primera
plana)
Por
Sabín
En
su imprescindible libro de memorias Nadie
es perfecto (que es sin duda la mejor y más chispeante autobiografía jamás
inventada) Wilder recordaba cómo en sus años mozos, además de bailarín y
gigoló de alquiler fue periodista, una profesión tan seria que su mayor hazaña
en aquella época fue intentar entrevistar en su consulta al mismísimo doctor
Sigmund Freud, el cual, al enterarse de su profesión, le echó a patadas de su
casa.
Wilder tenía
buena memoria, sobre todo para recordar aventuras improbables o ideas que podían
serle útiles en futuras películas, por ello no dudó en guardar la hazaña en
su vieja caja de zapatos, junto a multitud de recortes, esperando el momento en
que pudiera recuperar las notitas arrugadas para recomponer un puzzle demoledor
junto a su habitual colaborador I. A. L. Diamond.
La ocasión
le llegó ya casi al final de su carrera. En plena crisis de ideas originales,
mediados los años setenta (figúrense, la época de El
padrino, Barry Lyndon y un buen puñado
de títulos de Bergman... ¡menuda escasez comparada con el feliz inicio de
milenio!), la Metro le ofrece volver a reciclar una obra de teatro de Ben Hech y
Charles McArthur que ya había contado con dos versiones cinematográficas: The
front page (Lewis Milestone, 1931) y Luna
nueva (Howard Hawks, 1939). Tras la versión de Wilder aún llegaría una
nueva versión “actualizada” en los años ochenta, de manos de Ted Kotcheff:
Interferencias.
Wilder
siempre se había declarado un admirador de Howard Hawks, de hecho fue su
profesor de cine, ya que le permitió acceder a sus rodajes como paso previo
para dar el salto del guión a la dirección. Ante la necesidad de “rehacer”
un título de su maestro, el astuto Billy decidió no sólo volver a la pareja
protagonista de la versión inicial (dos periodistas masculinos y una novia,
frente a la de Hawks en que uno de los periodistas era femenino), sino que
acentuó en grado sumo su mala leche respecto a un medio, el periodismo, que no
parecía merecerle ningún respeto (insistimos, sabía de lo que hablaba: él
fue periodista antes que guionista) y, ya puestos a ajustar cuentas, también
decidió mandarle un recadito a su viejo colega, el insigne profesor Freud,
parodiado para la ocasión en el impresentable psiquiatra Max Eggelhoffer, quien
con sus teorías sobre los complejos de la infancia da pie a la fuga del
protagonista, eje de una trama central que es sólo una excusa para desarrollar
una serie de tramas secundarias (la relación entre periodistas, la dependencia
de periodistas y políticos, la manipulación de políticos y policías, el amor
a la pareja o a la profesión, la mentira del mundo en el que vivimos) que son
las que realmente parecen interesar a Wilder y Diamond.
Ya los títulos
de crédito nos advierten del sabor “añejo” del producto: superpuestos a
una composición de titulares para un periódico y luego la cadena de las
rotativas, todo ello al ritmo de una música propia de vodevil adaptada por
Billy May. Un rótulo no sitúa en la época: “jueves,
6 de junio de 1929”. Desde el logotipo de la MGM hasta este momento,
incluido el uso del Cinemascope, todo nos remite a un cine clásico,
aparentemente caduco en los años setenta. Pero es sólo el inicio, la
voluntariamente “anticuada” fotografía del gran Jordan Cronenweth (el mismo
que iluminó después con maestría obras como Blade
Runner) también nos da a entender que estamos ante un cine fuera de su época...
casi, casi, como si estuviéramos viendo un clásico.
Wilder, para
más inri, no tiene ningún interés en airear la trama para disimular la
procedencia teatral del material, incluso se regodea en subrayar los dos
escenarios en los que transcurre casi exclusivamente la acción: la sala de
prensa de la prisión y la redacción de The Examiner. De hecho, las pocas salidas al exterior sólo tienen
un función cómica, como los planos acelerados de una multitud exagerada de
coches de policía buscando al fugado (y que podrían pertenecer a cualquier slapstick
de Max Sennett), o la presentación de la novia del intrépido periodista Hildy,
que da pie a otra de las bromas gruesas de Wilder: aparece como pianista durante
una proyección cinematográfica (ojo, en 1929) acompañando con una bella canción
infantil, coreada por el público, las imágenes de... ¡El
fantasma de la ópera!
La acción
transcurre en un solo día, durante el cual aprenderemos que la sala de prensa
de la prisión es sólo un tugurio más, un lugar donde se juegan su escaso
sueldo unos buitres acostumbrados a robarse las noticias y, en caso de no tener
una exclusiva, sencillamente se la inventan. No importa la realidad, pero nada más
lejos del romanticismo fordiano (“cuando
la realidad se convierte en leyenda se publica la leyenda”), aquí todo es
mucho más pragmático: la realidad se inventa, los periodistas publican lo que
quieren.
Frente a
ella, la redacción de The Examiner, un periodicucho sensacionalista, cuyo redactor jefe
vendería a su mejor amigo con tal de conseguir a una exclusiva (podría vender
a su madre, aunque... no se sabe que tenga madre... quizá ya la haya vendido,
algo que la magistral interpretación de Walter Matthau nos invita a pensar en
algún momento). Su máxima aspiración es conseguir una foto del infeliz que va
a ser ajusticiado en el momento en que cuelga de la soga, para obtener una
portada que al día siguiente será la más vendida, contando para ello con la
colaboración de los inocentes niños: “Mañana
tendremos trescientos vendedores de periódicos más; todos los alumnos del
colegio San Pablo van a hacer novillos”. Un periodista ha decidido
abandonar este mundo para casarse y ser publicitario. En su último día, Hildy
(impagable Jack Lemmon paseando con su impecable traje claro, su sombrero blanco
y su bastón, cual paloma inocente, por una redacción llena de auténticos
buitres carroñeros vestidos de oscuro) tendrá que hacer frente a una decisión
fundamental: ¿se marcha con su novia y deja que un novato se ocupe de la
noticia del año o "retrasa un poco" su marcha para elaborar su
último gran artículo?
En su repaso
a los recortes amontonados en viejas cajas de zapatos, Wilder también rescata
una anécdota real (o inventada, sus memorias, ya lo hemos dicho, nunca dejan
claro cuál es cuál) vivida poco antes de entrar Estados Unidos en guerra con
Japón, cuando los ciudadanos de Beverly Hills se entrenaban para socorrer a los
heridos en caso de un ataque de los japos:
es la imagen de Alma Revilla, esposa de Hitchcock, cayendo en camilla de una
ambulancia y rodando por las cuestas de Sunset Boulevard. Aquí la pequeña Alma
es sustituida por el imposible psiquiatra con acento centroeuropeo, tan
obsesionado él por los traumas sexuales infantiles que, finalmente, el torpe
preso logra fugarse de su consulta disparándole un tiro en sus mismísimas
partes. Insistimos, parece ser que Billy guardaba un “grato” recuerdo de su
visita al Doctor Freud.
Alrededor a
ellos, juntos y revueltos en muchas ocasiones, un alcalde que busca la reelección
a toda costa, un jefe de policía inepto como el que más, políticos y fuerzas
públicas que no son mejores que los buitres carroñeros que les rodean, y que
acuden, como su nombre sugiere, a recoger las sobras de cualquier manjar. También
una prostituta (Carol Burnett), el único personaje que llega a creer lo que
publica la prensa... lo que a punto está de costarle la vida, en un intento de
suicidio tan patético como inútil. Y la ya citada pianista (Susan Sarandon),
una mujer decidida a casarse... aunque con un periodista uno nunca se casa,
simplemente puede tener el anillo, porque él seguro que perseguirá una noticia
hasta en su noche de bodas.
Más allá de
su furibundo ataque a los medios de comunicación, a los políticos, a la
policía y, ajá, lo han adivinado, a los psiquiatras... Primera
plana es un duelo, un duelo interpretativo entre Jack Lemmon y Walter
Matthau. Suyas son la mayor parte de las escenas: sus diálogos pisándose
continuamente las frases, sus gestos contundentes, sus pequeños matices en el
rostro... Todo, todo remite a una auténtica lección de interpretación.
Quizá no sea
su mejor película, pero el trío formado por Wilder-Lemmon-Matthau, consciente
de que su época gloriosa pasaba, nos dio en esta inolvidable película todo un
curso de cómo mirar hacia atrás... tapando la boca a bofetadas a todos los que
alguna vez han pensado que “cualquier
tiempo pasado fue mejor”.
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