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El
crimen del padre Amaro está
basada en una novela del portugués Eça de Queiroz, novelista de la
escuela naturalista que fundara Zola en Francia, y que en España tuvo
seguidores como Leopoldo Alas Clarín (con La
regenta) o la literatura ferozmente anticlerical del sobrevalorado
Blasco Ibáñez. El anticlericalismo militante de los escritores del XIX,
que hoy podría tener una justificación, ha querido ser trasplantado al
México de hoy (con esa especie de religiosidad popular mestiza y
extraña) en una adaptación contemporánea de esta novela al cine. Para
conseguir tal ambiente anticlerical se nos muestra un caso extremo como si
fuera un caso corriente, confundiendo una vez más a los curas con la
Iglesia, lo que creen las beatas supersticiosas con el contenido
fundamental que no fundamentalista de la fe cristiana. Incluso los mismos
anticlericales que aparecen en la cinta son comecuras de caricatura. Al final, esta película se convierte en un
culebrón esperpéntico (muy propio del cine mexicano) de no te menees,
con una moraleja de más moralidad católica que las primeras intenciones
(¿perversas?) de su director. ¡Qué lejos queda de la mirada sobre el
sacerdote en conflicto, pecador o no, que también en cine lanzaran John
Ford (El fugitivo o El poder y la
gloria), Robert Bresson (El
diario de un cura rural) o Luis Buñuel (Nazarín)!
Desde
luego, el director apunta sus cañones de un modo directo y sin faltarle
la razón hacia una imagen de Iglesia burocratizada y ligada al poder que,
por no sentirse despojada de éste, es capaz de realizar toda suerte de
tropelías y crímenes. Pero también podemos afirmar y certificar que
existe otra Iglesia (es la misma, en su condición de santa y pecadora a
la vez) que entiende su misión, lejos del poder, como un humilde y a
veces comprometido servicio a los hombres. Es el punto de vista que puede
hacer ver un vaso medio vacío o medio lleno. Que si hay curas indignos
como el Padre Amaro también hay curas que están dando el callo en los
lugares y circunstancias más ínfimas de la vida
El
argumento es el siguiente. Un
sacerdote (Gael García Bernal), joven, ambicioso, atractivo y bisoño (es
un misacantano), pupilo predilecto del obispo de la diócesis, es
destinado como coadjutor a un
pueblo mexicano. Va como secreto espía episcopal para controlar lo que
está haciendo el párroco (Sancho Gracia), que tiene una amante y
simpatiza con un narcotraficante y acepta sus limosnas. Una joven muy
atractiva de dieciséis años se enamora del vicario y éste cae en las
redes del amor. Después de dejarla embarazada, el padre Amaro la induce a
abortar…
Busca
la película de Carlos Carrera provocar al escándalo, lo que hace, claro
está, que el espectador de mentalidad piadosa se sienta muy incómodo
durante el visionado de la cinta. Pero a estas alturas, curados de espanto
como estamos todos, creyentes y no creyentes, ciertas escenas estridentes
sabemos muy bien que responden a un interés dudoso. No es un ataque a lo
religioso, es una estrategia comercial. No hay mucho sexo descarado, sino
aparatosas imágenes que chirrían constantemente y que por cierto caen a
veces en el más espantoso de los ridículos (como el recitado de versos
de El Cantar de los Cantares durante cierta acción erótica). O también
las escenas denunciadas por los obispos mexicanos: hacer el amor envueltos
en un manto de la Virgen, una vieja bruja que alimenta a sus gatos con
hostias, unos niños que en la puerta de la iglesia untan con mantequilla
éstas (¿consagradas o no?). Por cierto que en esa parroquia parece
repartirse más hostias que en el Vaticano. El director dice que está
encantado del escándalo promovido: en México ha barrido records de
taquilla. Todo suena más a provocación gratuita que a elementos
necesarios de la narración.
Porque
precisamente ésta en la película va muchas veces a trompicones, con pérdidas
de ritmo constantes, entrando en materia tardíamente y alargándose más
de lo debido, seguramente porque se pierde en otros vericuetos como son la
acusación a la Iglesia de complicidad con los narcotraficantes o la
defensa de la Teología de la
Liberación representada en el sacerdote que defiende a la guerrilla y
que es excomulgado por el obispo, o la denuncia de la connivencia de los
poderes eclesiásticos, políticos, económicos y mediáticos. Asuntos que
necesitarían otras películas. Las verdades a medias reinan por doquier
en la película, y esto no es un ejercicio de libertad como ha dicho un
sesudo crítico de El País, que parece padecer incontinencia
verbal, sino un ejercicio muy burdo de demagogia.
Que
“si quitaran el celibato, los problemas de la Iglesia desaparecerían”
como se dice en la película es de un simplismo que hace reír: como
si el celibato no fuera un instrumento de poder de la jerarquía sobre el
clero. La misma inflexión de carácter del curita cuando éste se enamora
de su feligresa (de la inocencia más simple pasa a urdir un plan maquiavélico
para facilitar sus encuentros amorosos ocultos) es algo totalmente increíble.
El mismo modo de presentar al obispo (esa escena final con el obispo en
albornoz) es en su misma forma muy mal intencionada.
Naturalmente
se olvidan los elementos (oración, entrega, vocación) que pueden dar
sentido a un celibato aceptado y a una acción pastoral adecuada. No se ve
por toda la película momentos de la realidad sacerdotal de su
protagonista. Sólo al final se ve al padre Amaro rezar: y su oración no
es para pedir perdón por su pecado o para pedir la gracia del
arrepentimiento, sino para reclamar a Dios un milagro que lo libre de sus
responsabilidades. Y sin embargo la película acaba con un final casi católico:
con el protagonista cargado con la culpa en el acto hipócrita del
entierro y la denuncia del otro sacerdote que reconoce su pecado. También
hay un tratamiento de defensa del sacerdote consagrado a la causa del
pueblo, el sacerdote que en el campo protege a los que se defienden de los
desmanes de los terratenientes y de los narcotraficantes.
Si
hay estridencias buscadas en el desarrollo de la historia de la película,
también las hay en su forma. La música es muchas veces rimbombante (esos
coros de una Misa que dan sobrada grandilocuencia a la escenas en una película
que debería tener una atmósfera intimista) o forzados subrayados de las
imágenes de Cristo o santos que son testigos de los pecados del
sacerdote. La segunda secuencia del filme, con esperpénticas citas buñuelescas
de la vieja cantando sola y desaforadamente en el templo (Buñuel
blasfemaba mejor) o el motín religioso contra los ateos del pueblo son de
una torpeza increíble.
A
nivel de interpretación la película se resiente precisamente en su
protagonista principal. Gael García Bernal no llega a captar el meollo de
su personaje, por lo que da la sensación de andar perdido en su papel.
Uno no sabe si el joven sacerdote es un inocente que ha caído en las
redes de la tentación de la carne o es un arribista que sabe muy bien qué
pasos tiene que dar para hacer una prometedora carrera eclesiástica. La
falta de matices en la interpretación de su protagonista hace que uno se
pregunte donde está el crimen del padre Amaro: si en la lujuria, en la
inducción al aborto y sus nefastas consecuencias, en la mentira de su
vida y la hipocresía, o en la ambición. Sin embargo los actores
secundarios están formidables, y entre todos, Sancho Gracia en el papel
del párroco arrepentido, que construye un personaje sólido y bien
definido.
Alex
Sebastian
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EL CRIMEN DEL
PADRE AMARO
Título
Original:
El crimen del padre Amaro
País y Año:
México, 2002
Género:
DRAMA
Dirección:
Carlos Carrera
Guión:
Vicente Leñero
Producción:
Alameda Films, Wanda Films
Fotografía:
Guillermo Granillo
Música:
Rosino Serrano
Montaje:
Óscar Figueroa
Intérpretes:
Carmen Beato, Sancho Gracia, Ana Claudia Talancón, Gael García Bernal
Distribuidora:
Columbia-Tristar Pictures
Calificación:
No recomendado menores de 13 años
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