| DORMIR, SOÑAR, TAL VEZ MORIRPor Mister Arkadin
No
hay que fiarse de las apariencias. La verdad puede ser distinta que lo que
realmente se vislumbra. O probablemente no sea así porque puede ser que nada
haya existido. Fruto, quizá, de un mal sueño, o una pesadilla angustiosa. Es
la presencia del mundo de la noche y de las traiciones, de las falsas promesas.
De la maldad y la provocación. Bailes sin música. Angustia en una tierra que
no es exactamente la de la gran promesa. Bajada a los infiernos personales, a la
negrura de una noche que nadie parece haber pretendido buscar. La antesala,
probablemente, de la muerte. Un
hombre nacido, según los otros monstruosos, incapaz de ser admitido por los demás.
Pero ¿quién es realmente un se diferente? ¿Quién es el monstruo? ¿Qué es
lo monstruoso? Un hombre, con síndrome o calificación de elefante, no parece
tener cabida en una sociedad que exige la repetición o la semejanza. El
conjunto de clones repetidos hasta la saciedad considerados como seres
“normales” que ignoran (o no se miran en) su
interior. Si así fuera se encontrarían con su verdadera entidad en la
que predomina lo tenebroso, oscuro y demoníaco.
Crónicas
de búsquedas redentoras, de imaginarios encuentros con realidades aparentemente
bellas sin suponer (siquiera) que la realidad no es otra cosa que la antesala de
una existencia frustrante y sufridora. ¿Es
real lo que vemos? ¿Es sólo el producto de una pesadilla de la que es difícil
despertar? ¿Son cuentos que se narran los personajes a si mismos para continuar
viviendo? ¿Se existe cuando se vive o sólo cuando se piensa? Nunca tendremos
la certeza que exista una carretera principal a través de la cual transitar
para lograr conectar con aquello que inquieta, para saber realmente si lo
pensado es sólo fruto de la imaginación. Un
día alguien buscará un camino que le lleve hacia el pasado con el fin de
recogerlo, valorarlo y hacerlo propio. Se asumirán los errores y se querrá
cambiar, convertirse en otros. O como mínimo entender. Un giro hacia no se sabe
donde. Uno y su doble. Pasado, presente y futuro. Tiempos que ni siquiera se
concretizan.
En
Una historia verdadera todo el filme
se estructura como un viaje. El final es la solución del problema. La “paz”
llega después de cumplimentar un necesario y urgente ajuste de cuentas con el
pasado. Abrazar a alguien al que hace tiempo no se ve. Decirle que hay que
olvidar las rencillas pasadas. Un ser cercano. Quizá nada más que el doble del
viajero. Un recorrido al final del cual se liquidan todas las viejas cuentas
pendientes como preparación a un viaje sin regreso. Filme, ése, si se quiere,
de género. La representación de un western en el hoy. Pero, sobre todo, la de
un viaje, algo muy afín a todo el cine de Lynch. Carreteras,
caminos, gente en movimiento tratando de llegar a algún sitio, conocer algo de
su vida y la de los otros. Se ignora todo (y a todos) porque es complejo (y no
se les comprende) tratar de entender los señales que se emiten (continuamente)
alrededor. Comprenderlas y aceptarlas. Quizá porque los personajes se
encuentran solos. Desean amar, conocer a otros, entrar en sus vidas, pero es
casi imposible. Unos y otros forman mundos individuales y opuestos. Su
último título estrenado entre nosotros fue boicoteado como serie televisiva.
Probablemente es mejor así. Lo que nos llega es un filme sobre los deseos y las
frustraciones. Una caída hasta el término de todo: un encuentro con la muerte.
Ese probablemente es el sentido de una historia de pesadilla, alucinada y
alucinante, mecida a los acordes de la magia (y maravillosa mentira) del cine,
de la representación. El milagro que hace posible una existencia mayor que la
de la vida. En el teatro del silencio, como en la sala de cine, todo forma parte
de un mundo imaginario. Todo. En la sala alguien sólo se enfrenta al misterio
de unas historias nuevas y siempre viejas. Mundo de apariencia, de dolor y de
ilusión. Falsa la representación y falsa su realidad de embaucadora belleza. Los
personajes en ese último filme se mueven en la frontera del Sunset Boulevard de
las grandes mansiones del cine de ayer, de los focos que ciegan con su fuerte
resplandor a aquellos que intentan triunfar. No hay más que el silencio. Y el
silencio es la muerte. O lo que es el mismo el olvido. Repeticiones sin cuento.
En el fondo de una caja parece encontrarse la solución al secreto, pero,
realmente, esa caja sólo da paso a una nueva caja y esta a otra. Además para
llegar a ellas se necesita una llave escondida en las profundidades del cerebro.
Nada es lo que parece. Puede ser que la interpretación de los hechos, que
posibilita la película, no sea más que una argucia de un nuevo sueño o de lo
que alguien, al borde la muerte, quiere contarse. No
es un mundo nuevo para Lynch el que refleja el último título realizado a menor
gloria de un Hollywood demolido y demoledor. Es simplemente la repetición de
viejos mundos, la continuación de las mismas historias de sus películas
anteriores. Algo repetido en su intemporalidad. Alguien
descubre una oreja o escucha un ruido extraño o decide que ya se ha cumplido su
tiempo o, a lo mejor, se pregunta por algo tan elemental sobre quién es, o si,
incluso, existe realmente en el hoy o en el pasado. Tanto da. Uno y los otros.
La transformación de alguien que no es en alguien que es. O la inexistencia de
ambos. Bucear en un complejo hoy, en unas relaciones repletas de mentiras, para
al final descubrir simplemente que todo, la vida entera, forma parte del sueño
de los otros. Así de simple y de complejo. Ese el cine retorcido, juguetón de
Lynch.
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