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EL ESPECTÁCULO SPIELBERGPor José Mª Ródenas Pallarés
Aquello recordaba a Arthur Penn, en parte, a La jauría humana, a Bonnie & Clyde, quizá a algo de Peckinpah... Sorprendidos y, sobre todo, incrédulos nos dejó la primera comparecencia de una película del desconocido, entonces, Spielberg en la Semana de Cine de Valladolid de l975. La película era The Sugarland Express (1974). Para su presentación, titulada como La mujer imprudente, y que luego se estrenaría comercialmente bajo otro título, el de Loca evasión, con retraso y a la sombra del éxito taquillero de Tiburón (1975), la película que hasta a los críticos les hizo saltar de la butaca y que a los comerciantes de la distribución y exhibición cinematográfica les obligaría a repescar el no menos sorprendente El diablo sobre ruedas (Duel, 1972). La introducción de los productos Spielberg, pues, fue tortuosa en España. La respuesta cinéfila lo sufrió y, en especial, la crítica autoestimada como seria fue cogida a contrapaso, embebida como estaba con el «cine de autor» intelectualizado, austero, casi alternativo en algunos casos; renuente al cine «comercial» por lo de alienante y demás estribillos y latiguillos que tanto se contagiaron en la progresía asistente a las liturgias de unos cine-clubes, en trance, quién lo iba a suponer, de la más vergonzosa desaparición. Diez años después, asistimos a la total consolidación de lo que se denominó como la «fábrica Spielberg», pero aparejada con las más dispares respuestas de las críticas gacetilleras, desde el poema al libelo, desde el aprecio al desprecio, desde las flores idealistas a la estopa estructuralista... Ahora con el estreno de su penúltimo trabajo, A. I., ya no hay sitio para las críticas porque la «fábrica» desde hace meses ya nos informa y prepara a través de la radio, la prensa, la televisión y este invento de la red. Sin caer en lo que constituye la carcoma de la crítica de cine, ese afán por la valoración, dictaminando dogmática, subjetiva y precipitadamente la bondad o maldad de los productos, en función de categorías relativas y particulares, parece obvio que la línea de actuación ascendente seguida por Spielberg observó y observa el debido cuidado por tres dimensiones inseparables de lo que llamamos «cine»: el que sea un medio de espectáculo, el que para ello necesite indispensablemente de una fuerte infraestructura industrial y comercial, y el que exista una experiencia y una historia condicionantes de lo que ahora pueda ser hecho e, incluso, inventado en cine. Tres dimensiones que el «cine de autor», o el «cine a la europea», aunque las conoció, por una u otra razón abandonó, discutió o desnaturalizó. Todo esto lo escribo al margen de toda intención valorativa. Sencillamente es una verificación. El cine como medio espectacular ha reincidido en lo diferente, lo extraordinario y grandioso, en lo fascinante..., en todo aquello por lo cual merecía la pena abandonar la rutina, la cotidianeidad, entrar en una sala de proyección y enajenarse, estar en otra cosa, ser de otra forma, y creérselo a través de la percepción alucinada. Para conseguir el espectáculo han pensado muchos, y siguen pensándolo, que basta con la fastuosidad de los decorados y la presencia de numerosos «extras» en torno a unos actores y actrices cotizados y famosos. Spielberg acertó al no confiar sólo en esa dimensión y prescindir, salvo excepciones, de las «estrellas» con «currículum».
Dada tal polaridad estructural entre lo ordinario y lo extraordinario, en cuya trama anecdótica y en su correspondiente tensión narrativa se verá interpelado el espectador –ser cotidiano, rutinario y gregario–, la misión del uso de los recursos espectaculares será graduar las alternancias de los episodios argumentales y los conflictos de la acción entre el planteamiento y el desenlace, para procurar la experiencia de lo inverosímil como verosímil. Es más, para presentar lo extraordinario como palpable dentro de las dimensiones reales del espacio y tiempo fílmicos, ilusorios. Y esto con un talante que sólo se ha dado en el cine más intelectualmente puro, alejado del teatro, de la novela, del melodrama y de otras reminiscencias propias del discurso verbal escrito, es decir, en esos momentos inenarrables del cine cómico, del cine musical y del cine de aventuras, sobre todo, donde el cine no sustituye a ninguna otra modalidad literaria o espectacular y donde el cine es insustituible o irremedable por imposibilidad física y natural, donde él mismo es su propia verdad y simulacro, sin necesitar de otras referencias más allá de su ficción más gratuita, todo lo contrario a como sucede con otras películas impuramente intelectualizadas. Para llegar a esta pureza de lo que sólo es posible en el cine y en su pantalla, Spielberg se apoya inevitablemente en la experiencia y recursos del cine como industria, en el inexorable trabajo de equipo, en su capacidad de materialización visual de los imposibles físicos (trucaje y efectos especiales) y en sus tentáculos comerciales y publicitarios, el punto más vulnerable y en el que no voy a incidir por fácil. Ya que se acepta el juego, no tiene justificación escandalizarse de sus artimañas.
Los límites de una aproximación general no me permiten profundizar en una de las dimensiones ya enunciadas de Spielberg: el que quiera manifestarse condicionado por la historia previa del cine. Bastará enunciar que, si le ha servido de guía, también le sirvió de trampa, sobre todo en esa parodia que lleva por título 1941, un filme construido a base de citas de una innumerable cantidad de películas, incluso de autocitas, la de Tiburón la más evidente. Ahí el espectáculo naufragó bajo el aluvión cinefílico y la tensión espectacular se anegó de una parodia desmesurada y aberrante. Y sin olvidar al mecánico personaje de Indiana Jones entre Clark Gable y el Superman cinematográfico. Aunque en ello anda otro nombre por medio, el de George Lucas, y eso sí que es otro capítulo.
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