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DÍAS DE VINO Y ROSASPor Marcial MorenoDías de vino y rosas es una de las escasas incursiones dramáticas de un autor conocido fundamentalmente por sus comedias. En esto existe un claro paralelismo entre Edwards y Billy Wilder, quien casi veinte años antes había rodado Días sin huella, su aportación desgarrada a un subgénero, el del alcoholismo y su tragedia, al que también pertenece la película que aquí nos ocupa.
Si bien
sería aventurado establecer una influencia directa de Wilder sobre Edwards basándonos
tan sólo en el esquema argumental, dado que ambas películas reproducen con
total ortodoxia las claves del género (caída y degradación de los personajes,
intentos vanos de recuperación, incierto final), si reparamos en la elección
de Jack Lemmon, fetiche de las comedias de Wilder, con quien ya había
intervenido en Con faldas y a lo loco
y El apartamento, y cuya secuela, Irma
la dulce, es del mismo año que Días
de vino y rosas, se abre la sugerente
perspectiva del reconocimiento a la obra del director austriaco. Edwards
pretende con su película dar una visión total del problema del alcoholismo. Es
por ello que no nos hurta ninguna de las etapas del proceso. Mientras que en Días
sin huella la caída de Ray Milland en la adicción está elidida y sólo hay
una breve referencia rememorativa del protagonista, en esta obra el autor se
detiene minuciosamente en el análisis de las causas y motivos que conducen a la
dependencia del alcohol. En este sentido Edwards plantea una variedad de
posibilidades, desde la congénita predisposición de Lee Remick, manifestada
inicialmente en el chocolate, y fomentada por una educación restrictiva y una
situación degradada (“El reino de la cucaracha”), pasando por la endeblez
de la personalidad de Lemmon, asqueado con su trabajo pero incapaz de dejarlo,
hasta la presión social que impone la resignación ante cualquier intento de
rebelión, como ilustra perfectamente la escena en la que los vecinos reprochan
a Lee Remick haber fumigado su apartamento. A
partir de ahí se reproduce fielmente el esquema marcado: caída progresiva e
imparable en los abismos del alcohol, abandono de las responsabilidades
familiares, malos tratos, intentos vanos de recuperación, redención de la
soledad (como señala el brindis noruego al que se recurre cíclicamente:
“Juntos en el paraíso”), degradación física, delirium tremens,
delincuencia... El relato resulta de una negritud aplastante. En Días sin huella se nos concede un respiro que humaniza al
personaje, aquél en el que repasa los sentimientos que le produce la bebida: se
hace ser Miguel Ángel, Van Gogh, Shakespeare ..., aunque en última instancia
todo quede reducido a un evanescente sueño, pero Edwards no otorga fascinación
ninguna al alcohol. En este sentido Días
de vino y rosas acaba siendo más moralista que Días sin huella. El
resultado final no es todo lo redondo que cabría desear. A pesar de contar con
momentos ciertamente brillantes, la película adolece del exceso de
pretensiones. El interés en que no quede ningún cabo suelto, por trazar una
explicación completa del problema, y por ofrecer una explicación para cada una
de las situaciones, lastra y resta credibilidad a una historia a la que sin duda
el espectador podría aportar más de lo que se le permite. El
plano final es quizá el momento más brillante del film. Se supone que Jack
Lemmon se ha rehabilitado; es capaz incluso de mantener la firmeza ante su
mujer, y cuando ella abandona la casa y él la observa desde la ventana, vemos
reflejarse en el cristal, junto a su cara, el rótulo intermitente del bar que
reclama nuevos clientes. Todo el drama interior del personaje, su incierta
lucha, en un solo plano.
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