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| LA VIDA PRIVADA DE SHERLOCK HOLMESPor Marcial Moreno
Para empezar, no es una comedia, por mucho que en algunos momentos aflore la risa. Tampoco en su versión ácida, tan querida y practicada por Wilder: no encontramos aquí el afilado cuchillo sajando la sociedad burguesa o los poderes públicos, más allá de la breve referencia al organigrama político-militar, necesaria para mantener la trama detectivesca. No ofrece tampoco una consistencia que satisfaga a los admiradores del policiaco, sino que la trama se revela excesivamente hueca, descuidada, molesta incluso. Nada que ver en este aspecto con Perdición, obra maestra del género. Pero
a pesar de todo no podemos considerar esta obra como una rara avis en la filmografía wilderiana. Si indagamos más allá de
lo tópico no tendremos más remedio que reconocer en ella rasgos plenamente
definitorios del cine de este autor, rasgos que la entroncan con otros muchos
momentos de su filmografía, y que al mismo tiempo representan una revisión de
ellos. La
vida privada de Sherlock Holmes
es una película a caballo entre la nostalgia y la decadencia, o quizá un
ejemplo de esa nostalgia que se sabe irrealizable y
la que no queda otra opción que materializarse en decadencia.
En
esta marco la película es la historia de un fracaso múltiple. Es el fracaso en
la resolución de un enigma, pero a través de él se muestra el fracaso de una
vida y el de una época. Holmes
es incapaz de descubrir la trampa que le ha tendido la falsa señora Vallandon.
Su incapacidad significa la derrota del poder de la razón y la lógica, y con
ello el derrumbamiento de las bases sobre la que se sustenta la existencia del
detective. Pero no es que la razón muestre en este caso una debilidad intrínseca,
sino que ha de reconocer su inferioridad ante un elemento extraño e inesperado:
el sentimiento. En el mundo de la lógica Holmes es insuperable, incluso se
queja de que ya no existan grandes crímenes que estén a su altura, y no al
alcance de un simple inspector de Scotland Yard (esta idea de el tiempo como
mecanismo degradador está presente en otros momentos de la filmografía de
Wilder: Norma Desmond en El crepúsculo de
los dioses o Fedora en la obra del mismo nombre se lamentan de que ya no hay
actores como los de antes, de que ya no se hace cine como el de antes), pero
para lo que no está capacitado es para compatibilizar su fuerza deductiva con
las razones de su corazón. Como le ocurría a Edward G. Robinson en Perdición,
el culpable no se descubre porque estaba demasiado cerca, mucho más cerca que
la mesa de al lado.
Ideas que se retoman, pero que no pueden ocultar que Wilder ha envejecido. Si E. G. Robinson acababa, a pesar de todo, descubriendo al criminal, Holmes es incapaz de ello. Si Norma Desmond (G. Swanson) vivía aferrada a un mundo inexistente en defensa del cual era capaz de llegar al crimen, Holmes no alcanza semejante grandeza. Si la humillación de C. C. Baxter (J. Lemmon) en El apartamento se resolvía con un acto sublime de rebelión frente al sistema, Holmes no tiene ni siquiera ante qué rebelarse. Holmes fracasa, como ha fracasado toda su vida, al menos en la vida privada que da título a la película. Como fracasó al morir la que iba a ser su esposa, como fracasó en sus continuas relaciones con las mujeres que nunca trascienden lo profesional, y como fracasó por no saber retener a la mujer que, en cierto modo, deseaba ser retenida. La maestría de Wilder necesita tan solo dos maravillosas escenas para ofrecernos la dimensión de la tragedia de este hombre: la retirada discreta tras la lectura interrumpida de la carta, y la resignación de Watson al indicarle el lugar donde esconde la droga, última salida para una existencia a la que se le ha hurtado cualquier perspectiva de futuro.
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