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Filmografía Dónde estás Billy Con faldas y a lo loco Vida privada Sherlock Holmes Avanti Crepúsculo vs. Fedora
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¿DÓNDE ESTÁS, BILLY?
Por
Ana
Ferri
Samuel
Wilder, tío Billy para sus amigos,
Billy Wilder para el resto de los mortales, se fue de puntillas. Sus ojos, los
que admiraron la belleza de la Garbo, los que deslizaron su mirada por las
curvas de Marilyn, los que rechazaban posarse en su detestado american
way of life, se cerraron para siempre. Y quienes le admirábamos, como los
sobrinos de ese tío lejano que un día emigró a América por decisión de
Hitler, nos sentimos dichosos de recibir su precioso legado: las joyas de la
corona de Hollywood, las mejores comedias, apasionados dramas, el más puro
suspense, deliciosas historias románticas,…Un cúmulo de obras maestras a las
que sucedieron dos décadas de silencio cinematográfico, coronados por
homenajes tardíos que el viejo Wilder, remiso a la fastuosidad, soportó con la
paciencia de quien había dedicado toda una vida a extraer del público sus
mejores sonrisas.
Suerte
y talento
Esos
eran, para Wilder, los secretos de su éxito. Un éxito ganado a pulso, a lo
largo de 95 años jugando con las cartas más difíciles. Hijo de un hotelero
judío, nacido en Sucha -por aquel entonces ciudad austro-húngara- en 1.906,
Wilder tardó poco tiempo en imponer su propia visión de la vida a todo cuanto
le deparaba el futuro. Pensando que su licenciatura en Derecho no le iba a
procurar grandes emociones, cambió Viena por Berlín y jugó a ser cronista
deportivo, reportero policial, recadero
y gigoló. Películas como El
acorazado Potemkin de
Eisenstein, le disuadieron para poner su mente -según su amigo William Holden, una
mente llena de hojas de afeitar- tras las cámaras.
Tras
el documental Gente en domingo, a las
órdenes de Siodmak, Wilder comienza a escribir guiones que luego firman
guionistas de renombre. Consigue que la productora UFA le encargue los guiones
de algunas películas mudas: El reportero
del diablo (1929), Emilio y los
detectives (1931) y hasta cinco guiones más. Otros siete guiones firmados
por Wilder fueron llevados a la pantalla en los años siguientes, pero la
llegada de Hitler al poder le obliga a dejar Berlín (“El
exilio fue decisión de Hitler, no mía” diría años más tarde), instalándose
en París hasta 1934. Allí dirigió su primera película, Curvas
peligrosas, justo antes de embarcar en el Aquitania rumbo a México, y de ahí
a Hollywood, donde comenzó a trabajar como guionista, cobrando sus páginas a
peso. Con el actor Peter Lorre compartía habitación y una lata de sopa al día,
hasta conseguir trabajo en la Paramount,
en equipo con Charles Brackett, escribiendo guiones para afamados directores
como Lubitsch (La octava mujer de Barba Azul, Ninotchka) o Howard Hawks (Bola
de fuego, Nace una canción). Pero la intención de Wilder era la de
dirigir, que no soportaba ver masacrados sus guiones. No obstante, sabía que “Lo
importante es tener un buen guión. Los cineastas no son alquimistas. No se
pueden convertir los excrementos de gallina en chocolate”.
Así
las cosas, Wilder dirigió en 1942 su primera película americana El mayor y la menor. Pero antes de sumergirse de lleno en la
comedia, probó con éxito en otros terrenos: bélico (Cinco tumbas a El Cairo, 1943), policiaco (Perdición, 1944), cine de temática social (Días sin huella, 1945, El
gran carnaval, 1951), musical (El vals
del Emperador, 1947) y hasta el espionaje (Berlín Occidente,
1948). Y es que Wilder era la peonza más inquieta de Hollywood: “Me
aburro si hago siempre lo mismo. Salto de un lado a otro, como una pieza de
ajedrez, siempre con proyectos diferentes”. Una peonza metódica,
corrosiva y a veces molesta que con los años, curiosamente, veía reflejada su
inquietud cinematográfica no en los cineastas oscarizados que le consagraban
como su dios, sino en un polo tan opuesto a él como Steven Spielberg: “Puede
hacer todo tipo de cine: después de rodar una película de dinosaurios, salta a
una de nazis”.
El
peculiar sentido del humor de Wilder, irónico y en ocasiones envenenado, no era
ajeno a su trabajo ni a los que compartían sus películas. Durante el rodaje de
Perdición,
su guionista habitual, Brackett, rehusó colaborar con él (“Me dijo que era basura”). Raymond Chandler, escritor de novelas
policíacas, sustituyó a Brackett, pero sus relaciones con Wilder no podían
ser peores: envió una queja a los jefes la
Paramount hablando de las humillaciones a las que lo sometía Wilder, órdenes como “Ray, ¿quieres cerrar
esa puerta, por favor?”. Wilder alegó: “Yo
era joven y salía con chicas guapas, encarnaba todo aquello que él odiaba de
Hollywood. Además, no podía sobreponerse al hecho de que, en lo que se refería
al guión, yo tuviera la última palabra”. Durante
la entrega de los Oscars, a los que el film estaba nominado en siete
categorías, los premios recayeron uno tras otro sobre una película que Wilder
detestaba: Siguiendo mi camin”, de Leo McCarey. Cada vez que se escuchaba “The
winner is...”, McCarey ya estaba en pié, esperando al fondo del pasillo
central. El paseillo se repitió cinco veces. Wilder estaba sentado junto al
pasillo cuando McCarey volvió a pasar por su lado:
“No pude evitar sacar un poco el pié, de modo que tropezó y casi se cayó.
No, no se cayó de bruces, como después de dijo. Lamentablemente...”
Días
sin huella
tampoco tuvo un buen comienzo. Asociar alcoholismo y enfermedad originó el
rechazo del público asistente a su pre-estreno, tras el cual la Paramount
decidió archivar la película. Meses después, la película fue re-estrenada y
ganó 4 Oscars, dos de ellos para Wilder, Director y Guión, junto a Charles
Brackett.
Días
de gloria
Recuperando
a la diosa del cine mudo Gloria
Swanson, y como última colaboración con Brackett, Wilder
rueda en 1950 El
crepúsculo de los dioses, una crítica
implacable de su
propio entorno: “Para mí esa película
es Hollywood; el guionista, el agente, la estrella olvidada, todos eran retratos
del natural”. Los estudios
montaron en cólera. Louis B. Mayer, jefe de la MGM, gritaba: “¡Bastardo,
ha arrastrado por el lodo a la industria que lo ha convertido a usted en alguien
y que le ha dado de comer!”. La
critica, por esta vez, se puso de parte de Wilder, y la Academia le otorgó
el Oscar a Mejor Guión y la nominación a Mejor Director.
Lo
que no te mata, te hace fuerte
Wilder siguió en su línea de feroces críticas con El Gran Carnaval (1951), basada en un hecho real. Aunque la prensa
fue positiva en Europa, los americanos, menos acostumbrados reconocer sus
propios defectos, argumentaron que el ser humano era incapaz de ser tan vil que
disfrutara del dolor ajeno: “La gente no
quiere reconocer que, cuando hay un accidente en la calle, antes de ir a avisar
a un médico se quedan contemplando con curiosidad morbosa”. Su
perspicacia, aderezada por su extraño sentido del humor, convirtió el drama en
una comedia negra que (a pesar de su nominación a Mejor Guión), fue el primer
fracaso de Wilder, repercutiendo en su siguiente film, Traidor
en el infierno (1953)
(nominado al Oscar a Mejor Director), ignorado por crítica, público, y
lo peor, por sus incondicionales.
Wilder
cambia el rumbo y en 1954 dirige Sabrina.
Su gran éxito contrastaba con las malas relaciones entre el cineasta y su
protagonista, Humphrey Bogart: “No me
podía soportar, y tampoco podía soportar su papel. Hasta entonces, había
interpretado a tipos duros, que llevaban gabardina y ocultaban sus sentimientos.
Y ahora debía engañar a una muchachita cursi, para acabar rendido a sus pies”.
Los interminables halagos de su otra protagonista, Audrey Hepburn, hacia su
director, la nominación de Wilder a los Oscar a Mejor Director y Mejor Guión y
la calificación de la crítica como “Mejor comedia romántica” en aquellos
tiempos acallaron la injustificada rabieta de Rick.
Marilyn,
un tormento arrebatador
Si
bien se deshizo en halagos ante la perturbadora mirada de Greta Garbo, y se
descubrió ante su idolatrada Hepburn, el nombre de Billy Wilder ha quedado
irremediablemente unido al de Marilyn.
Sólo
trabajó dos veces con la rubia más explosiva de Hollywood… y tuvo bastante.
La primera fue con La tentación vive
arriba (1955), inmortalizada por
la escena de Marilyn sobre un respiradero del metro. “Se
reunieron veinte mil personas, hubo caos de circulación y una crisis
matrimonial entre Joe DiMaggio y Marilyn”. La película, a pesar del
descontento de Wilder por la estricta censura a la que había sido sometida, fue
un éxito, y le valió su reconciliación con el público mayoritario.
Cuatro
años después llegó su segunda película con Marilyn: Con
Faldas y a lo loco (1959), acompañada esta vez por Tony Cutis y Jack Lemmon.
Un triunfo merecido para Wilder, tras soportar las excentricidades de la actriz,
empeñada en que la película se rodara en color, reacia a bajar peso, falta de
memoria y, sobre todo, impuntual: “Sobre
la impuntualidad de Marilyn debo decir que tengo una vieja tía en Viena que
estaría en el plató cada mañana a las seis y sería capaz de recitar los diálogos
incluso al revés. Pero, ¿quién querría verla?... Además, mientras esperamos
a Marilyn Monroe, el equipo no pierde el tiempo... Yo, sin ir más lejos, tuve
la oportunidad de leer Guerra y Paz y
Los miserables”.
Aunque
la película estaba nominada en dos categorías (Director y Guión Adaptado)
Wilder no acudió a la ceremonia de los Oscar. “Ben Hur,
de mi amigo William Wyler, recibió once Oscars. Vi la entrega por televisión con
unos amigos, en casa de Charles Vidor. Sabía que Con faldas y a lo loco
no tenía ninguna oportunidad. Cada vez que Ben Hur
era premiada, me tomaba un martini doble. Cuando finalmente fue elegida mejor
película, caí en redondo. Tuvieron que sacarme en brazos”.
Entre
comedia y comedia, Wilder rodó tres películas: The
spirit of St. Louis (1956), Ariane (1957) y la que supuso su vuelta al cine de
suspense Testigo de cargo (1958),
recabando una nueva nominación al Oscar a Mejor Director y superando, según
los entendidos, al propio Hitchcock.
Bebiendo
de las fuentes de Lubitsch
Si
de algo estaba orgulloso Wilder era, sin duda, de lo aprendido junto a su amigo,
colega y maestro Ernst Lubitsch: “Lubitsch
era el mejor guionista que haya habido nunca. Se te ocurría un final divertido
para una escena, y él creaba uno mejor”.
De él admiraba, entre muchas otras cosas, su don natural para eludir la
censura: “Según
la oficina Hays, aplicante del Código de Censura,
no
se podía ver en una película a una pareja follando, ni siquiera en una misma
cama; los dormitorios tenían camas separadas. Lubitsch hacía que la criada,
haciendo la cama del hombre a la mañana siguiente, encontrara una horquilla
sobre la almohada. O mostraba a la pareja besándose ardientemente la noche
anterior, fundido en negro, y a la mañana siguiente desayunando juntos.
Lubitsch te enseñaba lo justo para excitarte”.
También
aprendió de su predecesor el respeto al público, a su capacidad de discernir y
de comprender la historia. “Al
público no hay que dárselo todo masticado, como si fuera tonto. A diferencia
de otros directores que dicen que dos y dos son cuatro, Lubitsch dice dos y
dos... y eso es todo. El público saca sus propias conclusiones”.
Tal
fue su admiración que Wilder tomó como máxima de trabajo la eterna pregunta: “¿cómo
lo haría Lubitsch?”. Sin embargo, paso a paso, la mezcolanza de la
herencia de Lubitsch y la forma con que Wilder reflejaba en pantalla su modo de
ver el mundo, dieron lugar a un estilo propio, muy particular, reconocido en
cada una de sus comedias: el estilo Wilder.
En
estas lides, y en el punto culminante de su carrera, Wilder se convirtió en el
primer director en ganar tres Oscar en un mismo año con El
apartamento (1960): Mejor
Película, Director y Guión Original junto a I. A. L. Diamond para el que el
mismo Wilder consideró su mejor trabajo gracias, entre otras, a la genial
interpretación de su actor fetiche y alter
ego, Jack Lemmon.
En
los 60, animado por su reconocimiento internacional, y consagrado como uno de
los grandes de Hollywood, Wilder rueda sin descanso: Uno, dos, tres
(1961), Irma la dulce (1963), Bésame,
tonto (1964), y En
bandeja de plata (1966),
por la que vuelve a ser nominado al Oscar a Mejor Guión Original junto a I. A.
L. Diamond.
El
crepúsculo de un dios
Pero
como si del más brusco punto de giro se tratara, la carrera de Wilder se tornó
dubitativa cuando, en 1970, rodó su película más personal: La
vida privada de
Sherlock Holmes
basada
en dos casos resueltos por Holmes que
Watson guardaba celosamente entre sus escritos. La película fue mutilada
durante el montaje y, aunque ahora se considera un clásico, por aquel entonces
muchos vieron en ella el principio del fin de un gran director.
Wilder
resurgió de las cenizas prematuras para rodar una de sus comedias más
placenteras, ¿Qué
ocurrió entre mi padre y tu madre?
(Avanti!, 1.972) y, acto
seguido,
regresar a las filas de la controversia con un remake
de Primera Plana (1974), que ni
siquiera satisfizo al propio Wilder. Tras Fedora (1978), Billy Wilder dio carpetazo a su magistral
aportación al Cine con Aquí
un amigo (1981), con la que cerraba su colaboración con una de las
parejas más cómicas de todos los tiempos, Jack Lemmon y Walter Matthau. La
cinta no salió adelante. La crítica, implacable, cargó las tintas, se regocijó
en su fracaso y alentó a Wilder a un retiro anunciado.
Hollywood
no es lo que era
El
último gran clásico, el cineasta que rechazaba la hipocresía social, el misógino
que recreaba a las mujeres como imperturbables tesoros, se cansó de dirigir. El
incendio de su casa, la muerte de I. A. L. Diamond a principios de los 80, y la
incomprensión del nuevo cine de Hollywood, le dieron la razón. “Cuando
llegué a la Paramount, el ambiente era
maravilloso: paseabas por el estudio y podías ver a Sternberg, Gary Cooper,
Dietrich, Lubitsch... Entonces hacíamos películas, no negocios”. Tampoco
el público de ahora motivaba al viejo Wilder a volver. “El
público mayoritario ahora es menor
de veinticinco años y carece de tradición literaria. Prefieren la violencia
estúpida a una trama sólida; los tacos, a un diálogo inteligente; el
desarrollo pectoral, al desarrollo de los personajes. Nadie escucha, sólo se
sientan y esperan que les asalten una serie de sobresaltos y sensaciones
fuertes... No encajo en ningún sitio”.
Para
Billy Wilder, el mismo que aseguraba que lo único que partiría su corazón sería
que le quitaran la cámara y no le dejaran volver a hacer películas, el que
miraba las esquelas de los periódicos y pensaba, asustado: “a
lo mejor, lo único que sucede es que se han olvidado de mí”, el que
deseaba morir a los 104 años asesinado por un marido que le pillara in
fraganti con su joven esposa, ha llegado un “hasta siempre”. Con su
permiso, adoptamos el mejor final para el guión de su historia, aquel saludo
con el que, durante años, rubricó su obra: Cum Deo.
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