Dirigir
cine siendo mujer es casi una proeza, pero hacerlo, además, siendo iraní
es una provocación, un desafío. Sin embargo, Samira Makhmalbaf cuenta
con la inestimable asistencia y apoyo de su padre, el director Mohsen
Makhmalbaf, el cual la sumergió en el mundo cinematográfico desde la
infancia, primero como actriz y después como ayudante de dirección. Esta
colaboración dio sus frutos en 1998 cuando a los 18 años Samira dirige
su primer largo, The apple, y
continúa en La pizarra, donde
su padre asume también las funciones de montador y co-guionista.
El
trabajo conjunto y el entendimiento mutuo hacen inevitable eludir la
influencia del director iraní en el cine de su hija. Especialmente de su
película The door (1999) en la que un hombre atraviesa el desierto con una
puerta a cuestas (que nuestra memoria nos remite, a su vez, a Dos
hombres y un armario (1958) de Roman Polanski). Intensa y profunda
significación e idéntica soledad en un paraje inhóspito, sin
embargo, La
pizarra, a pesar de su carácter metafórico y de cierta irrealidad
simbólica, es menos surrealista y mucho más evidente.
La
película cuenta la historia de un grupo de maestros errantes por las
montañas del Kurdistán iraní, con sus negras pizarras a la espalda,
buscando alumnos a los que enseñar. Un tiroteo aéreo les obliga a
camuflar sus pizarras –tiñéndolas con el barro rojizo de la tierra- y
a dispersarse. Dos de ellos, Said y Reeboir, se cruzarán, en su viaje a
ninguna parte, con dos grupos humanos muy diferenciados a los que se
adhieren.
Said
encuentra a un grupo de ancianos iraquíes que deambulan por las montañas,
en busca de un camino que les lleve de vuelta a su país. No están
interesados en el aprendizaje que Said les ofrece, sin embargo, sí
aceptan su ayuda como guía para conducirles hacia la frontera a cambio de
cuarenta nueces. Con ellos viaja una mujer, Halaleh
(hija de uno de los ancianos) con su hijo, a la que Said tomará por
esposa a cambio de su pizarra como dote.
Reeboir,
por su parte, se suma a un grupo de porteadores adolescentes, astrosos y
polvorientos que subsisten transportando mercancías de contrabando de un
país a otro. Tampoco estos jóvenes curtidos por el trabajo mostrarán
interés por aprender.
La pizarra es la historia de una utopía en un país de desheredados
y es a la vez muchas otras historias más, la más obvia es la
materializada en esas pizarras vacías, apenas garabateadas, en las que
nadie está interesado en escribir o leer. Convertidas en objetos huérfanos
y abandonados del saber, sólo son válidas como instrumento reciclado
para otros usos más vitales y apremiantes, como servir para entablillar,
de escudo, camilla, puerta, tendedero... El conocimiento que ellas
simbolizan y que los maestros difunden es considerado inútil y
prescindible, no interesa a nadie porque es superfluo para sobrevivir.
Dice
un proverbio persa que “el viento
de la adversidad no sopla jamás sobre el reino de la sabiduría”, más
cuando ese viento adverso ya está soplando ¿a quién puede interesarle
aprender? No, al menos, a los seres desprotegidos que se desenvuelven en
ese mundo hostil que refleja la película. ¿Y enseñar?...
El
grupo de maestros vagando con sus pizarras/alas desplegadas a la espalda
parece una imagen más onírica que real ¿acaso una metáfora sobre la
libertad que el conocimiento proporciona?. Ellos, al menos, han elegido
libremente su forma de vida. Said cuenta al principio de la película que
su padre le dijo que se hiciera pastor pero él prefirió ser maestro. Sin
embargo, nadie puede sustraerse al desamparo. Esa esperanza e
ilusión inicial parecen desvanecerse entre la espesa niebla final, cuando
se despoja de su pizarra para entregársela a Halaleh.
El
mundo que refleja La pizarra es
el de los perdedores, el de los que no tienen nada, el de los que sobran:
ancianos apátridas, muchachos sin infancia, maestros sin futuro... Una
cohorte miserable de desgraciados que se mueven en un paraje inhóspito
entre piedras, aguas turbias y balas y que sobreviven con apenas pan duro
y nueces (que sirven como alimento, moneda de cambio y piezas de juego).
Son personajes agarrados a la tierra, caminan pegados a ella y camuflados
por su polvo y sus aguas ocres. Todo lo que tienen y lo que no, lo llevan
cargado a la espalda: sus pizarras, sus hatillos, los bultos de otros, el
peso de sus ideales, de sus sueños, de sus recuerdos...
La
cámara-ojo de la directora se convierte, a veces, en un personaje más de
la historia, sube y baja montañas, tropieza y late con ellos, viaja y
deambula a su ritmo... está viva (que no loca como las de algunos
directores actuales) aunque otras se distancia, se para y contempla desde
la lejanía el dolor y la soledad que desprenden esos personajes de vida
miserable.
Por
eso las imágenes estéticamente más bellas y emocionalmente más
desoladoras de la película, aunque hay otras más impactantes, son aquéllas
en las que en plano general vemos a ambos grupos –unas veces a la oscura
procesión de ancianos y otras a la curtida y polvorienta hilera de
muchachos– serpentear por las montañas. Todos en fila forman una débil
línea vital hecha de eslabones sueltos y frágiles, símbolo de la
individualidad, la soledad y el aislamiento humanos, en una sociedad árida
y agreste donde
cada uno debe sobrevivir como puede, y que sólo en su pertenencia al
grupo, en pos de un interés común, encuentra consuelo, apoyo y cierta
solidaridad.
La
naturalidad interpretativa, la sensible movilidad de la cámara, la
efectiva puesta en escena... dan a la película un carácter de documento
real que contrasta con el espíritu poético-onírico que se desprende de
algunas escenas. El significado de ciertas imágenes (los maestros con las
pizarras desplegadas, los porteadores acribillados entre los rebaños...),
elementos (las pizarras, la niebla, las nueces, las aguas turbias...) y
personajes (muchacho cuenta-historias, la mujer...) es a la vez una
evidencia y un símbolo, la representación lírica de una realidad
adversa que Samira Makhmalbaf enmascara de lenguaje cinematográfico para
eludir la inflexible censura de su país.
Ambivalencia
significativa, preguntas y respuestas abiertas, convivencia de contrarios,
esperanza y duelo... La mirada profunda y clara de Samira se funde con la
de su personaje femenino.
Halaleh,
la única mujer de la historia, como la propia directora, está sola en un
mundo de hombres, pero es fuerte, enérgica y está decidida a seguir
adelante. Dice en un momento de la película que ella es como un tren en
marcha al que los hombres que suben y bajan no hacen perder el rumbo. Ella
es un vínculo de esperanza con el futuro, se hace depositaria de la
pizarra que Said le entrega como dote, su espalda toma el relevo y se
pierde en la niebla ¿de un sueño? ¿un tránsito pasajero?¿un viento
adverso que al desaparecer dejará ver el camino hacia ese idílico reino
del saber?.
Purilia
|
LA PIZARRA
Título
Original:
Blackboards
País y Año:
Irán-Francia, 2002
Género:
DRAMA
Dirección:
Maysam Makhmalbaf
Guión:
Mohsen Makhmalbaf, Maysam Makhmalbaf
Producción:
Makhmalbaf Productions, Fabrica, Rai
Cinemafiction, T-Mark
Fotografía:
Ebrahim Ghafori
Música:
Mohammad Reza Darvishi
Montaje:
Mohsen Makhmalbaf
Intérpretes:
Saïd Mohamadi, Bahman Ghobadi, Behnaz Jafari
Distribuidora:
Vértigo Films
Calificación:
Todos los públicos
|