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Los
problemas de la inverosimilitud en el cine son mensurables desde distintas
posiciones, pero en el caso que nos ocupa nos centraremos en dos puntos
clave ligados inevitablemente al (sub)género que se nos propone.
Existen
dos modos de encarar el llamado cine de espías: el primero basado en la
realización de lo imposible, con la fantasía como motor de arranque de
los filmes (antes incluso que la estructura narrativa, lo cual no impide
que en alguno de ellos el argumento sea algo enrevesado), normalmente
podridos de efectos especiales y redondeados con secuencias de acción
colosalmente elaboradas al servicio de la técnica por la técnica. La
saga de James Bond (aunque no toda) sería un ejemplo muy válido para lo
que pretendemos explicar, e incluso nos serviría la segunda parte de Misión:
imposible, que no la primera.
En
segundo lugar existe otro modo de enfrentarse al género, cimentado en la
mayor consistencia de las tramas y subtramas, donde lo realmente
importante se deduce de la resolución final (o de la solución del
conflicto), y la importancia radica más en las relaciones entre los
personajes que en las articulaciones de la cacharrería efectista tan bien
rentabilizada por el cine de Hollywood. El cuarto protocolo o la más
reciente Pánico nuclear servirían como ejemplo de esta manera
distinta de encarar el cine de espías.
El
caso Bourne no está ni en una orilla ni en la otra, en realidad uno
no sabe muy bien a qué se enfrenta cuando la ve. Parte de unos
presupuestos más bien realistas y trata de prolongarlos (tal vez
demasiado) con la finalidad dudosa de asir el interés del espectador
para, al final, ofrecerle esa resolución no tan ansiada. En fin, un espía
que ha perdido su memoria trata de averiguar quién es y por qué tratan
de eliminarle, ni más ni menos. Podemos creer que el ignoto Jason Bourne
no sepa quien es, pero sea capaz de hacer uso de todas sus habilidades de
espía, incorporadas a partir de una cierta mecanicidad que se desprende
de entrenamientos asumidos como rutinas. Podemos creer que se enfrente a
sus enemigos y los venza con solvencia, incluso podemos creer la persecución
en el mini, pues también ella se plantea como algo verosímil: un coche
pequeño que es capaz de desvanecerse en cualquier callejuela y hace difícil
su seguimiento (resulta, tal vez, un poco veloz). Lo verosímil puede ser
estirado hasta cierto punto, incluso en un filme que en todo momento
pretende ser realista: no estamos ante un James Bond que además de
ofrecer su identidad al primero que se le cruza, acapara el sexo femenino,
se exhibe como un esteta, y salva las situaciones extremas con artilugios
indescriptibles; en definitiva, ante tanta acumulación uno no puede sino
bucear dentro de la inverosimilitud. Pero el filme de Liman se rige por
(las) otras líneas genéricas desde un principio: se trata de un ser sin
referencias, en cierto modo desvalido, que se mueve en un mundo “real”
(las instituciones son reales: la CIA no es Spectra) a la caza de aquello
que no se sabe bien cómo se extravió. Y es desde estos presupuestos
desde donde no se pueden
ofrecer secuencias como la del descenso de la
fachada o la de la (llamémosla así) bajada de escaleras.
La
primera secuencia (el descenso de la fachada) queda muy bien en Misión:
imposible 2, que resulta ser un filme que nos dice qué es lo que
vamos a ver desde el principio: si ya desde el inicio un hombre, cual
saltimbanqui hiperactivo, se bambolea por el cañón del Colorado lo que
va a venir después no puede abandonar la propuesta primera. En El caso
Bourne, que desde un inicio se inserta en un universo opuesto y
postula otros valores, una secuencia de este tipo resulta estridente al
tiempo que descoloca al espectador. Ahora bien, al estar situada en la
parte primera, uno puede pensar que los derroteros a seguir van a ser
esos, pero rápidamente el filme vuelve a su cauce original, y, tal vez
con excesiva benevolencia, esta secuencia se engulle sin masticar y se
deja pasar. Pero la segunda no: para eliminar a un enemigo que se
encuentra en una primera planta, Jason Bourne, situado en un cuarto piso,
se amarra a un cadáver de otro enemigo aniquilado y se lanza por el hueco
de las escaleras como un paracaidista suicida para, al llegar a la primera
planta, disparar un tiro certero en el centro de las cabeza de otro de los
matarifes que debían eliminarle. En algunas salas la gente se reía. La
perversión de las líneas a las que inicialmente se adhiere no preconizan
una voluntad de desmontar las raíces genéricas, simplemente están al
servicio del efecto por el efecto, produciendo un arrebato de irrisión
tremebundo ante la posibilidad tangible de que a uno le vendan gato por
libre.
PERO,
AÚN HAY MÁS
Los
problemas no se acaban en el apartado genérico, avanzan hasta los
terrenos de una puesta en escena incomprensible y (de nuevo) efectista. En
los inicios hay un exceso de secuencias tomadas con cámara al hombro, que
ofrecen una imagen inestable que podría responder a la situación de un
protagonista que desconoce todo lo que le rodea. Con posterioridad la
mirada se ralentiza y el traqueteo deviene pausa, obedeciendo a un grado
de conocimiento superior alcanzado por parte del protagonista sobre sí
mismo. Pero de nuevo otra secuencia que se nos antoja antológica desmonta
toda la hipótesis: el enfrentamiento de los dos espías en el trigal que
combina planos epilépticos con otros pretendidamente trascendentales. Es
en este instante en el que uno se da cuenta de que la puesta en escena
responde más a la voluntad de imitar ciertas nuevas tendencias que a la
de transmitir cierta enjundia a través de una mínima elaboración
formal.
Otro
punto oscuro resulta ser la paupérrima elaboración de los personajes,
sobre todo el de Marie Kreutz (la chica interpretada por Franka Potente)
que jamás alcanzamos a conocer los motivos por los que se mueve, y que de
no ser por el coche que le presta podría perfectamente no ocupar ningún
lugar en el filme. Además, la historia de amor entre ambos no se imbrica
en una sucesión de acontecimientos que puedan devenir en un necesario
encuentro sexual, sino más bien de un modo fortuito que hace pensar en la
obligatoriedad de integrar un mínimo de sexo descafeinado que luego dé
pie a un happy end rancio y enervante.
Un
último punto nos lleva al territorio del guión, apartado indispensable
para la posterior recreación fílmica, que hoy en día se menosprecia de
un modo abominable. El filme intenta desarrollar tres tramas: la
principal, que es la historia de la recuperación de la identidad de Jason
Bourne, y dos secundarias, el asesinato frustrado de un ex-dictador
africano y los consiguientes tejemanejes de la CIA para evitar que Bourne
(al que suponen muerto) dé a conocer cierta información sobre un
proyecto secreto.
Las
dificultades aparecen en dos puntos de raigambre distinta: el primero es
la poca potenciación de las tramas secundarias, tremendamente
desdibujadas, aún cuando podrían otorgar cierto grado de cohesión a la
estructura general del filme. Van siendo dejadas caer, poco a poco,
quedando de lado ante la importancia suma del argumento principal, que en
realidad, y este es el otro problema, apenas avanza entre tanta persecución
y tanta disputa. Existe una sucesión de escenas de acción más que una
evolución de la trama, con la finalidad de prolongarla hasta donde sea
posible, para tratar de enganchar al espectador hasta el final. De hecho
los datos sobre Bourne se nos ofrecen de modo parsimonioso y nada
enfatizados. Tampoco los detalles sobre el triste trabajo de espía (cómo
les manejan, les obligan a asesinar, etc.) resultan convincentes pues,
como todo, son tratados desde la superficialidad.
En
resumen, y dejándonos cosas en el tintero (como ese reconocimiento
psicologista final), nos enfrentamos ante un filme fallido, flojo y
rematadamente mal hecho (cosa que no suele suceder, pues los productos de
esta estirpe, a pesar de su inanidad reflexiva, llevan el marchamo de la
buena fabricación) que enganchará a la gente por su buena promoción,
basada en la historia del espía que perdió su memoria. Si pueden, a fin
de no desencantarse una vez más, lean la novela de Ludlum en la que está
basado o vean la primera versión, de la cual no les podemos informar
porque no la hemos visto (aunque creemos que no será inferior a ésta, lo
cual sería muy difícil).
Por cierto, en la secuencia del descenso de la fachada tienen una lección
de cómo jamás se debe planificar y poner en escena algo de ese estilo.
John Woo, a pesar de los pesares, lo hace mucho mejor.
P.D.:
Por cierto: ¿cómo aparece de repente la bolsa roja que Bourne esconde en
una consigna de una estación de tren de París (si mal no recordamos) en
la casa del amigo de la chica en el que se refugiarán?
Israel
L. Pérez / Enric Albero
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EL
CASO BOURNE
Título
Original:
The Bourne Identity
País y Año:
EE.UU., 2002
Género:
THRILLER
Dirección:
Doug Liman
Guión:
W. Blake Herron, Tony Gilroy
Producción:
Hypnotic
Fotografía:
Oliver Wood
Música:
John Powell
Montaje:
Saar Klein
Intérpretes:
Matt Damon, Adewale Akinnuoye-Agbaje, Franka Potente, Chris Cooper, Clive
Owen, Brian Cox, Julia Stiles
Distribuidora:
United International Pictures
Calificación:
Todos los públicos
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