Cualquier
estrella que se precie, además de rica y famosa, necesita su inyección
de autocomplacencia, no sea que el ego vaya encoger tras una limpieza
excesiva.
Jim
Carrey trató de enmendar su adicción a la mueca exasperante poniéndose
al servicio de directores más o menos laureados, que unían a su
solvencia económica cierto marchamo cualitativo. En El Show de Truman,
Peter Weir consiguió que el histrionismo de Carrey se redujera a la mínima
expresión, permitiendo, por primera vez, que su interpretación se
pusiera al servicio del relato, en lugar de bloquearlo. No veíamos una
película ‘de’ Jim Carrey sino ‘con’ Jim Carrey. En Man on the
moon, Milos Forman intentaba aprovechar las capacidades cómicas del
actor para llevar a buen puerto el biopic sobre el peculiar
humorista Andy Kaufman. El problema surgía cuando Carrey debía mostrar
su versatilidad y volcar sus dotes para la comedia hacia una vertiente
dramática, registro en el que se mostraba menos ducho, cosa que provocaba
un desequilibrio entre las dos caras del personaje al que trataba de
insuflar vida.
Agotados
aquellos dos intentos de convertir su carrera en algo más serio de lo
acostumbrado (y no obtener nada a cambio: nada es lo mismo que Oscar),
Carrey volvió a su terreno dando carpetazo a toda filiación dramática.
Tras remover en su tumba a Robert Louis Stevenson con aquel plagio
argumental del Dr. Jekyll y Mr. Hyde que acabó en la horripilante Yo,
Yo mismo e Irene, y después de ponerse al servicio del inauditamente
oscarizado Ron ‘Willow’ Howard para realizar la fábula navideña
El Grinch; Frank Darabont (Cadena perpetua) lo reclamó para
The Majestic, película que confieso no haber visto para no
enfrentarme al terrible desasosiego de la decepción, que generalmente se
asocia con aquellos filmes generadores de expectativas superiores a la
gris mediocridad habitual, ilusiones que se transforman, previo paso por
el filtro del desengaño, en alergias incurables (a las salas de cine, a
ciertos actores, a tirar el dinero...).
Así
pues, el último paso de Jim Carrey no podía ser otro que el de
procurarse una película en la que, además de reforzar su papel de star
(léase: filme hecho a su medida, cualquiera que ésta sea), la trama se
convierte en un discurso laudatorio al conjunto de su carrera. La
historia, para dejar claro lo antes apuntado, narra el descenso a los
infiernos de un reportero de televisión que realiza programas de relleno
en una cadena de Buffalo. Es decir, reportajes de entretenimiento,
destinados a públicos poco exigentes sin ninguna pretensión que vaya más
allá del ámbito de lo bien intencionado: hacer reír (sin hacer pensar).
Como a lo largo del filme constatan sus superiores lo que a él se le da
bien es hacer reír a la gente “y eso no es algo fácil”.
Pero
Bruce Nolan (Carrey) aspira a un puesto en los noticiarios, lugar
privilegiado que le es denegado y que, ulteriormente, tras un ataque de cólera,
provocará su despido, y la consiguiente caída en picado: separación
amorosa, accidentes fortuitos, etc. Ante tanta desdicha, Nolan reniega de
Dios, que se le presenta en forma de Morgan Freeman (¿qué hace un tipo
como tú en un sitio como este?), por otra parte uno de los actores vivos
más encumbrados.
Ante
los reproches de incompetencia proferidos por Nolan, Dios decide ofrecerle
su trabajo durante siete días. Evidentemente, el pobre mortal no
conseguirá más que poner patas arriba la, ya de por si, caótica situación;
devolviendo los poderes a su poseedor que, finalmente, pondrá las cosas
en su sitio: como estaban al principio.
A
poco que analicemos tan banal argumento encontraremos dos puntos (sobre
los cuales se cimentará este comentario) cruciales: el primero hace
referencia a la concepción metafórica del personaje de Bruce Nolan
respecto a la figura de Jim Carrey; el segundo al conservadurismo del que
hace gala el filme.
NOLAN-CARREY
Y DEMÁS VICEVERSAS
Nolan,
como Carrey, es un periodista (actor) que realiza reportajes (películas)
que no pretenden más que divertir a los espectadores, tarea, como se
recalca insistentemente, harto dificultosa. A pesar de sus logros (Mentiroso
compulsivo, La mascara: logros económicos) no consigue ser
aceptado por la comunidad televisiva (es considerado un reportero de
segunda fila, y también un actor de orden menor), pero cuando las cosas
ya no pueden ir peor se le aparece Dios (Morgan Freeman, el dios de los
actores actuales) y le da una gran oportunidad: disponer de sus poderes
durante siete días (o sea: El Show de Truman y Man on the moon).
Pero no todos pueden ser Morgan Freeman, así que, tras el enésimo
fracaso en el intento de aceptación gremial, decide volver a encarnar su
papel y hacer sus reportajes complementarios (es decir, películas con los
Farrelly, Ron Howard o este Como Dios). Al fin y al cabo, hacer reír
tampoco es algo que todos puedan conseguir.
EL
REY DE LA COMEDIA
Algunos
han querido ver en Carrey al sucesor de Jerry Lewis, actor (y director,
que a nadie se le olvide) afín a las contorsiones faciales y corporales.
No obstante, la acidez del humor del que participaba Lewis (ya fuera en
sus películas o en las de otros directores como Frank Tashlin) y la
deconstrucción narrativa a la que sometía el relato hacen de sus películas
un perfecto manual de cómo pervertir el clasicismo narrativo y, por
tanto, de cómo incitar a una revolución dentro de una industria
irremisiblemente conservadora.
Carrey
(en sus películas cómicas) no busca, ni mucho menos, mostrar el reverso
de la comedia actual, ni mucho menos ofrecer lecturas bañadas en
vitriolo; más bien al contrario. En este Como Dios la interpretación,
que se deja ver bien a las claras, no ofrece ningún tipo de duda: “un
milagro es conseguir que un niño diga no a las drogas y sí a los
estudios”. Amén. Las cosas no pueden estar mejor que están, así
que ¿para qué cambiarlas? ¿Acaso alguien haría las cosas mejor que las
esta haciendo el Altísimo? Todo debe permanecer tal y como esta, por eso
Nolan acaba ocupando la misma posición que tenia al inicio del filme
(igual que todos los personajes). Nada debe ser alterado: Morgan Freeman
tiene planes para todos nosotros (¿se han fijado que Dios es negro?
Evitemos problemas con las comunidades étnicas, se habrán dicho a si
mismo los productores). El tufo de encíclica que desprende todo el
metraje no tiene parangón: ¿alguien podría decir que las cosas no son
como deben ser y que podrían ser de otra manera? ¿nadie se da cuenta de
que algo huele a podrido en Washington, en Hollywood, en Madrid, en...? ¿Pero
no son ustedes los que detestan las películas políticas?
Llámenme
ateo, pero comulgar con ruedas de molino suele ser un ejercicio poco
recomendable, sobre todo si se tienen las suficientes amígdalas como para
impedir el paso de semejante pastel involutivo.
Para
que rían, al tiempo que no se acomodan y se quedan como la virgencita,
les recomiendo un puñado de comedias, digamos, mayéuticas,
protagonizadas por Jerry Lewis, para demostrarles que la sobreactuación
no va unida a la memez y el ablandamiento: Artistas y Modelos (Artists
and Models, Frank Tashlin, 1955), Lio en los grandes almacenes
(Who’s minding the store?, Frank Tashlin 1963), El profesor
chiflado (The nutty profesor, Jerry Lewis, 1963), Caso clínico en
la clínica (The disorderly order, Frank Tashlin, 1964), Las
joyas de la familia (The family jewels, Jerry Lewis 1965), Tres
en un sofa (Three on a Couch, Jerry Lewis 1966)...
Enric Albero
|
COMO DIOS
Título original: Bruce Almighty
Director: Tom Shadyac
Productores: Michael Bostick, James Brubaker, Jim Carrey, Steve Koren,
Mark O'Keefe y Tom Shadyac.
Producción: Universal Pictures.
Guión: Steve Koren, mark O'Keefe y Steve Oedekerk.
Fotografía: Dean Semler.
Música: John Debney.
Intérpretes: Jim Carrey, Morgan Freeman, Jennifer Aniston, Philip
Baker Hall y Lisa Ann Walter.
|