Tres
episodios contiene este filme mexicano que fue aspirante al Oscar a la
mejor película extranjera en su pasada edición. Tres episodios que tenían
en común distintos personajes acompañados de diversos canes de muy
distinto pelaje y anudados por un aparatoso accidente de coche en las
calles tumultuosas de la ciudad de México. Tras las tres historias se
esconde la mirada lúcida, crítica y llena de piadosa ternura de un joven
cineasta mexicano, que ha sabido urdir las vidas de unos personajes llenos
de humanidad que se ven reflejadas en las situaciones de los perros con
los que viven. Como se dice en el mismo filme “todos
los dueños se parecen a sus perros” y, a decir verdad, los chuchos,
con su instintiva conducta y su desamparo radical en el filme funcionan
como paradigma de las biografías desdichadas de sus protagonistas.
De las
tres historias que se cuentan, es de la primera de la que el espectador
recibe más fuerte impacto y al que le deja y cierto regusto de descarnada
desolación y leve esperanza. Su titulo: Octavio
y Susana. Contada con un desgarrado realismo, con una atmósfera
malsana (el cruel y deshumanizado mundo clandestino de los concursos de
peleas de perros), refleja por un lado la desdicha humana y el desesperado
deseo de escapar de ella a través del sueño de la felicidad que el amor
sentido y vivido puede dar al ser humano. Se cuenta la historia del joven
Octavio (atención al actor que lo encarna), enamorado de su cuñada
Susana, que sueña huir con ella hacia la felicidad y escapar de la
violencia y el desamor que su hermano da a la mujer que él ama. Para
cumplir ese sueño ahorrará todo lo que va ganando con un perro de pelea.
Contada con un estilo convulsivo, con los movimientos de cámara en mano
para dar mayor realismo, una fotografía con fuertes claroscuros y un
sucio sonido directo impacta al espectador y a la vez resalta el lirismo
de un amor puro en medio de la impureza de toda la historia.
El
segundo episodio, titulado Daniel y
Valeria, es a mi parecer el más prescindible, por su explicitud y
mimetismo. Aquí es una pareja de amantes (ella, una bello modelo, él, un
ejecutivo que ha abandonado a su mujer) que se instalan en un elegante
apartamento. Los subrayados metafóricos en la historia son excesivos (el
letrero de neón, el atasco del perrito) y las citas al cine de Antonioni
y de Polanski (incomunicación y claustrofobia incluidas) son algo
cargantes. Da la sensación final que la historia contada no tiene vida
propia sino que sigue el dictado del mensaje que se quiere dar.
Más
compleja, aunque algo simple en el modo de exponer su tesis, es la narración
del tercer episodio, que parece abocar hacia una consecuencia lógica,
pero más que evidente, en la penúltima secuencia donde los dos
hermanastros se enfrentan como en las peleas de perros: es la historia de Chivi y Maru. Aquel es un exterrorista utópico que se ha retirado a
la marginación de la mendicidad y que desea y añora encontrarse con su
hija, Maru, ya adolescente y que el abandonó junto a su esposa por seguir
sus violentos ideales políticos. La imposibilidad de reinserción social
en un hombre que intentó cambiar un mundo que no le gustaba, el abismo
que separa las orillas del desamor, la imposibilidad de reparar el mal
realizado a través de la violencia y la inutilidad y el absurdo de ésta
para alcanzar la justicia es la lección que parece recibir el
protagonista de este último episodio a través del actuar instintivo del
perro moribundo que recoge y cura. Una película llena de rabia y ternura,
de agresividad juvenil que expone una vez más la gran tragedia del hombre
de hoy, perdido y sin brújula hacia un horizonte que no existe.
José
Luis Barrera |
Amores
perros.
Nacionalidad:
México, 2000.
Dirección:
Alejandro González Iñárritu.
Guión:
Guillermo Arriaga.
Fotografía:
Rodrigo Prieto.
Intérpretes:
Emilio Echevarría, Gael García Bernal, Goya Toledo, Alvaro Guerrero...
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