| CINE POSTMODERNO Por Lucía Solaz
Como
veremos, el cine del Nuevo Hollywood viene marcado por lo que se ha denominado
autorreferencialidad, postmodernidad, intertextualidad, reflexión metagenérica,
intergenericidad, hibridación genérica y discurso metacinematográfico. Sin
embargo, como hemos comprobado, si bien la alusión, el pastiche y la hibridación
son características de un número de películas del Nuevo Hollywood, esto no
quiere decir que sean extensivas o exclusivas de la producción del Nuevo
Hollywood. Los híbridos y los cruces genéricos han existido siempre, aunque
los críticos han tendido a ignorar este hecho en favor de una concepción
cerrada, pura y estable del género. La
era de los estudios, comprendida aproximadamente entre 1930 y 1960 y también
conocida por sistema de estudios o studio
system, produjo lo que se suele denominar “películas clásicas”. Las
rutinas y fórmulas del género complementaban las rutinas y fórmulas de la
producción industrial. Permitían a los estudios planear, producir y
comercializar sus películas de modo predecible y sincronizar su producción con
las habilidades de sus empleados (especialmente guionistas, productores,
directores y estrellas) y con la maquinaria, vestuario, accesorios y otros
servicios en los que habían invertido. Esto permitió a cada estudio
especializarse y contribuir con sus conocimientos genéricos a la producción fílmica
general. Los
historiadores cinematográficos sugieren que durante los años treinta, los
estudios se identificaron con tipos de películas específicos, los cuales
producían con escasas variaciones: la Warner y las películas de gángsters, la
Universal y las películas de terror, la Paramount y sus sofisticadas comedias
románticas, etc. Sin embargo, esto es simplificar lo que estaba ocurriendo en
los estudios. Los estudios probablemente pensaban sobre las películas más en términos
de cómo combinar varios elementos genéricos para atraer a la audiencia. El término
“musical” por sí mismo era raramente usado por la industria. Se empleaba más
bien como adjetivo: “comedia musical”, “drama musical”, “película épica
musical”. Una
gran parte de los filmes producidos por los grandes estudios eran de serie B,
con presupuestos bajos, estrellas de segunda o tercera fila y argumentos que
respondían frecuentemente a una fórmula establecida. Estas películas eran
menos promocionadas y se les prestaba menor atención crítica. En los años
cincuenta, cuando el sistema de estudios se iba extinguiendo lentamente, las películas
de serie B, ahora generadas principalmente por productores independientes, se
volvieron más radicales y sensacionales, cargadas de sexo y violencia. Estas
películas se describen ahora como “exploitation films”, ya que explotaban
el deseo de sensaciones de la audiencia. Los
estudios de Hollywood se dedican hoy en día más a la distribución que a la
producción. Los productores reconocen que los elementos genéricos son
importantes a la hora de atraer a la audiencia (especialmente la más joven),
pero no realizan necesariamente películas de género. Se centran sobre todo en
filmes similares a las producciones A de los años treinta, aunque en menor número.
En el año 2000, los nueve estudios principales (Warner Bros., Disney,
Sony, Universal, Paramount, DreamWorks, Fox, New Line Cinema y Miramax)
estrenaron 152 películas a gran escala. Estas son películas muy promocionadas
y examinadas por los medios de comunicación, pero sólo representan el 25% de
las películas producidas en Estados Unidos cada año. Existen otros 400-500
filmes que nunca llegan a los cines para el gran público. Estos incluyen películas
“artísticas” o “alternativas” distribuidas independientemente y
pensadas para salas de arte selectas; películas dirigidas a su estreno directo
en televisión; “exploitation films” que salen directamente en vídeo o se
exhiben en salas especializadas, y películas norteamericanas vendidas
directamente a distribuidores en África, Oriente Medio y otros territorios que
requieren productos baratos. Según
David Bordwell y Kristin Thompson,
el “antiguo Hollywood” regresó al cine basado en los estudios en los años
setenta y ochenta, cuando directores jóvenes y con talento adaptaron las
convenciones clásicas a los gustos contemporáneos. Dado que las películas habían
sido una parte muy importante en la vida de los jóvenes directores, muchos
filmes del llamado Nuevo Hollywood estaban basados en el viejo Hollywood. Así,
por poner un ejemplo, las películas de De Palma retoman muchos elementos de
Hitchcock, mientras el filme de Peter Bogdanovich ¿Qué
me pasa, doctor? (What’s Up, Doc?,
1972) es una actualización de la screwball comedy, con referencias específicas
a la película de Howard Hawks La fiera de
mi niña.
Teóricos
como Jim Collins, John Hill o Patrick Phillips han argumentado que la producción
del Nuevo Hollywood puede distinguirse del antiguo por la hibridación de sus géneros
y películas. También señalan que esta hibridación está regida por la
sinergia multimedia característica del Nuevo Hollywood, por la mezcla y el
reciclaje de productos comunicativos nuevos y viejos, de alta y baja cultura, así
como por la propensión a las alusiones, a las referencias genéricas y a los
pastiches (que se dice caracteriza la producción artística contemporánea). Es
lo que Thompson y Bordwell han denominado “movie consciousness”. A
pesar de las evidentes diferencias entre el sistema de estudios y el posterior
Nuevo Hollywood, Steve Neale considera que, en cuanto a los géneros se refiere,
no se ha producido ninguna ruptura. La producción de secuelas, series y remakes
que algunos críticos han apuntado como característica del Nuevo Hollywood no
es, sin embargo, mayor que la que se dio en los años cuarenta. Del mismo modo,
Neale reconoce que la alusión, el pastiche y la hibridación son características
de un número de filmes del Nuevo Hollywood, pero niega que sean extensivas o
exclusivas del Nuevo Hollywood como a veces queda implícito. También señala
que en los años treinta había igualmente un ambiente multimedia formado por el
vodevil, el teatro popular, la radio, los cómics, las revistas pulp, los periódicos y los musicales de Broadway. Neale afirma además
que tampoco la hibridación está confinada al Nuevo Hollywood y proporciona
numerosas pruebas que indican que en el sistema de estudios los híbridos eran
tan comunes como lo son hoy en día. Los
críticos de los géneros, dice Altman, “han aprendido que para mantener
cerradas las fronteras genéricas deben centrarse en un periodo clásico (...) y
luchar con todas sus fuerzas contra los elementos clandestinos.”
A lo largo de la historia y,
sobre todo a partir de la postmodernidad, las propuestas intergenéricas han
puesto en crisis la noción clásica de género. La intergenericidad es una
estrategia creativa que puede situar la obra por encima de cualquier molde
previsible, haciéndola inaccesible a todo afán clasificatorio y otorgándole
singularidad y valor artístico. Pero también puede ser una estrategia de
mercado destinada a atraer a un mayor número de público del que convocaría un
producto adscrito claramente a un único patrón genérico. La intertextualidad
resulta ciertamente atractiva: disfrutamos de una película porque reconocemos
sus referencias a otras obras. Sin
embargo, vemos que el entrecruzamiento de los géneros no es algo nuevo. Como
indica Altman, “hoy en día, en favor del gusto postmoderno, algunos críticos
han descubierto los placeres de la intertextualidad y de los géneros múltiples,
pero no debemos confundir un cambio en el paradigma crítico con una diferencia
textual. La mezcla de géneros ha sido, durante muchos años, una norma para
Hollywood.”
Veamos
con un poco más de detenimiento lo que nos ofrece la discusión acerca de la
intertextualidad postmoderna. 2.
POSTMODERNIDAD E INTERTEXTUALIDAD Para
Jean-François Lyotard, quien puso en circulación el término con La
condition postmoderne, publicado en 1979, la postmodernidad es una
“condición”, un estado caracterizado por el fin o la inoperancia de las
ideologías modernas. No se puede considerar la postmodernidad como un
acontecimiento exclusivamente cultural, ya que está relacionada con un nuevo
tipo de sociedad (la denominada postindustrial, de consumo, de los media,
de la información, electrónica, de las altas tecnologías, etc.). Para David
Lyon es una mezcla cultural, intensificada por los nuevos medios de comunicación,
lo que da a la postmodernidad sus referentes sociales, donde destacan lo efímero,
el consumismo y el consumo como motivos centrales. Los
teóricos de la postmodernidad oponen el fenómeno objeto de análisis a la
cultura y a la sociedad modernas. Todos los autores coinciden en la crisis de la
modernidad. Hablan de la crisis (o la muerte) de las ideologías político-filosóficas,
del capitalismo o de los credos vanguardistas del arte moderno. Como señala
David Lyon, “la postmodernidad se refiere sobre todo al agotamiento de la
modernidad.” Josep Picó señala que “en los ochenta se asistió a un debate
teórico en torno a la condición post-moderna o, lo que es lo mismo, a la crítica
de la modernidad.”
Se produce una conciencia
generalizada del agotamiento de la razón. En el arte se llega a la
imposibilidad de establecer normas estéticas válidas y se difunde el
eclecticismo. Parecemos encontramos en un momento en que se ha dinamitado la razón,
han muerto las ideologías y el concepto de progreso ha perdido credibilidad. Como
observa Lyotard, lo Universal se quiebra, la razón ilustrada que unificaba
ciencia, ética y estética se desintegra. El postmodernismo cuestiona todos los
principios esenciales de la Ilustración. Se quiebran las jerarquías del
conocimiento, del gusto y la opinión. Se impone una visión “débil” de la
ciencia y la autoridad pierde su lugar privilegiado. Se sustituye el libro
impreso por la pantalla de televisión, se pasa de la palabra a la imagen, del
logocentrismo al iconocentrismo. La visión integradora propia de la Ilustración,
indica Alfonso de Vicente, viene sustituida por lo fragmentario, por la dispersión,
por la sensibilidad hacia la diferencia y la pluralidad, por una exaltación de
la subjetividad, del individualismo. Se rechaza la razón, se niega la
posibilidad de un conocimiento total y objetivo, con lo que la única verdad
posible es la subjetividad. De acuerdo con Lyon, la postmodernidad puede ser
vista como una discusión sobre la realidad, pues “uno de los temas básicos
del debate postmoderno gira en torno a la realidad, o irrealidad, o
multiplicidad de realidades.” Alfredo
Saldaña afirma que la razón moderna se ha mostrado inoperante a la hora de
“proponer normas estéticas válidas que den cuenta del eclecticismo artístico
contemporáneo.” El autor habla de una sensibilidad postmoderna,
heredera de la crisis de la modernidad, caracterizada por la imposibilidad de
ofrecer un discurso sistemático y unificado, “por la disolución del canon poético
clásico (eclecticismo, elaboración de productos híbridos), la quiebra y
descomposición de la unidad y totalidad de la forma orgánica de la obra (fragmentarismo)
y la muerte del sujeto (como autor y como centro de representación de obras artísticas).”
Esta sensibilidad, sin embargo, no presupone la adopción de una pauta estética
dominante, pues la sensibilidad postmoderna viene definida por una desconfianza
hacia los discursos ideológicos y estéticos sistemáticos y por la defensa de
la libertad del artista al margen de prejuicios estéticos. Según Alfonso de
Vicente, “sería contradictorio hablar de un estilo postmoderno en cuanto que
la postmodernidad niega la posibilidad de articular un lenguaje de validez
universal, como el que pretende todo estilo”. Es por esto que el autor afirma
que, más que más que un estilo propiamente dicho, hablamos de un marco, de una
nueva sensibilidad, de una “condición”. Aunque
lo postmoderno aparece como una contestación a lo moderno, esto no implica un
rechazo abierto a todo el legado heredado de la modernidad. Efectivamente, la
postmodernidad no se muestra excesivamente beligerante con su pasado inmediato y
su actitud no es despectiva respecto a la tradición cultural. Por el
contrario, la postmodernidad ha establecido unos mecanismos selectivos que
favorecen una lectura crítica de los modelos canónicos, hegemónicos y
dominantes en la modernidad. El postmodernismo artístico mantiene algunos vínculos
con la tradición estética al tiempo que rompe con el elitismo burgués y la
presuntuosidad del modernismo. Al igual que el modernismo y la vanguardia, el
postmodernismo rechaza el realismo, la mímesis y las formas narrativas
lineales. Pero al contrario de los modernistas, que defendían la autonomía del
arte y despreciaban la cultura de masas, los postmodernistas desdeñan el
elitismo y combinan formas culturales “altas” y “bajas” en una estética
plural y popular. Abrazan, contra la innovación y la originalidad, el
eclecticismo, la tradición y las técnicas de la cita y el pastiche. Con un espíritu
más irónico y juguetón que sus predecesores, insisten en la naturaleza
intertextual y en la construcción social de todo significado. Mientras el
modernismo denigraba lo kitsch y la cultura de masas, el postmodernismo
valora los objetos de la vida cotidiana, así como la cultura pop. El
postmodernismo se apropia de imágenes culturales preexistentes para revelar la
artificialidad, la carencia de originalidad y el carácter convencional de las
imágenes dominantes, para criticar las formas de representación y las ideologías
sociales hegemónicas. Se trata de subvertir las nociones realistas según las
cuales las representaciones son retratos objetivos y transparentes de la
realidad. Los artistas postmodernos tratan de mostrar que todos los significados
están social e históricamente construidos. Al mismo tiempo, al robar imágenes
descaradamente, desmitifican la noción modernista referente al genio artístico,
a la originalidad y a la autonomía del lenguaje, arguyendo que ningún lenguaje
escapa de una red intertextual históricamente construida. El arte
postmodernista es ambivalente y contradictorio. Nos hace conscientes del poder
de la imagen y de los modos en que las representaciones constituyen nuestra
subjetividad y modos de ver el mundo. El trabajo en la imagen del artista
postmoderno es extremadamente sofisticado y teórico, pues recurre al marxismo,
al feminismo, a la semiótica, al psicoanálisis y a la deconstrucción. Alfonso
de Vicente apunta que lo fragmentario, una categoría que gusta especialmente a
los postmodernos, se traduce artísticamente de varias formas: desde la más
vulgar copia de elementos formales
aislados y mezclados con otros de distinto origen a modo de collage,
hasta la falta de conexión estructural entre las distintas partes de la obra;
desde el gusto por lo inacabado, hasta la disociación entre las formas y el
significado que tienen. Lo fragmentario de la obra de arte implica una
descontextualización surgida de esa indiscriminada toma de elementos y la
negación de la unidad estructural entre fondo y forma (lo que pretenden las
teorías totalizadoras para las manifestaciones artísticas de otras épocas).
Al emplear unos elementos formales desprovistos de su simbolismo y soporte histórico,
el arte postmoderno ha sido acusado de formalista. El autor señala que esta
acusación de formalismo es consecuencia de la separación entre ética y estética,
por lo que el nuevo arte aparece vacío de contenido moral. Lo que sus
defensores consideran libertad, sus detractores lo consideran ausencia de
contenido moral que rechaza para el arte cualquier dimensión de trascendencia.
El arte ya no asume connotaciones culturales universales ni valores sociales, lo
que ha originado otra acusación para el arte de la postmodernidad, la de ser
reaccionario. Alfonso
de Vicente
señala que, al hablarse de
neoexpresionismo, neorracionalismo, neodadaísmo, transvanguardia,
postmodernidad, etc., parece no haber nada nuevo, sino una simple recuperación
del pasado. Algunos autores consideran que estamos ante un periodo artístico
ecléctico y hablan de pastiche. No obstante, el problema se refiere a una
actitud más que a la simple mezcla de elementos de origen diverso. Se trata de
crear obras complejas y contradictorias, que no incoherentes y arbitrarias,
basadas en la riqueza y en la complejidad de la vida moderna y de la práctica
artística. Se trata de la reivindicación del individualismo, de lo plural, lo
híbrido, lo ambiguo y lo complejo frente a lo único, lo puro, lo claro y lo
sencillo. Como
vemos, la postmodernidad viene caracterizada por un eclecticismo artístico y
estilístico, esto es, por la hibridación de formas y géneros, por la mezcla
de estilos de diferentes culturas o periodos temporales, por la
descontextualizazión y recontextualización de estilos en arquitectura, artes
visuales y literatura. También supone una erosión de las viejas distinciones
entre alta cultura y la llamada cultura popular o de masas. En un mundo donde la
innovación estilística no parece posible, abundan las imitaciones, de muy
diferente signo, de los estilos pasados. Aparecen la nostalgia y los estilos
retro, que reciclan antiguos géneros y estilos en nuevos contextos (géneros
cinematográficos y televisivos, colores, tipografías, imágenes publicitarias,
ropas y estilo de peinado). Parece haber desaparecido el sentido histórico en
favor de un presente perpetuo y un cambio continuo: la cultura, el tiempo y la
historia han sido reemplazados por la velocidad y una obsolescencia acelerada. Saldaña
observa que las semejanzas y afinidades que ponen en relación los distintos
discursos, los distintos textos, comienzan a ser ahora tan relevantes como las
diferencias que en otro tiempo los caracterizaban: “Esta situación ha
provocado que la noción de género artístico haya entrado en una
profunda crisis de identidad y que la intertextualidad sea una práctica
frecuente en cualquier parcela de la cultura.” Mezcla, reescritura y
eclecticismo son notas que comparten muchos textos postmodernos. La
intertextualidad se asocia comúnmente a la postmodernidad y no cabe duda de que
en la cultura de masas actual encontramos una actitud intertextual dominante.
Sin embargo, este concepto, actualmente tan de moda, se ha observado en la
literatura desde tiempos remotos (basta con recordar ilustres precedentes como El
Quijote o, más recientemente, los textos de Borges). En la industria
cinematográfica no sólo encontramos infinidad de series y remakes, sino
también estructuras narrativas que responden a fórmulas repetitivas. Parece
imposible encontrar nuevas formas de expresión y quizá esto ha contribuido a
que la intertextualidad haya cobrado un nuevo interés entre los teóricos. La
semiótica de los sesenta presentó la idea de intertextualidad como algo
distinto de la crítica de fuentes tradicional. Según Julia Kristeva, la
primera que usa el concepto para referirse a la existencia de discursos previos
como pre-condición para el acto de significar, todo texto se construye como un
mosaico de citas, pues es el resultado de la absorción y transformación de
otros textos. La teoría de la intertextualidad parte de la base de que todo
texto se encuentra en un conjunto sincrónico y diacrónico de textos; sincrónico
porque todo texto puede guardar relación con otros de la misma época, y diacrónico
porque todo texto puede relacionarse con otros textos precedentes. Como señala
Santos Zunzunegui, “todo texto se relaciona, de una u otra forma, con el
conjunto de textos que le han precedido o le rodean.” Tarde o temprano,
cualquier texto, discurso o palabra pronunciada encuentra a su paso, consciente
o inconscientemente, otros textos, discursos o palabras. Aunque
la problemática teórica de la intertextualidad data de los años sesenta, su
práctica (a través de la repetición, la cita, la perversión y la
transformación) ha sido reconocida desde antiguo. En todos los periodos, el
arte y la literatura han realizado, no siempre conscientemente, una reevaluación
del pasado y la tradición. La intertextualidad ha adquirido hoy en día un
interés especial, pues tiene un vasto radio de acción debido al crecimiento y
multiplicación de la cadena textual: los textos se entrecruzan, se modifican,
se enriquecen, dialogan, se vuelven una literatura múltiple e inalcanzable.
Además, sus variantes formales son muchas: referencias, citas, parodias,
reescrituras, pastiches, perversiones, ironías, comentarios, glosas, paráfrasis,...
También ha incidido en el reciente interés que ha cobrado el tema de la
intertextualidad la presencia de unas generaciones educadas en la aceptación de
diferentes estilos. La apertura a otras culturas y el intercambio consiguiente
ha propiciado una enriquecedora transculturización. Resulta evidente que el
postmodernismo está ayudando a generar una nueva cultura global, pues las
nuevas tecnologías hacen posible una comunicación y circulación instantánea
de imágenes e ideas en todo el mundo. Una generación mejor educada también
implica que se tiene un mayor conocimiento de diferentes textos y por lo tanto
se está más abierto a entender, interpretar y apreciar la intertextualidad. El
concepto de intertextualidad nos recuerda que cada texto, existe en relación
con otros, hasta el punto que los textos le deben más a otros textos que a sus
propios creadores. Ningún texto es una isla en sí mismo. Existe en una vasta
sociedad de textos y sus fronteras son permeables.
Exceptuando
la escritura académica, las deudas de un texto hacia otros son rara vez
conocidas. Sin embargo, otros textos se aluden directamente unos
a otros, como ocurre en los remakes cinematográficos, en los efectos cómicos
que producen las referencias textuales a través de la ironía y el pastiche en
series animadas de televisión o en muchos anuncios publicitarios contemporáneos.
Esta forma de intertextualidad
es particularmente autoconsciente, pues atribuye a la audiencia la experiencia
necesaria para dotar de sentido a tales alusiones y le ofrece el placer del
reconocimiento. Esta alusión a otros textos y medios de comunicación nos
recuerda que vivimos inmersos en una realidad mediada. Aquí
nos interesa especialmente la reflexividad o autoconciencia en el uso de la
intertextualidad. A
finales de los sesenta y principios de los
setenta llegaron al cine, como directores y/o guionistas, Woody Allen y
Francis Ford Coppola (1969), Steven Spielberg (1971), Brian De Palma (1974) y
Martin Scorsese y George Lucas (1973). Estos realizadores crecieron viendo la
historia del cine a través de la televisión y, los más jóvenes, estudiándolo
más tarde en la universidad. Se trata, por lo tanto, de la primera generación
norteamericana cinéfila y con autoconciencia histórica, de los representantes
de la “movie consciousness” de la que hablaban Thompson y Bordwell. Para
realizadores como Bogdanovich, Coppola, Scorsese o Allen, las películas son el
lugar donde confluyen conciencia histórica y conciencia estética. No se puede
negar la autoconciencia reflexiva sobre el cine de estos autores: La
última película (The Last Picture
Show, 1971) de Peter Bogdanovich cuenta en blanco y negro la muerte de un
cine; Humphrey Bogart, el espíritu del cine clásico, se aparece a Woody Allen
en Sueños
de seductor (Play It Again, Sam,
Herbert Ross, 1977), cuyo título original es una referencia directa a la famosa
frase de Bogart en Casablanca (Michael
Curtiz, 1942); Ross es también director de Dinero
caído del cielo (Pennies from Heaven,
1981), que sigue el espíritu de la comedia musical de la Warner y la RKO,
mientras La Rosa Púrpura del Cairo (The
Purple Rose of Cairo, Woody Allen, 1985) es un hermoso canto a la recepción
del cine clásico. El cine autorreferencial, lejos del collage
o de la nostalgia, es, de acuerdo con Carlos Colón Perales, Fernando Infante y
Manuel Lombardo, “la creación nutrida por un conocimiento de la historia del
cine y sobre todo por una amplia experiencia de visión cuajada en la era
pos-cinematográfica de la Imagen en Movimiento, en la que el cine y la televisión
tejen una red única para lo audiovisual.” Sin
embargo, cine autorreferencial hay de muchos tipos. El de Bogdanovich, Coppola,
Scorsese o Allen es diferente al practicado por Spielberg o Lucas. También
encontramos los maestros de la serie B, John Milius, John Landis o John
Carpenter, que son diferentes a la generación de Joel y Ethan Coen, Quentin
Tarantino o Tim Burton. Cuando
el texto se convierte en sujeto se produce el comentario metatextual, la auto-referencialidad.
Se pone en primer término el código, el género o el medio y no se respetan
los límites genéricos. Como resultado, llegamos a la violación, la imitación,
la parodia o el pastiche de las convenciones genéricas o textuales,
subvirtiendo o llamando la atención sobre el código. Es así como se subvierte
la ilusión. Se destacan los medios y procesos de producción. Se produce un
exceso estilístico que llama la atención sobre la artificialidad del producto.
Todo esto activa una reflexión crítica por parte del espectador, una
interpretación activa, en lugar de fomentar un consumo pasivo. La reflexividad
subvierte la asunción de que el arte es un medio de comunicación transparente,
“una ventana abierta al mundo”. Critica el realismo y expone la
arbitrariedad de las convenciones dominantes. Como
indican Roberta Pearson y Philip Simpson, esta reflexividad describe el proceso
por el cual un filme o programa de televisión llama la atención sobre sí
mismo y su naturaleza como constructo. En este proceso, sabedores de su estatus
como representación, los textos destacan su autoría y sus medios de producción.
Un
tipo de estrategia reflexiva llama la atención sobre los materiales formales y
el proceso de construcción, revelando tanto los instrumentos de producción (cámara,
micrófono, focos), como los objetos físicos de la comunicación audiovisual,
como sería un rollo de película cinematográfica. Aquí es el medio el que se
convierte en el área crítica de interés. Sin embargo, dentro
de esta reflexión audiovisual encontramos también el recurso a la virtuosidad
estilística. Esta virtuosidad implica un exagerado y autoconsciente empleo del
estilo que lleva al espectador a percibir que está observando una construcción
audiovisual. La audiencia es consciente entonces del papel del director y del
artificio en el que está basada la producción cinematográfica (algo que se
puede extender a todos los medios de comunicación). Las
manifestaciones modernas del fantástico y el musical destacan especialmente por
su referencialidad, por su reflexión metagenérica y asimilación del pasado.
En el fantástico actual permanecen vivos todos los mitos de la historia del
cine y los directores que consiguen mayores logros son precisamente los que se
remiten sistemáticamente a la tradición fantástica. Existen varios cineastas
que intentan emular en sus películas de forma más o menos nostálgica todo
aquello que vieron, escucharon o les contaron de pequeños, dotando de cohesión
al fantástico de hoy día. Joe Dante, Fred Dekker y, sobre todo, John Carpenter
y Tim Burton, tratan de insertar su obra en un continuo, sin dejar de lado la
tradición, reciclando materiales clásicos para erigir fantasías modernas. De
igual modo, también las películas musicales contemporáneas remiten sistemáticamente
a toda la tradición musical anterior: Todos dicen I love You (Everyone
Says I Love You, Woody Allen, 1996), Bailar en la oscuridad (Dancer
in the Dark, Lars
Von Trier, 2000),
Moulin Rouge! (Baz
Luhrmann, 2001) o Chicago (Rob Marshall, 2002). Tanto
el fantástico como el musical se prestan a los decorados que privilegian su
propia artificialidad. Estos decorados llaman la atención sobre sí mismos como
un objeto continuamente opaco en busca del “efecto de ficción”. El diseño
se convierte en específico y legible a través de la invención de lo
patentemente irreal. El decorado como artificio muestra un afectado grado de retórica,
un estilo tan elevado que resulta finalmente indistinguible de la estilización.
No se pretende que los espectadores lo vean como una construcción verosímil.
Se nos invita a que lo leamos como un lugar imaginado, irreal. En
el decorado artificial podemos ver dos vertientes en su relación con la narración.
La primera tiene su origen en los viajes a la luna y al fondo del mar de Georges
Méliès y se extiende a través de las distorsiones del expresionismo alemán a
las casas del horror del Dr. Frankenstein, las naves espaciales, lunas y
planetas de 2001: Una odisea del espacio
(2001: A Space Odyssey, Stanley Kubrick, 1968) y la batcueva de Batman
(Tim Burton, 1989). A este nivel pertenecen filmes de gran influencia en la
historia de la dirección artística: El
gabinete del Dr. Caligari (Das Kabinet
des Doktor Caligari, Robert Wiene, 1919), Metrópolis (Fritz Lang, 1926) o El
ladrón de Bagdad (The Thief of Bagdad, Raoul Walsh, 1924). La
segunda vertiente designa la dirección artística de películas cuyos temas son
el teatro y el propio cine. Muchas de estas narraciones son explícitamente
autoreflexivas en tanto en cuanto incorporan representación y actores: las
adaptaciones cinematográficas de Shakespeare, los musicales de Fred Astaire y
Ginger Rogers o las películas sobre ballet y ópera. Emplazamientos muy
ornamentales para el espectáculo y la exhibición, y frecuentemente cruciales
para el desarrollo de la narración, estos decorados están diseñados para ser
memorables. El
decorado como artificio encuentra un hogar acogedor en el musical, cuya narración
está explícitamente relacionada con la puesta en escena de números musicales.
Los decorados excesivos y altamente estilizados de los números musicales
convencionales ocupan una posición eminente dentro del contexto naturalista de
la diégesis más extensa. Las calles de las ciudades, las casas de huéspedes,
los hoteles de lujo y los camerinos enmarcan los fabulosos y patentemente falsos
decorados diseñados para los discursos no naturales de canciones y baile que
definen los principales valores del género. Un espléndido ejemplo de musical
postmoderno lo encontramos en Moulin Rouge,
una extravagante película cargada de excesos que la mayoría de los
espectadores odian o adoran. Se trata de un brillante pastiche postmoderno que
celebra un género tan descaradamente artificial como el musical. Tanto
el director como el diseñador reflexiona sobre la realidad de su propio arte
como un descarado artificio. Como señalábamos, una película tan
conscientemente excesiva como Moulin Rouge
no es sino un
pastiche de convenciones genéricas que llama la atención sobre el código.
Desde sus primeras imágenes (un telón teatral que se levanta) somos
conscientes de que asistimos a una representación (y, más tarde, a una
representación dentro de la representación, en una operación de rizar el
rizo). Es así como se subvierte la ilusión. Su exceso estilístico llama la
atención sobre la artificialidad del producto con el fin de activar una reflexión
crítica por parte del espectador: en todo momento somos conscientes de un
argumento visto mil veces en melodramas de toda índole, de la patente
artificialidad del decorado y la puesta en escena, de la presencia de esa cámara
que no cesa de moverse. Este empleo de la reflexividad subvierte la asunción de
que el arte es un medio transparente, critica el realismo y expone la
arbitrariedad de las convenciones dominantes. Nada que ver con la clausura del
relato clásico. BIBLIOGRAFÍA: AFFRON,
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