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LA AUSENCIA DEL SER QUERIDO
(A propósito de Frenético)
Por
Israel L. Pérez
Sin
que sirva de precedente, comencemos por el final. Porque lo que es causa en la
ficción resulta su consecuencia en la realidad para este frenético llamado
Roman Polanski.
Segunda
parte: vértigo a la sustitución
Justo
en el momento en que la película deja de interesar por haber descubierto que
realmente se trata de un secuestro, emerge del todo, focalizando nuestra atención,
la relación mantenida por el Doctor Richard Walker (Harrison Ford) y Michelle (Emmanuelle
Seigner). Una tensión sexual en aumento tanto para nosotros como para él, que
ha visto cómo la relación ha evolucionado en apenas unas horas: de ser una
desconocida, hace que sea una prostituta a los ojos de otros, posteriormente se
hacen pasar por amantes en el local de los árabes, y finalmente una
imposibilidad, llegar a ser su mujer. El vestido rojo es el símbolo del
intercambio definitivo, ella lo desea (y nosotros casi también), pero él,
aunque llegue a titubear, no puede hacerlo, ama a su mujer. Así es como la
posible amante o alternativa a su esposa, muere en el intento, convirtiéndose
en una hipotética hija al ser llevada en brazos con paternal ternura por el
doctor en sus últimos instantes de vida.
Como
Hitchcock en Vertigo, se representa la sustitución por necesidad de
ambas partes, pero resultan necesidades que no coinciden en ningún momento.
Richard no teme a las alturas, pero no lo pasa nada bien, cuando debe moverse
por los tejados para entrar en el apartamento; mientras que Michelle, se desliza
como una gata. Un animal, mas bien nocturno, que aparece en casa de Dede, y en
el teléfono Garfield de Michelle. Dobles sentidos y binomios que no pueden
coexistir juntos, uno ha de prevalecer. La “dama blanca”, es Sondra Walker (Betty
Buckley), para Richard, pero no, le estaban hablando de cocaína. O la canción
de Grace Jones que se repite con diferentes sentidos, como antigua o como
moderna según cómo se consideren tres años, y la oyen tanto la hija, como
Michelle. Paralelismos malintencionados (o no, según quien lo mire) como cuando
la revista Vogue Homme, le encargó fotografías de jovencitas del mundo
a Roman Polanski, y conseguía los permisos paternos obviando la segunda palabra
del nombre de la publicación, dando a entender que era la de moda.
Un
cambio imposible para un doctor respetable, con una familia y una imagen que dar
(sobre todo cara al espectador) la idílica ficción donde el adulto no sucumbe
a los encantos de la jovencita, no como le sucedió a Polanski, respetable
director, en la vida real. En marzo de 1977 fue acusado de drogar y violar a una
niña de trece años. Después de cuarenta y dos días en observación en la
prisión estatal de Chino (California), a la salida y antes de conocer la
sentencia, se enteró de que
iba a reingresar. Le pidió dinero a Dino de
Laurentiis, para huir del país en avión, desde entonces no ha vuelto a Estados
Unidos. Su destino, para evitar la extradición por su nacionalidad política,
París.
Primera
parte: el hombre que sentíase aislado
“Una
de las cosas más inquietantes que existen para mí es la ausencia de un ser
querido”. Es lo menos que
puede decir alguien que perdió a su mujer embarazada, al recibir dieciséis puñaladas
asestadas por fanáticos sectarios guiados por Charles Mason, en una simple
confusión. En la película se trata de la desaparición de su esposa, algo
menos grave que la realidad. Pero no tan distante, pues la llegada a un nuevo país
(Polanski aterrizó algún día en los USA) en medio de toda normalidad acaba
del lado de lo surreal, en un ambiente de pesadilla. Lo enrarecido de un entorno
por culpa del no saber, deleita más. El agrado de un mal sueño cuya frialdad
gestada por un mar de dudas, evoca otras pesadillas como ¡Jo! Qué noche
o Eyes wide shut. El protagonista sufre, porque cada dato que recibe en
lugar de esclarecer, oscurece todo un poco más, plagando de sensaciones su
persona: ira, celos, desesperación o desasosiego.
Un
hombre que no sabe demasiado, realmente no sabe nada, y como él nos encontramos
nosotros, que al ducharnos junto a él –en la subjetividad producida por el
director–, no conseguimos escuchar la conversación que mantiene su esposa por
teléfono antes de desaparecer. Como Cary Grant en el filme de Sir Alfred, se
encuentra en un país extranjero –en este caso completamente solo–, con lo
que ello implica, el desconocimiento absoluto del idioma y su consiguiente
imposibilidad de comunicación, y la ayuda de las burocratizadas autoridades (im)pertinentes.
Un MacGuffin como la maleta, da paso a otro, una figura de la estatua de
la libertad –cuya primera vacuidad de verdadero macguffin se carga de
significado con lo que implica para la trama el detonador nuclear que hay en su
interior–, ironías del director cuando estamos hablando del secuestro de una
americana en París. Y su liberación final no podía ser sino al amparo de un
monumento característico: la reproducción parisina de la estatua y la torre
Eiffel a lo lejos.
Y
un final con la pretensión de querer olvidar, de “un todo ha pasado y
volvemos a casa”, pero con algo a las espaldas que va a dejar marcados a
ambos. Un paseo inolvidable por París, para revivir la luna de miel en esa
misma ciudad años atrás. La carretera por delante al inicio queda a sus
espaldas al final. Lo que empezó
con un tierno recostar de la mujer sobre su marido y concluye con un abrazo
distinto, muy diferente, puesto que sus caras se encuentran desencajas y
perdidas en otro lugar. Que no se diga que no se les avisó, un pinchazo no les
auguraba una buena estancia, mucho menos la presencia del camión de la basura,
reteniéndoles por unos instantes en la ida y en la vuelta, recordándoles y
recordándonos que las miserias han de limpiarse en casa.
Una
venganza haciendo sufrir a un americano, o unas disculpas con la forma correcta
de actuar, y el deseo de que hubiera sucedido de otro modo. Harrison Ford es
Richard Walker, que es en muchos sentidos como Roman Polanski, pero nos cuenta
las cosas como si fuera Alfred Hitchcock. Frenesís, neuróticos,
desdoblamientos y sustituciones. Nada ni nadie es lo que parece ser o aparentar,
y eso se debe a la magia del cine.
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