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RECREAR
(A propósito de Canciones
para después de una guerra)
Por
Israel L. Pérez
Echando la
vista atrás
Vivimos
en un presente tan particular como el famoso patio de la canción, que
cuando llovía se mojaba como los demás. La diferencia estriba en que
los patios del ayer se mojaban mucho más, hoy son casi todos cubiertos. Nuestra
vida pasa rauda y veloz por una sociedad atípica, cuya política oscila entre
el zapatero a tus zapatos, y un presidente que prohíbe botellón, mientras él
es adicto a la botella. Las vertientes de esta democracia son el centro derecha,
la izquierda centrada y el delantero centro. Nadie cree en nada (tampoco hay
mucho en lo que creer), los grandes dilemas morales se han reducido a ser del
Barça o del Madrid, y a ver Operación
triunfo o Gran Hermano. El
liberalismo es ver ambos programas, y decirlo. He aquí el siglo XXI. Hemos de
aprender de nuevo el abecedario y salir del analfabetismo social, parece que
estamos en ello, eso sí, poco a poco: autismo solidario (salvo en Navidades),
americanización, ateismo generalizado, apolítico, asimilaciones, abducciones,
ausencia de memoria… y aunque no hayamos caído todavía en la actuación, por
lo menos tenemos el análisis.
Desde
este hoy nos enfrentamos Canciones para después de una guerra, un documento reivindicativo,
casi revolucionario, involucrado en un cambio necesario para seguir adelante;
que ha devenido en la actualidad en un didáctico archivo de marcado carácter
histórico. Algo que lo es, pero no ha de ser tomado ingenuamente como la
realidad misma, en una especie de así fue, así sucedió. El discurso del
pasado se construye desde el presente, y mañana puede significar y representar
otra cosa.
“Yo
cuando fui a Madrid no conocía lo que había sido la posguerra española, de ahí
nacieron cuestiones que me estimularon para hacer Canciones para después de una
guerra, que era investigar en aquello que yo no había conocido”. Dijo el
considerado padre del Nuevo Cine Español. Canciones
para después de una guerra supuso el descubrimiento de Basilio Martín
Patino por parte del gran público, con este resumen de la posguerra a través
del imaginario de la época que la censura retuvo durante cinco años.
Piezas
La
película entrelaza documentos visuales, materiales gráficos y canciones. “Cuando
la hice y tuve que ir descubriendo canciones que no había conocido nunca, me
afectaba y fue un proceso muy gozoso, pero al mismo tiempo en el que yo aprendí
cosas dolorosas de este país, que luego funcionó. Creo que la hice siempre con
cierto cariño, incluso diría con cierta ternura, de alguna forma para la
gente”. Y ese papel de llegar a la gente corre a cargo de la cultura, de
las artes, que se fueron popularizando porque llegaban a todos cada día más
(algunas gracias a los expansivos medios de comunicación).
De
las canciones, lo dice todo la voz en off
que nos cuenta lo que significaban. “Son
canciones que recuerdan el silencio de la guerra… para sobrevivir… para
sobreponerse a la oscuridad, al
vacío, al miedo. Para tiempos de soledad…
para ayudarnos en la necesidad de soñar, en el esfuerzo de vivir”.
Canciones irreverentes e irónicas, capaces de emparejar La
gallina papanatas con bombarderos en plena acción.
Esa
banda sonora de la calle, abraza y al mismo tiempo choca por igual con el
conjunto de imágenes, provengan de donde sea: de la fotografía, del teatro, de
la televisión, del cine o del cómic. Por otro lado, existe otro conflicto:
estamos en una película documental que yuxtapone imágenes (supuestamente)
documentales, es decir, reales, con imágenes ficcionales, pero no en su sentido
estricto de los términos; más bien me refiero a las artes, frente a “lo
real”. Se puede apreciar un discurso en torno al cine y a su sistema de
estrellas, que funciona como evasión de la realidad, como un borrado momentáneo
de la memoria y generador de una alternativa más amable y llevadera. Son
disoluciones que ayudan a pasar el mal trago, aunque a su vez están reflejando
lo que sucede. Como el cómic del tragaldabas de Carpanta, que surgen de una época
en la que el hambre era el pan nuestro de cada día. Las artes como liberación
de cargas y responsabilidades, capaces de banalizar o incluso de agravar lo que
representan.
Una
percepción de hoy, es la sensación que da este filme de saltos indiscriminados
del typical Spanish al
Spain is different; si es que le queremos dar sentido a estos dos
anglicismos: ambos innatos, uno como defecto, y otro más cerca de la virtud.
Nos movemos entre lo tópico y lo típico, definiendo términos cuya frontera se
encuentra en cada persona, y no parece que exista lo uno sin lo otro. El fútbol,
los toros, el tapeo, las tonadilleras, los pantanos y sus presas o los bailes
regionales; que cada cual asigne el que crea conveniente. Se producen infinitas
colisiones cinematográficas. Por contraste se enfrentan mujeres campesinas
contra luchadoras de pressing catch.
Por importancia del medio: un teletipo atraviesa la pantalla en rojo anunciando
la conmoción generada por El ladrón de
bicicletas de Vittorio de Sica. Un cine que imita a la vida, y la vida que
imita al cine con su influencia en las últimas tendencias de la moda. La invasión
pujante de los medios de comunicación, y como alcanzamos a saber lo que sucede
en el mundo, se representa en forma de muñecas rusas; un subtexto engloba a
otro, que a su vez… ha estallado la bomba atómica, y lo vemos en la fotografía
de un periódico, que aparece dentro de una supuesta obra de teatro, insertada
en la película. Y con los medios, la publicidad; ese poderoso controlador y
suspendedor de relatos, que alcanza a la propia Canciones para después de una guerra, ofreciéndole un descanso con
anuncios varios y la publicidad de Locura
de amor de Juan de Orduña.
Nueva realidad
individual
Ancladas
históricamente, existen dos concepciones del arte cinematográfico muy
diferentes pero que caen en el mismo
error: el cine como una ventana abierta al mundo, o como un espejo de la
realidad. Ambas no tuvieron en cuenta que, tanto la ventana como el espejo
siempre hay alguien que los coloca, y que la una puede obstruir la visión de
ciertas cosas y el otro puede haberse deformado; tampoco le dieron importancia a
las diferentes posiciones espectatoriales. “…
los momentos más plenos han estado siempre unidos a la creación, generalmente
a los montajes, cuando vas moldeando la película, cuando la vas haciendo
surgir, ves que aquello crece y que funciona, si encima luego gusta a la gente
es mayor satisfacción”.
Pero
¿qué es la verdad en cuanto que realidad, sino un conjunto de percepciones
individuales? Una unión de millones de fragmentos que conforman un montaje
imposible, una cantidad ingente de material que desborda al manipulador. Un
infinito metraje imposible de aprehender al completo por nadie; un todo de
segmentos que el individuo cree suyo y le otorga su validez, en ocasiones (para
él) única y absoluta. Si en estos parámetros se mueve la verdad, cómo si no
va a poderse vertebrar un cine documental basado en esa realidad. Si la concepción
personal de las cosas es tal (por lo menos la de un servidor, tan válida como
la de cualquier otro), podemos pensar en el montaje del documental también como
en un constante ciclo de reciclaje, filtrado definitivamente por el manipulador.
Algo de aquí y de allí, con este elemento de cosecha propia para que cobre un
sentido global. He ahí el misterio; el tratamiento del montaje como máximo
protagonista de la cinta, haciendo que el mismo muestre cómo se articula para
que su distorsión de la realidad y manipulación de la verdad, al menos sea
honesta. Confirmado tras una afirmación como: “yo
falseo consciente y cínicamente”.
Material de
reflexión
Un
montaje que se descubre a sí mismo para ocultarse, y mostrar la realidad que
había bajo las imágenes y sus diálogos de optimismo. Un remontaje de
documentos (de ahí, y no de la realidad, lo de documental), que no es sino un
recrear, en todo el significado de la palabra: crear a partir de algo ya
fabricado, a la vez que se hace de ello un recreo, un acto lúdico de
entretenimiento.
Al
final todo es mentira y verdad al mismo tiempo, es un juego de niños, como se
nos muestra en los créditos del final, realizados por un prestidigitador
mediante la magia del cine. Una ilusión de cambio, devenida en ironía. La de
un genio que saca de la chistera un último chiste, la broma final de cómo
“se va el caimán” mientras se suceden las inocentes imágenes infantiles
del genérico, con el próximo referente de la muerte del Caudillo.
Demostradas
quedan muchas cosas en la narración del director de esta revista, en el
editorial del número
26, refiriéndose a Patino:
Como
prueba de esa búsqueda personal de lo creado gracias al montaje, sirva
relatar el siguiente “cuento” enunciado por el director y referido a sus
celebres Canciones para después de una
guerra, esa personal crónica de la España de posguerra: “después
de una de las proyecciones se me acercó una persona de mediana edad. Me dijo
que no había podido evitar las lagrimas en un determinado momento. La razón
era que en una determinada escena se había descubierto de niño. No quise
desdecirle pero era imposible que en ese fotograma estuviera él, ya que
pertenecía a unos noticiarios sobre una ciudad del Este de Europa tomadas al
terminar la segunda guerra mundial y que había introducido en la película
como si fueran propias de la realidad española. No me importaba en esa película,
ni en las otras que he realizado, la realidad de los hechos. Sí, por el
contrario, me interesa la coherencia de un discurso”.
Un
día hizo pensar sobre determinadas circunstancias de la época, hoy ha
posibilitado la existencia de este artículo. No sólo son canciones, son imágenes,
visiones, planteamientos y percepciones. Esta película de Basilio Martín
Patino no sólo son Canciones para después
de una guerra, son un documental para recuperar la memoria y una ficción
para ejercitar la reflexión.
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