Los posibles finales de un genio
Entre los vaivenes de la actualidad más local y quizás menos cultural, lamento que me haya pasado casi por alto la trágica partida de Mario Monicelli.
Para muchos de los jóvenes que hemos rastreado el neorrealismo italiano, Monicelli, MM, era uno de los últimos epígrafes supervivientes de ése maravilloso lapso cultural de la posguerra italiana del siglo pasado. Más o menos, el último superviviente y testigo de que aquello ocurrió de verdad, que hubo una escala real de la fábula de actores y directores que cambiaban sus nombres por apelativos populares en una historia de guerra, hambre, comedias de barrio y películas hechas con colas de negativo caducado.
La última vez que lo oí fue en el funeral de Suso Cecchi d’Amico, la que fuera, al igual que de Visconti, De Sica y Castellani, guionista frecuente del cineasta. Fue la última vez que emergió, de la voz de sus últimos supervivientes, ese espíritu del cine neorrealista: “Viví 50 años con ella. Compartíamos ideas y nacían historias. Éramos como una familia”.
Así eran los encuentros de directores y guionistas, de los hombres y mujeres que, como Suso Cecchi y Mario Monicelli, hicieron posible el neorrealismo. “Su partida me deja muy solo, pero hay que doblegarse a la voluntad del tiempo”. Monicelli no lo ha hecho. A finales de noviembre de
Pienso en Ugo Tognazzi haciendo trastadas en una residencia de ancianos, en la última entrega de la desternillante saga Amici miei. Pienso en esas bromas, en esas comedias que en ocasiones helaban la risa en la boca, y en cómo Monicelli supo hacer de la comedia el reflejo, siempre esperpéntico, del crepúsculo del genio.
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Mi película favorita de sus películas es una pieza que no suele gustar, Risate di Gioia (1960). “Carcajadas de alegría”, traducción que prefiero al terrible título Llegan los bribones que impuso la política cultural española. Era 1960, Fellini había dejado Italia en palabra de honor mojado y smoking con La dolce vita, y Monicelli se lamentaba de ello retratando el ocaso de dos de los cómicos italianos más ovacionados por las viejas generaciones: el irrepetible tándem Totò-Nannarella, o, lo que es lo mismo, los actores Antonio de Curtis y Anna Magnani.
En ocasión de una retrospectiva de Monicelli en San Sebastián, hace un par de años, discutí de esta película con David Trueba. Decía que era una comedia cruel, que Anna Magnani era demasiado densa para un divertimento ligero. Yo dije que la pieza de Monicelli era demasiado densa para cualquier actriz que no fuera
Risate di Gioia es la historia de dos actores teatrales que no encuentran su lugar en el cine italiano de los 60. Malviven en pensiones cuyo realquiler consume sus sueldos de figurantes de peplum en Cinecittà y que quedan solos y sin plan la noche de fin de año, abandonados a la merced de una Roma ebria de champagne, recién estrenada la década del consumismo. En directo diálogo con Marcello Mastroianni y Anita Ekberg, Umberto y Tortorella (o Totò y Nannarella, la máscara del cómico puede absorber todos sus posibles avatares), atizan, con su cinismo, nuestras dudas sobre qué es una comedia, qué es un cómico y qué es un actor cinematográfico, qué es la tragicomedia y qué la fotogenia.
La errancia de las dos figuras, vestidas muy por encima de sus posibilidades (es la única vez que Anna Magnani se tiñó de rubio platino, imaginen el impacto), deambulan por Roma. Gioia-Tortorella se lamenta de llevar pagando treinta años de capuchinos a Umberto-Infortunio, que la lanzó artísticamente. “La deuda de honor”, dice Totò, recurriendo a un argot teatral ya caduco.
Después de una actuación espontánea en una cotillón, donde la cacofonía de la multitud indiferente ahoga sus cantinelas sobre el escenario improvisado, terminan, como tiene que ser, en
Existe un vertiginosa asimetría entre el final de Fellini, colmado de oscars, convertido en eterno maestro de ceremonias de una ficción incesante e inmortal, y el de Monicelli.
Hoy nadie recuerda el neorrealismo, como nadie lo recordaba en los 70, época que se llevó a casi todos sus artífices. Roberto Rossellini murió arruinado y lleno de deudas. Visconti murió dependiente y paralítico, terminando a duras penas, desde su silla de ruedas y en su casa romana, El inocente. Pasolini les siguió a manos de un adolescente fanático. Se habló de crimen pasional y de ajuste de cuentas. De Sica se fue del mismo modo, enfermo y lejos de Italia, lamentándose de que no había relevo generacional porque en Italia los nuevos cineastas no sentían el cine como lo sintieron ellos.
Como los sintieron también los cómicos. Quizás no tanto Totò, que nunca se fió demasiado del medio (así eran los verdaderos hombres de teatro, los verdaderos cómicos) pero sí Anna Magnani, cuya repentina muerte en 1973 revolucionó el corazón popular de la ciudad eterna, dejando en los obituarios la sensación de que el público despedía a Mamma Roma, despedía al personaje en lugar de a la actriz, llegando así el neorrealismo a su máximo esplendor: el de convertir la ficción en tremenda ilusión de realidad.
Como la tremenda partida de su autor, Risate di Gioia es agria y angustiosa y no divierte demasiado. David Trueba hablaba de las ojeras de
Algo en Monicelli, desde la decadencia del dúo de Risate di Gioia a la de los bribones de Amici Miei, nunca fue del todo divertido. Tampoco lo ha sido su final, que no deja de apelar, para el hielo de nuestra sonrisa, a la moraleja de sus películas. Las carcajadas son alegres y siniestras, y el cinismo puede ser una alternativa a la autocompasión, a la indiferencia ante la desaparición. Una última revancha contra la muerte, y también un posible final para el genio.
Escribe Marga Carnicé