Don de la ebriedad
Un experimento antropológico inducido por la tesis de un psicólogo noruego (la conveniencia de que el organismo humano albergue un 0.5 de alcohol de manera cotidiana y permanente) le sirve al director de La caza (2013) para trazar un retrato de la clase media danesa y, por extensión, europea. Huelga decir que tal propuesta y su ejecución experimental son un simple pretexto para dibujar el perfil de una sociedad que ya en el drama shakespeariano desprendía cierto tufo de podredumbre.
Vinterberg sigue fiel a sus postulados teóricos (Dogma), pero, al igual que ocurre con sus personajes, corre el riesgo del anquilosamiento, de la esclerosis estilística, pues al fin y al cabo la vanguardia se vuelve con el tiempo tradición.
Esa cámara en mano omnipresente y ubicua, al modo de un personaje invisible que todo lo ve y que de todo participa, testigo incómodo que se adentra en los recovecos anímicos más angostos mediante su conversión en un microscopio indagador adherido a los ademanes y gestos y rostros de sus criaturas, cuya parquedad y sobriedad es inversamente proporcional al volcán afectivo latente en su interior; ese movimiento nervioso que arropa y envuelve los pasos fallidos y los trastabilleos —no sólo físicos— sigue siendo la marca de la mirada del director danés y hace gala de ella.
Esa mirada farfullante se aviene bien con el análisis de la nimiedad, de lo insignificante, de esos pequeños detalles y rituales que componen eso llamado vida. La tesis es explícita: la vida es lo que es —valga la perogrullada— y hay que aceptarla, con sus cimas de la delicia y sus caídas en el infierno. En cualquier caso, no se puede renunciar a vivir, aunque sea a costa de la muerte, del suicidio, como máxima expresión de amor a la vida.
Las citas de Kierkegaard apuntalan la tesis: la aceptación de la frustración, del fracaso vital, ya son un modo de triunfo. Huelga decir también que Vinterberg huye de la trascendencia y se agarra como una lapa a la piel cotidiana de sus personajes, cuyos triunfos y fracasos serán los nuestros.
La estructura de la película imita un informe científico derivado del experimento etílico: tres partes de licor marcadas por la continua elevación del grado de ingesta (del 0.5 inicial a la renuncia de cualquier tasa, a saber, hasta que el cuerpo aguante) más una coda pseudomoralista en la que se arremete contra los estragos de tal ingesta desmesurada que, obviamente, desemboca en el alcoholismo (estos protestantes del Norte de Europa…).
Tres vectores trazan el entramado por el que se desenvuelve la historia, cuya combinación y entrecruzamiento constituyen la base de un guion que, en ocasiones, parece contagiarse del deambular etílico de los personajes.
Por un lado, el protagonismo coral corresponde a un grupo de cuatro amigos, varones y heterosexuales, blancos, arquetipos del hombre danés-europeo que se encuentra en la madurez. De hecho, la celebración del cuadragésimo cumpleaños de uno de ellos será el catalizador de la narración y del experimento. Aquí el guion apuesta por escarbar en las frustraciones y los anhelos de esos hombres de mediana edad y en el lugar común de la crisis asociada a la misma. Dos de los personajes están felizmente casados y con hijos; uno está divorciado o separado o abandonado y un cuarto es un solterón al que le han roto varias veces el corazón. El vínculo de unión entre ellos no sólo es la amistad, sino que los cuatro trabajan como profesores en un instituto.
Este vínculo profesional da pie a un segundo vector: el experimento tendrá como escenario-campo de pruebas el lugar de trabajo, y ese lugar propicia el segmento del subgénero de película de instituto, de cómo está la educación en Dinamarca (mal: igual que aquí, con lo cual queda claro que es un problema europeo), de las relaciones entre profesores y alumnos y padres, de cómo funcionan los claustros, etc.
Por último, la vida privada del cuarteto protagonista, destacando entre los cuatro a Martin (Mads Mikkelsen, actor fetiche del director), un apático profesor de Historia que no logra conectar con sus alumnos y que se escabulle de la relación conyugal gracias al horario inverso de su mujer (trabaja de noche, duerme de día: apenas coinciden) y al pasotismo adolescente de sus dos hijos.
Estos tres pilares, la conjura de los amigos, el día a día del instituto y la intrahistoria familiar de cada uno de ellos (Martin especialmente, al modo bergmaniano de las escenas matrimoniales), se van conjugando de modo que secuencias más dramáticas se combinan con algunos momentos cómicos, sobre todo aquellos originados por las consecuencias profesionales derivadas de ir bebido a trabajar.
Debajo de este mapa realista y cotidiano, un flujo simbólico se desenvuelve, un discurso casi ontológico. Ya Homero recurría al ponto vinoso, a la metáfora del mar color de vino en sus dos grandes epopeyas fundacionales de la literatura occidental, metáfora que se incardinará en la literatura goliárdica-tabernaria de los clérigos vagantes medievales y que Nietzsche tomará como elemento constitutivo en El nacimiento de la tragedia. Es decir, en el principio no solo fue la palabra, sino también el vino.
El prólogo de la película está constituido por una secuencia en la que se nos muestra un ritual de iniciación juvenil: una carrera alrededor de un lago asociada a la ingesta desmesurada de cerveza. Una liturgia-tradición estudiantil danesa que se repite promoción tras promoción y que también servirá como colofón del filme, cuando esos estudiantes hayan conseguido graduarse y rieguen con abundante alcohol dicha celebración.
Vinterberg no pretende realizar una apología del alcohol, pero sí un canto a la vida y, en concreto, a la juventud. Hay un paralelismo entre el profesor Martin y un alumno, Sebastian, acogotado por la responsabilidad de aprobar los exámenes: los nervios lo traicionan y suspende. Ambos personajes tienen algo en común: su condición de abstemios. Esa renuncia explícita al consumo de alcohol los hace infelices e, incluso los incapacita: a Martin lo convierte en un amargado profesor y marido; al alumno Sebastian, en un repetidor fracasado.
Buceando en la personalidad de Martin, el director nos ofrece el origen de su malestar: la renuncia a los sueños de la juventud, a su carrera de investigador y a su vocación de bailarín, renuncias motivadas por los peajes del matrimonio, de la familia, del trabajo, de la responsabilidad.
Martin ha interiorizado tan profundamente sus nuevas responsabilidades que lo están carcomiendo, matando. Es una muerte en parte inevitable, el tiempo no se puede detener, pero en parte también está provocada por una renuncia cobarde, por un exceso de virtuosismo social contraproducente, castrador. Martin renunció a su condición de danzante. Martin renunció a su condición bacante, báquica: renunció a la ebriedad de la vida, reprimió dentro de sí su anhelo de euforia, de vivir. Aquí Vinterberg apuesta por un pacto, por una transacción vital: ni el cero ni el infinito. Ni una renuncia absoluta a la juventud ni su exaltación desmesurada. Hay que buscar el término medio para poder no ya sobrevivir, sino vivir.
Cuando los amigos inician su experimento, los efectos iniciales son positivos: un chute de vitalismo se apodera de cada uno de ellos, su calidad de vida mejora. Vinterberg tampoco renunciará a mostrarnos el segmento de una sociedad dominada por ese vértigo extático asociado al consumo inmoderado del alcohol.
La secuencia en el pub muestra a una sociedad danesa-europea perdida, extraviada, enferma moralmente. Una sociedad que carece de cualquier tipo de necesidad material, pues todas están cubiertas sobradamente. Las carencias son otra índole, tal vez más corrosivas y dolorosas. Baudelaire ya las identificó cuando habló de los paraísos artificiales, cuando instó a la necesidad de sobrevolar la mediocridad burguesa: «Hay que emborracharse... para no sentir el fardo del Tiempo... de vino, de poesía o de virtud».
Paradójicamente, como profesores lograron llevar a cabo su tarea formativa gracias al impulso espiritoso: Martin inoculará la chispa de vida a sus clases para motivar la apatía de sus alumnos (y superar la suya propia). El remedio se encontrará a través de lo humano, de los ejemplos personales: Roosevelt y Churchill, amantes del alcohol, frente al abstemio Hitler; el general Grant o Hemingway como paradigmas de alcohólicos y triunfadores.
Arremetiendo contra la hipocresía social que estigmatiza a nivel político la ebriedad, se nos mostrarán secuencias históricas y documentales en donde podremos ver en acción a Boris Yeltsin (borracho como una cuba), a Leonidas Breznev con palabras de efluvios etílicos; a Angela Merkel trasegándose una imponente jarra de cerveza, a Boris Jonhson alegre, tan alegre como Sarkozy durante una farfullante rueda de prensa...
El discurso naturalista, zolesco, se asoma, pero está superado: el alcoholismo no responde sólo a taras hereditarias, al determinismo científico (La taberna); hay algo más. Y a ese algo más es a lo que pretende conducirnos el director. Todo el dolor contenido y almacenado en el alma, el corazón de Martin, en su pétreo rostro, finalmente estallará. Implosiona al final, al final del curso, de ese ciclo vital (eterno retorno) que nos constituye. El detonante serán las palabras aleccionadoras de su amigo y mentor instándole a mantener el amor herido y quebrado de su mujer, de su familia y de sus alumnos. Para ello le ofrecerá un revulsivo inefable: la muerte.
Y Martin, al fin, explotará. Se contagiará de la alegría de la celebración ritual de sus alumnos (Gaudeamus igitur). La catarsis, la purificación se adueñarán de su espíritu. Compartirá las cenizas de su juventud con la llama juvenil que las avivará. Y danzará, una danza paroxística que le liberará de todas sus cadenas mentales, de todos sus miedos y sus frustraciones y le hará volar, elevarse sobre el mundo y sobre sí mismo, tal vez su peor enemigo. Y Martin ahora sí que beberá de «un vino fuerte, como / sólo los audaces beben el placer» (Kavafis). Porque «un instante vacío / de acción puede poblarse solamente / de nostalgia o de vino» (José Hierro).
De este modo pondrá el broche final Vinterberg: un don de la ebriedad que le dedica a su hija, una joven Ida muerta en la plenitud de la vida.
Escribe Juan Ramón Gabriel