Cita al atardecer
Aparte de
Leo en el libro de los 25 años de Cinema Jove el artículo en el que
Creo que desde el hoy, desde su puesto de director del certamen, esa opinión le hará sonreír, ante la ingenuidad que expresa. Aquella frase indicaba un, lógico, desconocimiento del funcionamiento de un festival durante el tiempo en que éste tiene lugar.
El director del certamen es la persona que menos tiempo tiene para nada en esos días, ante las numerosas tareas que se le amontonan. Una de ellas no es —aunque le gustaría— estar todo el tiempo del mundo junto a las personas homenajeadas. Sí estará con ellas, pero el tiempo justo. Los recibirá, estará junto a ellos en alguna comida, que se verá obligado a interrumpir más de una vez ante tal o cual problema o diligencia, y, por supuesto, le acompañará en el correspondiente homenaje que alguna vez se le ofrecerá personalmente. Será alguien del comité organizador quien acompañe a tal o cuál personalidad durante los días de su estancia. Ese honor nos correspondió en esta ocasión a nosotros dos.
Acompañamos, pues, a Boetticher y a su esposa, les servimos de introductores por la ciudad, nos pegamos a ellos en todos los actos. Supimos de sus gustos, apetencias, desavenencias, disgustos. A veces, como en el encuentro inicial, estuvimos acompañados por la persona que había sido nuestro contacto americano, Thomas de
No era este el caso. Los varios años pasados en México no le habían servido para hablar, ni entender el español, probablemente porque como buen americano debe estar convencido de que el resto del mundo debe conocer el idioma universal que él hablaba, su inglés americanizado. En cierta forma así se lo expresa a
Entre otras cosas allí se relata la primera conversación que él, su joven admirador de entonces, tuvo al encontrarse con Boetticher y su mujer en las escaleras de
El relato de la conversación, tal como se expresa en el libro, es excelente en cuanto parece adaptarse a un guión cinematográfico. Nos cuenta
Orgulloso de sí mismo, de ser americano, de ser el foco de todas las atenciones, Boetticher se mostró, desde su nuestro primer encuentro, agradable, dicharachero, gran contador de historias, algunas de las cuales repetía hasta la saciedad, como comprendimos al ver que relataba algunas de las cosas que ya aparecían en la entrevista publicada en el libro que habíamos escrito.
Una entrevista que nos habíamos costado lo suyo al haberse tenido que realizar no personalmente sino a través de diversas preguntas que se le habían pasado a Thomas de
La solución fue remontar la entrevista. Tomamos sus palabras y a partir de ellas, en varios casos, introducimos una serie de preguntas. Que no eran las originales pero se ajustaban a lo pretendido y dicho. Los monólogos se convirtieron así en diálogos más digeribles pero igual de intensos. Nada de lo dicho se suprimió. Sus palabras, en conjunto, nos ofrecieron un entrañable, agradable e interesante paseo por el cine que tanto nos había hecho soñar en nuestra juventud.
Ocho buenas personas
El encuentro con Budd y Mary se efectúo en el parador de El Saler, situado a pocos kilómetros de la ciudad. Allí estaban hospedados, descansando a la espera de que se abriera la puerta grande por donde ambos entrarían en Valencia. Se decidió que fuera en una cena en la que además de los citados estuvieron nuestras mujeres y Chema Prado, el director de
Thomas, al que conocíamos de certámenes anteriores, nos estaba esperando en el hall del hotel. Era aquella una noche calurosa del mes de junio. Nos sorprendió su vestimenta tan formal. La nuestra era, claramente, veraniega. Al poco apareció Budd con su mujer. Él elegantemente vestido, pero con esa elegancia propia del americano que quiere mostrar su exquisitez en el vestir de forma exagerada. Era como el cowboy que acude a una fiesta enfundado en llamativos trajes y eléctricas corbatas.
Observamos al saludarle que había algo que no le gustaba, no le casaba. Más tarde nos lo explicó Thomas. Boetticher creía (así le hubiera gustado) que nosotros (no recuerdo que Chema llevase chaqueta y corbata) nos íbamos a presentar de forma elegante (con chaqueta y corbata) a la cena. Le habíamos defraudado… Fue un momento, aquel instante inicial, algo violento (sin comprender a qué era debido), pero luego la cena trascurrió perfectamente, al igual que la relación que mantuvimos con él y con Mary los días siguientes.
Fue él quien dominó noche, acaparó la conversación: un protagonista absoluto. Pasó de un tema a otro para luego volver al inicial. A él, a su cine, ¡cómo no!, debía todo Leone o Peckinpah. Con el estilo propio de un vaquero de película, hablaba de éstos o de aquéllos. En su personal lenguaje, la mayoría de la gente de Hollywood, fuese cuál fuese su profesión dentro de la industria cinematográfica, eran unos… hijos de su madre.
Sonreía o reía con energía. De vez en cuando mezclaba algunas palabras, o cortas frases, en español. Hablaba de directores como John Ford, Raoul Walsh (1), Don Siegel, Robert Aldrich, Howard Hawks, Anthony Mann, John Sturges (“no puedo soportarlo”), Gordon Douglas (“fui su ayudante de dirección cuando era un crío”)…
Citaba películas, nos relataba historias de actores (de Randolph Scott a Lee Marvin, de Clint Eastwood a Anthony Quinn), toreros (Manolete, Arruza, Procuna, Luis Miguel…), de sus mujeres (nostálgico de Debra Paget, despreciativo con Karen Steele), de los directores de fotografía (sobre todo de Lucien Ballard), de los cambios habidos al paso de los tiempos en los sistemas de producción, de sus aventuras y desventuras… dejando claro que ante todo, sobre todo, estaba él, Boetticher. Era un auténtico crack.
No se encontraba bien de salud en aquellos momentos. Tenía entre otras cosas graves problemas de espalda (2), lo que le impedía estar demasiado tiempo de pie o sentado, pero aún se sentía vivo… sobre todo pensando que aún podía realizar un nuevo filme, aquél que llevaba tratando de poner en pie desde hacia no sé cuánto tiempo. Una película que finalmente, decía con entusiasmo, iba a rodar en España. Esa ilusión era lo que le permitía seguir vivo, luchando como si aún fuera joven. Sin ella, Budd Boetticher habría perdido, hacía bastante tiempo, la batalla por este mundo.
Aquella película, tantas veces anunciada pero nunca realizada, se iba a titular A horse for Mr. Barnum, un extraño western ambientado en
¡Torero!
Al día siguiente de aquella larga cena acompañada por su animada conversación, el director llegaba a Valencia. Estuvo en la ciudad varios días. En uno de ellos realizó una visita a la plaza de toros, acto que sería cubierto por diversos periodistas gráficos. Pisó el ruedo de la calle Játiva, donde se encontró con varios jóvenes, aprendices de toreros, pertenecientes a la escuela de tauromaquia. Budd Boetticher tomó una muleta, que le entregaron, y realizó una serie de pases al falso toro. Los alumnos le contemplaban fascinados, asombrados. Algunos se preguntaban quién era aquel altísimo extranjero que movía con tanto salero el capote.
Luego Boetticher visitó el (pobre) museo taurino, ese en el que dicen resuenan, algunas noches, los ecos de los espadas muertos en la plaza. En aquel paseíllo fue acompañado, además de nosotros, por Mario y por Álex Cox, el otro director homenajeado ese año.
Sería otro día cuando tuvo lugar la mesa redonda con el público (por la mañana se llevó a cabo la correspondiente rueda de prensa), momento en que se presentó nuestro libro. Me había empeñado en que ese acto se celebrase en la sala de proyección de la filmoteca, pero sin que se pasase ninguna de sus películas. El acto sería a pelo. Mario aceptó la propuesta a regañadientes. Pensaba que podía fallar la asistencia. El resto del equipo de Cinema Jove tampoco tenía demasiado claro que llenásemos la plaza. ¿Cómo hacerlo, aunque las localidades no lleguen a las doscientas, si el único aliciente era ver a un director casi desconocido (e inactivo) para el público en general? Personalmente lo tenía claro: Budd en sí mismo era la atracción, el espectáculo. ¿Quién tendría razón?
Escribe Adolfo Bellido López
NOTAS
(1) Le gustaba contar una curiosa e imposible anécdota: había invitado a Raoul Walsh a ver una de sus películas rodada en 3D. “¡Cómo vería esa dimensión —reía Budd— si era tuerto!… Una historia errónea o falseada ya que Raoul Walsh también dirigió alguna por aquella época (los años 50) en 3D.
(2) Una visita que habíamos programado para que conociera la ciudad de Sagunto (el teatro, el barrio judío…) tuvo que anularse debido a los dolores de espalda, que le impedían llevar a cabo largos paseos.
(3) Los caballos árabes eran una de las debilidades del director. Se enorgullecía de tener varios en su espectáculo de rejoneo. En la película western–circense quería trabajar con actores americanos y españoles. Una de las actrices previstas era Asumpta Serna.