LA NOCHE AMERICANA O LA HISTORIA DE AMOR ENTRE TRUFFAUT Y EL CINEimprimir
Por María Sánchez González

No es de extrañar que François Truffaut, cineasta que dijo preferir el reflejo de la vida a través del cine que la vida misma, y cuya propia biografía se entrevé en algunas de sus películas, dedicase precisamente al séptimo arte una de sus producciones más conocidas y por la que ganó un Oscar a la Mejor Película Extranjera en 1973, La noche americana.

El director francés, que eligió este título simplemente porque “le hacía soñar”, plantea en esta cinta uno de los grandes interrogantes que marcaron su propia existencia: ¿es el cine superior a la vida? Sin embargo, parece preocuparse, más que por buscar una respuesta –tal vez porque no la haya– por acercar al espectador a los entresijos del mundo del séptimo arte.

Para ello, Truffaut nos sitúa en Niza, donde el director Ferrand comienza el rodaje de su nueva película, Os presento a Pamela, la última que será filmada en unos grandes estudios cuyos momentos de gloria forman parte del pasado. Entre la nostalgia y la incertidumbre, el cineasta se encarga de todos los aspectos del rodaje, da indicaciones a los técnicos –a veces sin estar totalmente seguro–, recibe a una joven estrella internacional que se incorpora al rodaje de la cinta o cuida al inseguro y joven protagonista masculino de la misma y a una veterana actriz que sufre el deterioro de los años. Tal vez consigan hacer una película maravillosa, o sólo una más de las tantas que luego se olvidan… Pero lo que se cuenta aquí no es el resultado del trabajo, sino el trabajo mismo.

La noche americana es, sobre todo, un homenaje y un tributo al cine como arte, técnica y estilo de vida, un ejercicio dialéctico en el que Truffaut mezcla realidad y ficción para mostrar su pasión por el mero hecho de hacer películas y declarar su amor a este medio de expresión. Este amor se contagia al público desde la primera secuencia, en una calle –siguiendo sus propios postulados de llevar al cine al exterior–, donde se rueda parte de la película y en la que cada uno de los miembros del equipo ocupa su lugar, perfectamente orquestados y envueltos en una música y un ritmo que transforman lo rutinario en una visión solemne, en el inicio de un culto personal al cine que estará presente en cada uno de los fotogramas de la cinta.

A partir de aquí, Truffaut abre las puertas de un microcosmos más allá de la cámara a un espectador que se siente cómplice y partícipe del entusiasmo con el que retrata el séptimo arte. Sin desmitificar el mundo cinematográfico, el cineasta, movido tal vez por una intención didáctica, muestra a la vez pequeños trucos y artilugios, como el de la lluvia en los cristales o el resplandor de una vela en el rostro de la protagonista, a la hora de hacer películas que, como es el caso de Os presento a Pamela, se alejan de los grandes estudios hollywoodenses de los años 70, y en donde los recursos son limitados y no siempre las cosas pueden quedar como al director le habría gustado.

El espectador se convierte así en miembro de un rodaje donde Truffaut fusiona realidad y ficción en un filme coral que presenta, al mismo tiempo, la vida de cada uno de los actores que se esconden detrás de los personajes de la película y del resto de gente que va y viene de unos bulliciosos estudios de cine, donde las historias personales se mezclan con el ritmo del propio rodaje. Situaciones dispares y en ocasiones una realidad dura que el cineasta convierte en pequeñas discusiones o salidas de tono de unos personajes que viven dentro del universo cinematográfico.

El propio Truffaut apuntó en su día que tanto los personajes de Os presento a Pamela como los propios actores que les dan vida sufren conflictos de identidad. Entre ellos, estereotipos como el de la veterana estrella para quienes los años han pasado sin demasiada fortuna y quien, desgastada por el alcohol, asiste a unos cambios en el cine que no llega a comprender demasiado, o el del galán que sigue teniendo éxito incluso en la historia que rueda Ferrand, donde encarna a un seductor padre del tímido y romántico protagonista masculino que conseguirá enamorar a la joven esposa de éste, a la que dará vida una bella y famosa actriz norteamericana que encarna el mito cinematográfico de Hollywood. Frente a éstos, Truffaut, huyendo de prejuicios, presenta a esta estrella de cine como un personaje “con los pies en la tierra”, a pesar de ser el más perseguido por la prensa, que busca la intimidad alejada de las cámaras y que representa el sentido común en un mundo con ciertos toques de romanticismo.

En La noche americana, estas historias no filmadas, fuera de los estudios, simbolizan tal vez la posibilidad de conocer al hombre y a la vida que para Truffaut tiene el cine, aparte de representar historias como la de Os presento a Pamela. El director combina así realidad y ficción de un modo inteligente y preciso, pero sin dejar de lado que, más allá de conflictos y enredos personales, prima, “por encima de todo”, la realización de la película.

En este frenético quehacer cinematográfico de trabajo y esfuerzo constante, de necesarias creatividad e ingenio, Truffaut, huyendo de aspectos aburridos y burocráticos, busca la comicidad, deteniendo el ritmo de la cinta en escenas como la de un gato que es incapaz de beber leche en un cuenco, ajeno a la importancia que ello tiene para el rodaje de una de las escenas principales de la película, y que aparece ante la cámara con la misma ternura y simpatía que el resto de personajes de los estudios.

Además de lo cotidiano, otros detalles de la cinta representan la idea de Cine con mayúsculas. Truffaut homenajea a cineastas como Buñuel, Hitchcock, Dreyer, Welles, Renoir o Jean Vigo, entre otros, de forma explícita, mostrando varios libros que aluden a la obra de éstos, o, de un modo más subliminal, captando en la escena exterior inicial del rodaje una calle con el nombre de Jean Vigo.

Pero, sobre todo, no hay que olvidar que el verdadero motor de La Noche Americana es –insistimos– la pasión por hacer películas de un hombre que vive por y para el cine. Truffaut, en este empeño de declarar su amor al cine, se coloca, como en ocasiones anteriores, frente a la cámara para dar vida a Ferrand, el director de Os presento a Pamela, con el que comparte el idealismo y el afán de superar cualquier obstáculo que impida que su sueño en forma de película se haga realidad.

Este personaje, en quien Truffaut proyecta todas las características que debe reunir un buen director (sensibilidad, intuición, buen gusto e inteligencia), se convierte en objeto de reflexión y observación del cine a través de los ojos del propio cineasta francés, y de su boca salen frases como “el cine es el Rey supremo”. Aparte de esta visión ideal, Ferrand representa la responsabilidad de tener que responder a todas las preguntas a pesar de no saber siempre cómo hacerlo y, sobre todo, la disyuntiva interna entre sus aspiraciones y la posibilidad de realizarlas, las pequeñas concesiones a una película que, además de un acto de amor, también requiere recursos técnicos y económicos que no siempre se tienen.

En un rodaje concebido como un ejercicio intelectual y artístico, el director de Os presento a Pamela, aunque con ciertos toques intelectuales –reflejados sobre todo en su pasión por los grandes directores del cine– parece aproximarse al tipo de “cineasta intuitivo” que describió el propio Truffaut, aquel que se mueve por la sinceridad y la sensibilidad a la hora de tomar decisiones sobre la puesta en escena de la película. Ferrand rueda, por tanto, como lo habría hecho el propio Truffaut, quien juega, de nuevo, a combinar realidad y ficción para llevar a la práctica los principios de la Nouvelle Vague. Tanto ésta como La noche americana están hechas en exteriores naturales, con la cámara al hombro, y con la libertad de técnica y de expresión que caracterizan el resto de su cine.

Coherente también con su idea de que la claridad es la cualidad más importante a la hora de hacer una película, Truffaut idea cada plano de La noche americana como un aporte de información al público sobre unos personajes y una historia cuya totalidad de elementos parece participar por igual de un todo.