Tough ain’t enough
No son pocos los afines al viejo axioma que postula que en la edad
está el misterio. Sin embargo, ninguna nota críptica alcanza al
estilo de Clint Eastwood; el tipo que más rápido y con menos dinero
rueda para el ‘Hollywood actual’. Puede que sus reducidos costes
de producción, la velocidad con que es capaz de pasar del guión
a la sala de montaje (le valen hasta los ensayos), el empleo reiterado
del mismo equipo; puede que todo ello se traduzca en una sencillez
formal asombrosamente aplastante, en lo que podríamos llamar ‘hacerlo
fácil’. No obstante, jamás la simplicidad fue digna de merecer
un análisis más amplio.
Resulta un tanto difícil desgranar el arsenal simbólico manejado
por Eastwood de un modo particular, individual. Centrarnos en
exclusiva en determinados campos (el guión, las actuaciones...)
para ir avanzando sucesivamente parece imposible a tenor de la
interrelación perfecta que todos los elementos acaban adoptando,
como si esa fuese su forma natural y ninguna mano diestra se hubiera
esmerado en colocarlos en tal o cual posición.
Sin lugar a dudas, Eastwood es el realizador que mejor maneja los
arquetipos en la actualidad, seguramente porque lleva treinta
años haciéndolo. De todos modos, apoyándose en un depuradísimo
guión de Paul Haggis, consigue darle una vuelta de tuerca más
a la figura del tipo duro, en este caso el preparador pugilístico
Frankie Dunn. El filme, partido en dos por un knock out
en toda regla, divide, a su vez, al personaje. En la primera parte,
Dunn sigue siendo el Eastwood de otras tantas películas: el cantante
de country de El aventurero de medianoche, el hastiado
Munny de Sin Perdón... una suerte de icono marcado por
la derrota, la irascibilidad y el cinismo. Sin embargo, después
del vuelco argumental, el tough man se enfrenta, aunque
parezca increíble, a un nuevo problema, a un conflicto estrictamente
moral. Es entonces cuando aflora la cara, hasta entonces inadvertida,
que se esconde tras el pétreo semblante de este (anti)héroe curtido
en mil batallas. El personaje Eastwood trasciende su propia norma
para reconformarse, para llorar.
Ahora bien, más allá de la superación de un arquetipo, el guión
de Haggis, basado en las novelas cortas contenidas en el libro
Rope Burns de F. X. Toole, posee muchas otras virtudes.
Empezando por la brillantez de sus diálogos (la secuencia del
calcetín) previo paso por un filtro de realidad, escritura ajena
a las florituras oracionales de Closer, donde una bailarina
de strip-tease habla igual que un dermatólogo o una fotógrafa
(la potencia dramática de los diálogos la marcan, además del talento
con el que estén escritos, la capacidad de los actores para ‘hablarlos’:
la diferencia entre Eastwood–Freeman en Million Dollar Baby
y Law–Roberts en Closer estriba en que los unos hablan
y los otros declaman); empezando por las replicas, decíamos, pasando
por el empleo magistral de una voz en off que, en un amago
final, encuentra su justificación en la carta que Scarp escribe
a la hija perdida de Dunn; y terminando con la brillante estructuración
de un relato en el que a pesar de la fehaciente división argumental
no existe digresión temática.
Hay papeles buscados para ganar premios: un músico negro, ciego,
yonqui y obcecadamente infiel; un parapléjico inteligente, gracioso
y atractivo; un megalómano hipocondríaco, mujeriego y emprendedor...
Estos papeles existen o han existido, las biografías de Ray Charles,
Ramón Sampedro y Howard Hughes pueden ser encontradas en cualquier
librería. Son, además, roles jugosos para los actores, interpretaciones
atractivas a los ojos del espectador, independientemente de que
el filme en el que aparezcan sea un completo desastre, un ejercicio
de matemáticas o un esbozo de obra maestra. Tal vez por ello tengan
más merito las composiciones de Eastwood y Freeman, interpretando
a simples (y aquí siempre se ha de leer simple como algo muy complejo)
desheredados, con sus taras endémicas, y su convencimiento de
que la victoria es sólo un error de cálculo en el camino hacia
el fracaso. Resulta, en este sentido, más agradecido el papel
de Hillary Swank (boxeadora terca, huérfana con familia y, finalmente,
parapléjica), sin por ello restarle merito a una actuación sobria,
contenida, maravillosamente natural (por cierto, papel al que
alguien tuvo que dar forma desde la letra sin la posibilidad de
recurrir a las hemerotecas, publicaciones y apariciones televisivas).
A estas alturas nadie puede dudar que Eastwood ha alcanzado el
grado de gran maestro aunque, seguramente, siempre habrá mentes
reticentes (es más, debe haberlas) a comulgar con aseveraciones
de tal calibre que no vengan seguidas de una argumentación mínima.
Eastwood ha asumido que la mejor manera de hacer las cosas es hacerlas
del modo más fácil posible, sin excesos, sin aditivos: sólo debe
aparecer aquello que es necesario, lo demás está de más. Por ello
en esta su última obra, el uso del plano-contraplano se erige
como el arma más efectiva para contar un historia que se puede
leer sin escuchar los diálogos. A la manera de los clásicos (o
a la manera de Raoul Walsh como explica Santos Zunzunegui en La
mirada cercana), Eastwood fractura la imagen de acuerdo con
el distanciamiento de los personajes: así, en la secuencia del
gimnasio en la que Frankie (Eastwood) y Mary Fitzgerald (Hillary
Swank) discuten sobre si él debe o no tomarla como discípula,
el encuadre (en los consiguientes planos y sus contraplanos) los
separara siempre que no estén de acuerdo –absolutamente siempre–
y los reunirá cuando Dunn la acepte como su pupila (en uno de
los muchos grandes planos del filme: ruptura de la serie de planos-contraplanos
para pasar a un plano general en el que ambos, dos sombras, se
dan la mano sobre un fondo blanco, con el saco entre ambos, formando
una simetría perfecta).
Algunos directores (Tarantino, De Palma, en ocasiones Scorsese)
gustan de demostrar sus capacidades técnicas a los mandos de una
grúa o manejando la steadycam. Eastwood huye de esta obscenidad
del virtuosismo para darle a la historia lo que pide: la secuencia
del k.o., donde todo se ralentiza, el silencio se expande... ¡maldita
sea! Eso es que aquí va a pasar algo gordo. La lógica, esa herramienta
tan despreciada últimamente, funciona siempre.
El uso de la fotografía de Tom Stern es encomiable, valgan dos
ejemplos: la presentación de Scarp y Dunn en ‘su’ trabajo, su
rostro cortado por la oscuridad del gimnasio que sólo aparecerá
cuando le den el primer consejo a Mary (los personajes son lo
que hacen); y la secuencia en la que el tipo duro llora (a-moco-tendido.)
resuelta con un magistral empleo del claroscuro: si en Casablanca
Curtiz mojaba un carta de lluvia como metáfora del llanto de Bogart,
Eastwood emplea la iluminación de la parroquia para que el espectador
(salvo en un instante fugaz) no vea llorar a su héroe.
En el ejercicio de álgebra que aparecía en el volumen tres de los
cuadernillos Rubio, de nombre Mar Adentro, la puesta en
escena se encargaba de decirle al espectador cuándo y cómo tenía
que reaccionar (Closer era el ejercicio cuatro): la música
subía, la distancia entre los dedos de los dos era como ir de
la Meca a Medina (1+1=2), Belén Rueda achinaba los ojos y la caja
registradora acumulaba ceros a la derecha.
Eastwood desdeña las soluciones visuales efectistas, y filma el
sacrificio sin recrearse, casi como un atraco, entrar y salir:
sin ñoñería, obviando hechuras melodramáticas... y emociona porque
no acude al recurso fácil de la triquiñuela amenabaril
o nicholsiana, no se busca un reacción, se plasma una idea.
Las películas de Eastwood duelen, como duele la excelente partitura
compuesta por él mismo, bajo la supervisión de Lennie Niehaus,
huyendo de cualquier aplicación sensiblera, obviando la machaconería
habitual (Las Horas, destruyendo la partitura de Glass),
dando preeminencia al silencio, el gran olvidado en las composiciones
actuales (o en su disposición en el montaje).
En esta historia de miserias, de tenacidad, cómo no, de fracaso,
el tema principal, el lecho hacia el que nos conducen todos los
meandros narrativos, es la dignidad humana. Jamás (al menos mi
breve memoria no lo recuerda) habíamos contemplado el boxeo en
su dimensión moral, no como un mero ejercicio de violencia, sino
como una manera de granjearse el respeto no por la fuerza sino
por el esfuerzo. Y todo ello sin condescendencia, entendiendo
que es un arte peligroso si se practica sin la nobleza que requiere,
pero que para mucha gente sin oportunidades es un modo honrado
de ganarse la vida. Y cuando se pierde esa dignidad, la vida deja
de tener sentido.
Eastwood vuelve a poner contra las cuerdas a una institución religiosa
incapaz de dar respuestas no sólo ya a sus propios dogmas (la
santísima trinidad, la inmaculada concepción) sino a los misterios
de la vida diaria. Una fe que se escuda en la creencia a pies
juntillas, en una absorción de ideas al margen de la reflexión.
Así que, y a pesar de ocupar un banco de la iglesia a diario,
Frankie Dunn no puede aceptar los estáticos consejos del cura,
advertencias que se contraponen con su filosofía de a pie, en
la que el primer mandamiento nos dice que no merece la pena la
vida si no se pueden vivir las cosas. Y ajeno a sus propias ideas,
el Eastwood realizador deja que la historia respire por sí misma
en lugar de convertirla, como hubieran hecho Lars Von Trier (Bailando
en la oscuridad) o Almodóvar (Todo sobre mi madre),
en un filme de tesis, donde la idea prima sobre la historia y
acaba traicionándola. Aquí las cosas siguen su propio curso, ¿se
acuerdan de la lógica?, y el final no se separa ni un ápice del
planteamiento.
En un mundo en el que ser duro ya no es suficiente, siempre nos
quedará la dignidad.
Enric
Albero
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P.D.: Eastwood es el último clásico, como clásicos son John Ford
y su Hombre tranquilo, historia de un boxeador retirado
que vuelve a su Irlanda natal, a su... Inisfree. Mo cuishle.
P.S.: Por cierto, América sigue estando tan podrida con en Mystic
River, para ejemplo una familia (aunque aquí aflore el tinte
conservador: una familia sin padre no será jamás una familia).