La doble vida de Vera
El director argentino Luis Puenzo, que recibió el
Óscar a la Mejor Película Extranjera por La historia oficial
en 1985, no se había vuelto a poner tras la cámara desde La
peste (1992). La puta
y la ballena, su nuevo trabajo, es una
coproducción entre España y Argentina.
En esta película encontramos a
Vera (Aitana Sánchez-Gijón), una escritora catalana en plena crisis.
El presentimiento de tener un cáncer de mama, su reciente separación
matrimonial y el encargo de escribir los epígrafes de las misteriosas
fotos de Emilio (Leonardo Sbaraglia), un joven argentino que murió
fotografiando la Guerra Civil Española, precipitan su partida
hacia Buenos Aires. Allí le realizan una mastectomía. Al mismo
tiempo, encuentra las pistas que la llevan a desentrañar la vida
de Emilio y su trágica historia de amor con Lola (Mercé Llorèns),
una corista catalana.
Alrededor de este trío protagonista se entretejen
otros personajes míticos en medio de los hermosísimos paisajes
de la Patagonia: una ballena que queda misteriosamente varada
dos veces en el mismo lugar con setenta años de diferencia; Suárez
(Miguel Ángel Solá), un bandoneonísta ciego, autor de un tango
legendario y dueño de un burdel; y Matilde (Belén Blanco), una
prostituta de ojos grandes y corazón tierno.
Basada en un cuento del mismo Luis
Puenzo, el guión viene firmado por él mismo, su hija Lucía Puenzo
y la directora y guionista española Ángeles González-Sinde. La
estructura del relato huye de la linealidad convencional y trata
de recuperar una concepción poética del cine.
A diferencia del contenido político
de sus anteriores trabajos, esta vez la temática gira en torno
a lo que el mismo director denomina "una historia de amor”.
Sin embargo, lo que narra esta película es demasiado complejo
para reducirlo a una mera etiqueta.
Dice Luis Puenzo que “La puta
y la ballena nació inesperadamente, de la conjunción de dos
ideas aparentemente inconexas: una mujer mutilada por un cáncer
de pecho, una ballena varada dos veces en el mismo lugar”. Las
dos líneas argumentales, aunque relacionadas por una serie de
paralelismos, son independientes entre sí. A la historia de Vera
se le unió la fascinación de Puenzo por las fotografías viejas.
Vera comienza a revolver en una historia antigua, que se relaciona
a su vez con la ballena varada en la Península de Valdés. La historia
se repite hasta que llega un momento en que el pasado y el presente
se rozan, ambos tiempos confluyen en un tango, entendido como
un acto de amor.
La película habla de amor y soledad,
pero sobre todo de libertad, identidad e independencia. Las mujeres,
Vera y Lola, repiten a menudo que son libres, que “hacen lo que
les da la gana”, pero esto no es así. Obran por reacción, no por
elección. Ambas están definidas por las miradas masculinas, las
de su padre, su marido, su hijo, sus amantes. En su lucha por
reencontrarse consigo mismas, por retomar el rumbo perdido, ambas
dan con la misma salida. Quizá la muerte de una suponga la salvación
de la otra, como ocurría en La doble vida de Verónica (La
double vie de Véronique, Krzysztof Kieslowski, 1991). Llama
también la atención el contraste entre el maquillaje excesivo
de las prostitutas y el rostro casi desnudo de Vera. ¿Indica esto
una evolución en la mujer setenta años más tarde? ¿Es por ello
más libre?
Esta historia, compleja y envolvente, se presenta
además como un espectáculo de extraordinaria belleza audiovisual.
La fotografía de José Luis Alcaine, que retrata los cuerpos femeninos
del modo más natural, sin erotizarlos; la banda sonora de Daniel
Tarrab y Andrés Goldstein, con el tango como fondo, un sonido
mítico y cargado de leyendas que en la Argentina se encuentra
inextricablemente ligado a los prostíbulos y a la inmigración;
la opulencia del diseño artístico (Mercedes Alfonsín) y del vestuario
(Sonia Grande) y la solvencia del montaje (Hugo Primero). El trabajo
de todos ellos se conjuga para ofrecernos un juego entre lo consciente
y lo inconsciente, lo presente y lo pasado, lo documental y lo
onírico.
La puta y la ballena recurre a quince minutos de animación 3D y post-producción
de efectos digitales para la construcción del Hotel Suárez, el
avión de época Laté 25, la ballena, la mastectomía de Vera y el
retoque de imágenes en algunas escenas. A excepción de algunas
tomas, especialmente las del avión, estas imágenes se funden satisfactoriamente
en el conjunto, pues no es su objetivo evidenciarse.
Para construir a sus personajes,
Leonardo Sbaraglia, Aitana Sánchez-Gijón y Mercé Llorèns tomaron
clases de tango durante meses, mientras Miguel Ángel Solá hacía
lo propio con el bandoneón. Los actores están soberbios, especialmente
el excelente trío protagonista, que sabe transmitir a la perfección
la evolución psicológica de sus personajes. Sus miradas, tristes,
intensas y atormentadas, quedan en el recuerdo. El debut cinematográfico
de Mercé Llorèns no podría ser mejor.
Es posible que la ambición de esta
película sea también su mayor lastre. Su vocación es literaria.
Las historias, entremezcladas, son muy sugerentes, pero también
demasiado ricas y complejas por sí solas para quedar satisfactoriamente
resueltas en un relato fílmico, aunque dure más de dos horas.
Lucía Solaz