Marie-Jo y sus dos amores
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Drama luminoso

Una película en la que Guédiguian es fiel a su equipo, sus actores y su ciudad.Robert Guédiguian rueda, otra vez, en la “ciudad tranquila” de sus orígenes físicos, emocionales, activistas, sensuales... cinematográficos, y con su equipo técnico y artístico habitual, una nueva historia-espejo de su comunidad, su gente, su paisaje... Un nuevo fragmento que continua y completa ese gran fresco vital que es toda su filmografía. Marsella es la ventana abierta desde la que Guédiguian se asoma al exterior y al interior de todos los mundos posibles.

La fidelidad a su ciudad, a su equipo y a sus actores, no resta frescura y actualidad a su cine. Sus películas son testimonio de las transformaciones que el paso del tiempo ha operado en unos y otros –personajes, actores, entorno- y su cámara asiste con una mirada cómplice, generosa, crítica o reflexiva a su descubrimiento como participantes de una historia (películas), contenida en otra historia (del grupo) dentro de la Historia.

Los personajes de sus películas pasan por ellas, respirando y asfixiándose en vidas, -que se nutren de las experiencias de su autor y de sus inseparables compañeros y amigos de siempre-, intercaladas en una realidad/sociedad adversa o propicia que reclama y exige el derecho a su reflejo. En un artículo reciente defendía “el derecho de los pueblos a disponer de su imagen” como una necesidad antropológica vital para no perder la identidad individual y colectiva que Hollywood se empeña en homogeneizar.

Guédiguian es un rebelde que milita en el cine, por casualidad, pero más de veinte años de profesión, le han convencido de que la libertad es imprescindible para crear y contar  historias verdaderas, por eso reclama para los cineastas, para los autores un espacio cinematográfico libre y sincero donde puedan contar sus propias historias sin un canon estereotipado que ahogue su expresión.

Con Marie-Jo y sus dos amores se desmarca de los relatos colectivos para adentrarse en la historia íntima y personal del desgarro que el amor produce en los individuos que de verdad aman. El amor es el que mueve el mundo, se dice, pero... también es el que lo detiene.

Un imposible triángulo amoroso formado por una mujer y dos hombres, en la cuarentena: Marie-Jo, (conductora de ambulancias) casada, desde hace veinte años, con Daniel (antiguo albañil, ahora constructor autónomo) y Marco (práctico del puerto), su amante desde hace uno. Marie-Jo y Daniel están enamorados y tienen una hija de 18 años que se siente orgullosa de la relación de sus padres. Pero ese amor constante y confiado no ha impedido que ella pueda, también, amar pasionalmente a Marco.

Para Marie-Jo su mundo tranquilo y convencional se transforma cuando comprende que ama a ambos por igual y de ninguno puede prescindir. Ella no quiere elegir pero tampoco puede vivir sin hacerlo. Jean-Christophe (el paciente alcohólico) así se lo expresa (“En la vida, a veces, hay que elegir...”). Y elige, pero el dolor de su elección no es superado por ninguno de los implicados. Marie-Jo es el crisol de su propio dolor y del que provoca, pero será el dolor/crispación egoísta y rancio de su hija el que la condene, los condene. Julie vive la decisión de su madre como una traición personal, pero tampoco apoya la pasividad de Daniel, y desde su estulticia e inexperiencia juvenil se cree con derecho a increpar, humillar y sentenciar a sus padres. Ella los quiere unidos para siempre y para siempre unidos se los devuelve el mar.

El mar adquiere en la película un protagonismo esencial, por sí mismo y para cada uno de los protagonistas; va emergiendo paulatinamente  y durante su trascurso adquiere, cada vez, una presencia más radical:

-Para Marco es fuente y forma de vida, un lugar amplio y radiante, un espacio imprescindible solo equiparable al que comparte con su amante. Cuando ambos están unidos, él se siente pleno (fiesta, a la que asiste con Marie-Jo, en el barco).

-Marie-Jo busca en él, sumergiéndose en sus aguas la fuerza y la vitalidad que el amor compartido le ha quitado. Dice en un momento de abatimiento “El corazón es fuerte cuando se ama a un hombre y tan débil cuando se ama a dos”. Pero la regeneración buscada no se produce y las sombras/olas interiores anuncian la tormenta. Para ella se convierte en símbolo de indecisión, incertidumbre y duda.

-Daniel, no lo siente tan cercano, para él el mar es un refugio, un remanso de paz, de reposo y a él acude a buscarlo.

Los encadenados sucesivos son un signo más del nudo que ata a los tres, los tres se funden entre sí, cada uno con su paisaje y todos con el mar. El mar, siempre el mar... símbolo de vida y de muerte.

El director distancia al espectador de la pena, construyendo unos personajes (muy bien interpretados), que sienten la huella que el paso del tiempo ha dejado en sus cuerpos (Marie-Jo se mira en el espejo y se estira la piel, Daniel se maquilla para disimular sus ojeras...), y que ausentes de sí mismos, viven su tragedia con asepsia, frialdad y un distanciamiento casi “bretchiano”. Su dolor cadencioso no hiere al espectador, que sin trauma asiste, con temple y emocional lejanía, a la consumación de unos hechos que presiente inevitables, desde el principio. El aire a tragedia se respira desde el primer plano de la película: un plano detalle de dos manos -jugueteando- con una navaja. ¿Una imagen-presagio de un final de ruptura, de violenta separación?.

El cáustico final queda atemperado por la radiante luminosidad del paisaje(que recuerda a ambos Renoir, padre e hijo), la transparencia de las aguas, la nihilista filosofía de Jean-Christophe... y la música de Mozart. Esta última junto con el largo plano final del agua borboteando hasta la calma constituyen lo que su autor define como un final “trágico-glorioso”, con el que pretende transmitirnos su concepción natural de la muerte (indisolublemente ligada a la vida), máxime si antes de producirse sus protagonistas han conocido la felicidad.

Como telón de fondo, el toque social-reivindicativo (las demandas de los obreros de Daniel y la huelga de ambulancias), queda en una mera anécdota que nada aporta a la historia. En cambio el choque generacional, como ya hemos advertido, es decisivo, en este drama luminoso sobre el amor, el paso del tiempo y la imposibilidad del olvido. 

Purilia

 

 

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