| CERCA DEL CIELO (películas
estrenadas que son buenas aunque no llegan a la categoría de obras maestras)
A los que aman de Isabel Coixet. (Consultar SIN PERDÓN del nº 1 de EN CADENA DOS)
Alice y Martin de André Téchiné. (Consultar SIN PERDÓN del nº 2 de EN CADENA DOS)
Larbre de les cireres de Marc Recha. (Consultar SIN PERDÓN del nº 2 de EN CADENA DOS)
Mi nombre es Joe de Ken Loach. (Consultar SIN PERDÓN del nº 2 de EN CADENA DOS)
De todo corazón (Á la place du coeur). Nacionalidad: Francesa, 1998. Dirección: Robert Guédiguian.- Argumento y guión: Guédiguian y Jean-Louis Milesi. Intérpretes: Ariane Ascaride, Jean-Pierre Darroussin, Gérard Meylan, Laure Raoust. El realizador francés que nos sorprendió con la espléndida Marius y Jeannette, vuelve de nuevo a dar en la diana con una película donde todo es corazón, porque según el realizador marsellés ya no estamos en el tiempo de las utopías políticas ni sindicales, los obreros tienen miedo y se sienten solos (lo dicen los dos personajes Joël y Frank ), es el momento de la verdad, de las palabras humildes dichas con el corazón. Ningún personaje se esconde detrás de las palabras no sentidas. La grandeza de esos seres humanos estriba en que su locura nunca sobrepasa el sentido común, en que lo que tienen que hacer, no harán desinteresadamente por el amor a los otros, en el empeño y voluntad que ponen para conseguir lo que consideran justo y se les niega. Su discurso jamás está trufado de frases solemnes; son personajes que conocen la dificultad de vivir, instalados en lo cotidiano como única forma de esperanza, La ciudad nos muestra su constante agresión: el ruido de los coches, las ruinas de los barrios antiguos que se desploman y dejan el barrio marginal como un Sarajevo, la fealdad de las calles y siempre como referente, desde cualquier ángulo, el templo, ese engendro neobizantino tan francés. No hay bocacalle desde la que no se nos muestre. Y es que lo que impide la libertad de pensar es la religión entendida como superstición, como fetichismo que lleva a la locura y a la desrealización, a perder de vista el referente, como le sucede a la mujer de Frank, aunque ello de lugar a alguna de las escenas más divertidas de la película. La Iglesia, y la justicia es un poder que no da la cara, la policía tiene la cara de la represión; su estupidez viene de la asimilación de la moral que el poder genera y en la que sola la policía cree. La justicia se vuelve como un código frío que perpetra la injusticia. Sólo se puede salir de esa trama con los ojos bien abiertos, con la decisión y con los medios que tienen los burgueses: el dinero, que si es necesario, para conseguirlo, se roba como ellos hacen de manera habitual. Y no se sienten sucios, ni tienen remordimientos de conciencia por recurrir a estos medios porque son lúcidos. Saben la mentira del poder: esconde su práctica corrupta en un código moral que pretende imponer a todos. ¿Qué sucedería si todos fuesen venales y corruptos?
La hora de los valientes . Nacionalidad: Española, 1998. Argumento y dirección: Antonio Mercero. Guión: Antonio Mercero y Horacio Valcárcel. Intérpretes: Gabino Diego, Leonor Watling, Adriana Ozores, Luis Cuenca, Javier González, Héctor Colomé, Ramón Langa, Ramón Aguirre, Atén Soria, Juan José Otegui. Estamos ante una película, otra más, que elige el marco de nuestra guerra civil para narrarnos una historia cuya peripecia central se teje a partir de un hecho real: el traslado de los fondos del Museo del Prado a Valencia, una vez que la ciudad de Madrid empieza a ser asediada por el ejército franquista. Ya en el terreno de la ficción, el guionista Horacio Valcárcel construye el personaje principal del celador que se ve abocado a custodiar en su propia casa uno de los cuadros, autorretrato de Francisco de Goya. A partir de este motivo central, Antonio Mercero da forma a una hermosa historia en la que el amor, los ideales y la cultura se ven acorralados y destruidos por el sinsentido de la guerra. El relato ayuda a completar el amplio fresco de visiones sobre la guerra civil española que el cine viene elaborando durante décadas. Construido sin excesos sentimentales y huyendo del panfleto ideológico, hace gala de una honestidad que intenta ser fiel a la realidad histórica, contemplada desde un punto de vista que guía la narración de los sucesos, el del pensamiento libertario más puro. Por su geografía transita un elenco de personajes que de una u otra forma representan la variada tipología de los que están condenados a sobrevivir en una ciudad sitiada. Estraperlistas, arribistas y chivatos conviven con las buenas gentes, que deben sobrevivir en las condiciones más penosas y que se mantienen firmes gracias a unos ideales por los que lucharán hasta el final. Son ellas las que, animadas por el fervor del celador, se harán cómplices en la tarea de la protección del cuadro, auténtico leit-motiv de la trama, símbolo de la cultura ajena al mercadeo, que es sentida como patrimonio popular al que hay que proteger incluso con la propia vida. Sobre esos personajes, entrañables en su honestidad y su coraje, planea insistente la mirada de los niños, que habitan la historia viviendo la guerra con la curiosidad y la inconsciencia que les impone su corta edad. Muchos de los mejores momentos de la película los tienen como protagonistas. En contrapunto con su inexperiencia funciona el personaje del abuelo anarquista, interpretado magistralmente por Luis Cuenca. Astuto, idealista e incansable, es irreductible ante cualquier presión que pretenda apartarlo de su credo. Para alcanzar tales rasgos de contenido, la película cuenta con una puesta en escena sencilla e impecable. Sin hacer uso de alardes formales, alcanza una transparencia narrativa que se basa en la creíble ambientación cuyos escenarios, vestuario y decorados se ajustan con fidelidad a la historia. Con todo, el soporte que mejor apuntala el resultado final no es otro que el correcto trabajo de los actores, especialmente remarcable en los casos de Gabino Diego, el celador entusiasta del pintor Goya; Adriana Ozores, la conmovedora dueña de la pensión en la que el grupo sobrevive; Javier González, el niño Pepito víctima inocente de la guerra, y, por supuesto, el mencionado Luis Cuenca cuya magnífica interpretación demuestra una vez más el filón actoral inagotable que tiene el cine español en sus figuras más veteranas. Así las cosas, ante una de las mejores películas españolas que ha dado el año noventa y ocho, sólo queda recomendarla a los aficionados y esperar que la Academia la dote con un buen número de goyas como justo premio a su calidad y a su defensa encendida de la cultura entendida como patrimonio de todos.Antonia del Rey Reguillo |