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EL GARROTE VIL
(A propósito de Queridísimos
verdugos)
Por
Gloria Benito
Basilio
Martín Patino prefiere llamar películas a todas sus creaciones cinematográficas,
ya que no gusta de adscribir sus obras a un género determinado. Él dice de sí
mismo que se siente “incordiador, no documentalista” y que no hay límites entre la
ficción y el documental pues todo es cine, mensaje elaborado con imágenes. El
conjunto de su obra así lo demuestra, dado el carácter descriptivo y
expositivo de sus obras de ficción, que muestran aspectos internos e íntimos
de los personajes, su peculiar percepción del mundo, mediante un conjunto de
fotogramas y diversidad de materiales gráficos y cinematográficos
“reciclados” y manipulados. La voz en off
que conduce habitualmente sus narraciones de ficción acerca éstas al
documental, lo cual explica la idea de este director de no distinguir los límites
mencionados. Pero si atendemos a las convenciones al uso diríamos que Queridísimos verdugos es un documental, eso sí, singular y osado,
tanto por el tema que aborda como por el lenguaje con que resuelve su contenido.
En 1975 aún existe en España la pena de muerte, que no desaparecerá hasta
1977 con la aprobación de la Constitución. En ese contexto sociopolítico, Queridísimos
verdugos no es sólo una valiente denuncia contra la pena de muerte, sino un
alegato contra el terror, la guerra y la violencia.
La
película muestra la historia y particularidades del garrote vil, lo que se
constituye en hilo conductor de una exposición sutilmente subjetiva sobre este
siniestro instrumento de ejecución. Para desarrollar su idea, el director
utiliza varias voces: la del poeta Claudio Rodríguez conduce un texto en off que explica los rasgos y la historia del garrote vil,
complementando así fotografías e ilustraciones. Otra voz es el triple relato
de tres verdugos vivos que vierten sus impresiones, ideas y juicios sobre el
execrable procedimiento y sobre los reos, sus circunstancias y los delitos que
cometieron. Ésta es quizá la singularidad que más llama la atención y atrapa
la atención del espectador, pues los verdugos o “funcionarios de Justicia”
como prefieren calificarse, no sólo hablan de sus casos, sino de sí mismos y
de los motivos que les llevaron a realizar su trabajo. En estos relatos
descubrimos los aspectos más duros y negros de la España profunda durante la
posguerra española y la dictadura franquista. Los tres evidencian con sus
declaraciones la miseria y el hambre, la necesidad de sobrevivir y el
analfabetismo de una sociedad dominada por la falta de libertad y la injusticia.
Sus relatos se presentan fragmentados y complementados con imágenes de periódicos
y fotografías de la época. También las
ilustraciones de las obras de Daniel Sueiro (El arte de matar y Los
verdugos españoles) sirven a este propósito de mostrar escalofriantes
detalles sobre los procedimientos de ejecución y la pena de muerte. La película
incorpora además declaraciones de magistrados, abogados y psiquiatras que
intervinieron en algunos casos, así como la exposición del genetista Andrés Sánchez
Cascos que explica la asociación entre los cromosomas y la criminalidad. Como
contrapunto, el verdugo expresa su convicción sobre la culpabilidad de los reos
y la necesidad de las ejecuciones. De este modo, las voces y los puntos de vista
se multiplican, se contraponen y
superponen en un collage de imágenes,
textos y música, que articula una narración cronológica en un recorrido que
va desde el pasado al presente y explora en la memoria personal y social las
causas de la situación actual. La película es un viaje por la historia que no
aparece en los libros, en el que se invita al espectador a recorrer un
itinerario guiado por los verdugos, con los que visitamos pueblos y patios de
prisiones, huellas de las tragedias que allí se vivieron. Lo trágico de las
ejecuciones y sus terribles circunstancias contrastan con la naturalidad y
frialdad con que los ejecutores dan su opinión y justifican su trabajo bebiendo
vino o comiendo en una distendida tertulia. La descripción de cada caso
finaliza con el fragmento de prensa
donde se da noticia de la muerte del condenado y se conforma así uno de los
signos cinematográficos más recurrentes y plenos de significado.
El
filme finaliza con el caso del “asesino de Gandía”, que se resuelve en la
Navidad de 1971, próximo a los años de edición
de la película. Asistimos a las demandas de indulto y a la angustiosa espera de
una familia pobre, analfabeta y condenada por la propia sociedad y sus leyes.
Porque lo que queda claro es que los reos son víctimas de un sistema injusto.
También son víctimas los verdugos en su simpleza y condición de seres
marginados y obligados a su terrible trabajo por el hambre. Quizá lo que mejor
exprese esta idea sean las palabras del doctor Velasco-Escassi, psiquiatra y
testigo de una ejecución: “...
me sentí sucio..., sentí que todos éramos verdugos..., sentí que el único
limpio era el reo”. La multitud de testimonios y documentos confiere a
esta película cierto tono de objetividad que se traiciona ya en el título, en
ese tierno, superlativo e irónico Queridísimos
y algunas concesiones a la iconografía de la época como el pasquín de
Jesucristo al que se busca como delincuente; los dibujos de los toneles de la
bodega donde conversan los verdugos ante unos vasos de vino (un toro, una
guitarra, la bandera de España y el perfil de su mapa en un recorte de periódico)
trasladan al espectador a esa cultura de “charanga y pandereta”, como dice
Machado. Lo terrible del tema tratado impregna la película de un pesimismo que
se suaviza por el tratamiento formal y el carácter
descriptivo de las imágenes, lo que aporta cierto distanciamiento propio
de la personalidad de su director. Claro que las últimas secuencias muestran el
perfil de un tejado donde pasean las palomas. La película es abierta, establece
un diálogo con los espectadores, incita a la reflexión. Que sean éstos los
que juzguen.
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