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TERCIOPELO AZUL

Por Adolfo Bellido

 

El cine de Lynch ha insistido siempre en la monstruosidad y en el sermón lanzado desde un claro sentido moralista.En el festival de cine de Avoriaz de 1986, La mosca y Terciopelo azul, obtuvieron la mayor parte de los premios. La película de Lynch se mueve, sin ser capaz de distinguir donde termina una y empieza la otra, entre ironía y seriedad, entre ensueño y realidad. La historia es simple y compleja a la vez. Se trata de un misterio que hay que resolver. Un caso enigmático que no termina (como es común en las películas del realizador) por aclararse en su totalidad. La ironía de la historia, el análisis-representación de una realidad escondida termina por desembocar en un claro moralismo.

El filme, en su comienzo, nos introduce en un mundo “increíble”, con la apariencia de un cuento maligno. Todo aparece como maravilloso, bonito, esplendoroso hasta que ocurre la tragedia: alguien sufre un ataque (el padre del protagonista que riega plácidamente su jardín sufre un ataque al corazón) a raíz de lo cual la violencia (en oposición al clima apacible de las primeras imágenes) comienza a presentarse (se ralentiza en la figura del perro que tira de la manguera). El bello lugar es una mentira. Realmente la verdad es que se vive “sobre” un estado de violencia “oculta” (plano que nos introduce en la tierra para que podamos contemplar lo “asqueroso” que allí habita: insectos pululando bajo tierra, escarbando los cimientos sobre los que nos asentamos). Posteriormente asistimos a la visita del protagonista a la casa del padre. Vemos como pasa por una zona de campo. Visita a su padre y se “encuentra” con la cruda realidad. De vuelta de la visita, al pasar por el mismo lugar, encuentra una oreja “escondida”. Hemos entrado en el mundo de lo artificial, anormal, monstruoso.

El cine de Lynch, en uno u otro sentido, hasta ahora, incluido su fracasado Dune, ha insistido en dos claros planteamientos (Cabeza borradora, El hombre elefante...): la monstruosidad, el pretender ocultar lo que resulta anormal, y el sermón lanzado desde un claro (pero a veces inexacto) sentido moralista. Se insiste en ambos puntos en este filme. La búsqueda de una verdad que puede (y es la mejor baza jugada por la película) encerrar aspectos de pesadilla, va configurándose desde unos planteamientos morales necesarios para poder vivir. El concepto pesadilla-irrealidad que posee el filme se resquebraja ante un pretendido moralismo, lección moral apremiante e insistente. Nuestro héroe, confiado y feliz habitante de la galaxia norteamericana, va a realizar un viaje “iniciático” al reino del mal, naturalmente el reino de la noche, de los drogadictos, y de los hombres de mal vivir, de la corrupción y de la mentira, también de la violencia. Mundo, en fin, apestosamente humano y alejado de la belleza de los dioses y de los paraísos.

La noche se convierte en el eje de la película en un caminar por el mundo del error y de la monstruosidad.

"Cabeza borradora", la primera película larga de Lynch, ya presentó las claves de su cine: la monstruosidad y el moralismo.El protagonista se ve metido en un mundo de perversión y maldad, donde todo, hasta el amor, es violento, anormal. Es la supremacía del mundo, del cuerpo sobre el espíritu. Curiosamente, y cerrando el rizo, el joven protagonista no se entera de la señal que le emite su joven amiga (mañana estupenda esposa, amamantadora de nuevos seres a los que se les introduce en una existencia de valores eternos y “puros”) desde el coche, mientras él se encuentra husmeando en la casa de Isabella Rossellini al estar ocupado en realizar sus necesidades corporales (en ese instante la cadena del “water” anula el ruido del claxon). A partir del encuentro de la realidad, el joven queda hipnotizado por ella (el camino del “mal” es fácil y atrayente): el plano en que Isabella Rossellini le pide que le pegue mientras hacen el amor es ralentizado igual que aquel inicial (ya señalado) del perro. El protagonista se “asoma” a un clima de violencia, atrayente, pero demoníaco, intrigante pero peligroso.

El camino hacia la perdición es un hecho (está claro que entre la Rossellini y la niña bien el protagonista se va a decidir por la niña bien, e, incluso, va a “salvar” además a la Rossellini) hay que volver a la luz del día, a la destrucción de la maldad. Carrozas, drogadictos, hampones, policías corruptos, deben ser eliminados para poder volver a existir una vida perfecta. ¿Ironía final? No queda nada claro. La oreja es un símbolo elocuente de atención: hay que permanecer atentos, escuchar lo que ocurre (¿una vuelta o un reírse, por el contrario, de la serie de películas que claman por las alertas, la necesidad de estar preparados... y que pueblan el policial y el cine de terror fascistoide de gran parte del cine norteamericano de los años 70-80?).

Al final volvemos al principio, ¿todo ha sido un sueño, una pesadilla? No importa nada, la verdad no tiene sentido. El sentido es explícito. La cámara sale de la oreja (el joven la tendrá siempre en su sitio escuchando) y nos muestra a la familia unida y feliz (el padre, curado, ha salido del hospital...). Todo vuelve a ser como antes. Las flores crecen, la gente es feliz. No dejaré de insistir en la posibilidad -por exageración, incluso- de que los planos finales posean ironía. Otros, a continuación, terminan por poner la idea en entredicho. De pronto un pájaro -animal que vuela, que anda sobre la tierra- aparece sobre una ventana aplastando a un gusano (animal que se arrastra por el suelo).

¿Es una conclusión? ¿Debemos elevarnos y destruir a los perversos que se arrastran? La duda se agrava por el plano final (por oposición al del comienzo) que muestra el cielo radiante (al comienzo, recordemos, nos habíamos adentrado en la tierra).

El dilema de este filme -ante este filme- es de difícil resolución, entre otras cosas porque Lynch alcanza en algunos momentos dotes sorprendentes en su realización, en otros (algunos insertos en las escenas de violencia o de amor) resultan inconsistentes. Símbolos demasiados facilones (el día es lo bueno; la noche, oscuridad, lo malo) desvirtúan una película cuya peor carta se encierra en un pretendido realismo moralista, que se desentiende del interesante efecto pesadilla-irrealidad.

La marca de Lynch es la “fealdad” (otro tanto moralista) de sus personajes y ambientes nocturnos (y que no conectan con el clima de atracción que “se desea” ejercer sobre el protagonista). Lynch sigue hablando de monstruos como lo que es: uno de los grandes directores representativos de la monstruosidad.

     

(crítica aparecida en el numero 28 de la revista del cine-club COUL de la Universidad Laboral de Cheste, Encadenados, mayo de 1987)  

 

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