Sería
interesante que alguna vez alguien analizase las diferencias existentes
entre las diferentes adaptaciones cinematográficas sobre la obra de un
escritor realizadas por diferentes directores. Las variadas adaptaciones
de las obras de Shakespeare podían, por ejemplo, servir como iniciación
de este análisis. El estudio debería incluir no sólo las adaptaciones
fidedignas. También se analizarían aquellas que toman la obra como
pretexto o, bien, que proceden a actualizarla. Un caso cercano, y curioso,
viene representado por Winterbottom y sus diferentes formas de acercarse
al novelista Thomas Hardy (de Jude a
El perdón).
Este
preámbulo tiene su razón de ser, ya que se acaba de estrenar la nueva
película de Terence Davies, adaptación de una obra de Edith Warton, la
misma autora que sirvió de base a Scorsese para su apreciable La edad de la inocencia.
Davies
como Winterbottom es inglés. Como él, se ha “trasladado”
narrativamente al nuevo continente para proceder a contar las aventuras y
desventuras procedentes de unas novelas. El director de Wonderland
“pasa” a los Estados
Unidos reconvirtiendo los escenarios ingleses de la novela de Hardy en
paisajes del “oeste” americano. Sugerente
propuesta la suya.
Davies
se encuentra, junto con el realizador de Contigo
o sin ti, entre las propuestas más atrayentes de los realizadores
ingleses de menor edad. Cine el de ambos siempre novedoso y arriesgado.
Poco, o nada, por fortuna, tienen que ver sus filmes, con la línea
representada por el escaso interés de aquellos realizados cercanos a los
esquemas narrativos de Peter Cattaneo. Incluso más apetecible, aunque por
diversos motivos, al cine que desde otras propuestas, y otras
generaciones, siguen directores tan interesantes como Leigh o Loach.
Davies
parece centrar su obra, como Winterbottom, en referentes literarios. Pero
mientras éste trata de buscar continuamente diversas formas y fuentes
expresivas, de forma que cada nueva realización es distinta en
planteamiento, Davies se muestra fiel a su forma de hacer, centrada en un
cierto regusto musical. Algo que curiosamente también, pero dado de otra
forma encontramos en Winterbottom, pero desde estéticas opuestas. El
director de La casa de la alegría representaría
el clasicismo o la serenidad frente a un Winterbottom preocupado por una
mayor rapidez o por lograr una cierta musicalidad actual, incluso al
retratar una novela clásica. Quiero decir con ello que Davies representaría
la serenidad de la música clásica, cuyo sentido rítmico mecería sus imágenes,
mientras que Winterbottom supondría -aún en un montaje pausado- la
mirada hacía el nerviosismo impuesto por un “videoclip”.
Todas
las películas de Davies que conozco (las difíciles pero hermosas Voces
distantes y El largo día acaba) son musicales en cuanto la música es el
marco referencial para centrar los personajes y las acciones presentadas.
La música y un determinado tipo de canciones simbolizan la propia vida de
los seres que pululan por la pantalla. En su última película, al cambiar
de época y de país y presentar un (aparente) discurso diferente, ocurre
lo mismo que en sus filmes anteriores. La música, o si se prefiere la
musicalidad, resulta esencial para poder acceder a la comprensión del
relato. Resulta sorprendentemente maravilloso contemplar como, por
ejemplo, utiliza el director la música en “off”. Debían aprender de
él tantos directores (sobre todo españoles) que se empeñan en
introducir música en cualquier momento, venga o no a cuento, llegando, en
muchos casos incluso, a “tapar” los diálogos, imposibilitando
escuchar nada de lo que dicen los actores (véase ese negativo ejemplo en
cintas recientes como El lugar dónde
estuvo el paraíso o Manjar de
amores). Davies no hace eso. Lo suyo pasa por valorar los silencios,
utilizando, si es necesario, pequeños trozos musicales como
“impulsadores” de determinados diálogos o momentos. Pienso, por
ejemplo, en la excelente secuencia que se desarrolla, en esta película,
en un parque entre la protagonista y el personaje del que está enamorada.
Sólo durante un corto instante suena, de fondo, la música. Es un momento
exacto, preciso, necesario. La mujer cree que él va a declararle su amor.
Entonces, sobre un plano de ella, suena la música. Cuando la cruda
realidad vuelve a imperar en su mundo desaparece la música: la apreciación
de la mujer no era exacta.
¿Quiere
eso decir que la música no existe en su cine más que en unos pocos
determinados momentos? No, Davies emplea la música como acompañante de
las imágenes en momentos muy concretos, pero la cadencia musical está
presente en, y genera, todo el relato merced al ritmo, al pausado montaje
empleado.
Si
en sus filmes anteriores la música hacía referencia a películas o a
canciones de principios de siglo, aquí tendríamos que hablar de un
contexto o planteamiento operístico tanto por lo que se refiere al tema
como a la forma utilizada. Es la grandilocuencia de la opera, su
dramatismo, la concepción de un destino cruel que conduce la vida de un
personaje trágico. El deambular de una mujer sin capacidad para
reaccionar o de ser.
La
protagonista, una mujer nacida en un momento equivocado, es una sombra que
trata de convertirse en “alguien”. Desea ir más allá de un destino
marcado por su sexo en una época, el comienzo de siglo, sin salida para
la mujer. Es “marcada” por su clase, desde la misma cuna, hacia la única
salida posible: el matrimonio. Una forma de anularla como ser capaz de
valerse por sí misma. Estamos asistiendo al crudo relato de una perdedora
sin otra salida que la propia muerte. El plano de apertura del relato
comunica ya todo el sentido del filme: la mujer que emerge hacia los
espectadores entre el humo generado por una maquina de tren. Sale de la
sombra, de la oscuridad, para tratar de encontrar inútilmente el calor y
el sabor de la vida, para contarnos su historia. Pero a su alrededor no
hay más que convencionalismos, frases a media voz, mentiras ocultas. Ni
siquiera le quedará a la mujer la posibilidad de vivir trabajando, ya que
eso ni se le ha enseñado.
Marioneta
dirigida en un mundo donde la mujer no pinta nada. Cuando al final su
enamorado descubra la verdad de esa mujer, su periplo amoroso, ya será
tarde. Sólo quedará el trágico silencio musical de un cuadro parado en
el tiempo: ella muerta (se ha suicidado), él arrodillado, pesaroso en su
sentimiento de culpabilidad. Un plano de clausura impresionante, tan
soberbio como el inicial, que poco a poco va apagándose en pantalla,
después de estatizarse y virar lentamente hacía colores cada vez más
“vaporosos” cercanos a un blanco difuminado. El destino se ha
cumplido. El comienzo y el final se engalanan con simples letreros
apuntadores del lugar y de la fecha en la que se desarrolla la historia.
Nueva York, 1903, se lee al inicio. Nueva York, 1905 señala el letrero
final. Dos años de una vida han pasado ante nuestros ojos en las dos
horas y media que ha durado el filme. Quizá demasiado largo pero no tanto
si consideramos que esa duración es acorde y necesaria para el
“tempo” musical marcado.
La
película se adentra, pues, en la sociedad neoyorquina de principios de
siglo. Un excelente retrato de ese ayer. De forma pareja y diferente al
que hiciese Scorsese del mismo lugar, tiempo y autora. Pero en el autor de
Al límite se llegaba al rigor
desde planteamientos cercanos al del gran espectáculo. Algo de lo que
Davies huye. Aquí el acercamiento “documentalizado” es simplista,
desnudo de elementos atrayentes. Una visión casi científica de unos
personajes y una época. De ahí la lentitud del filme, de ahí se
desprende, igualmente, la cadencia musical.
Difícil
película, larga si se quiere, pero distinta, hermosa y sugerente. Davies,
como un trapecista sin red, es capaz incluso de dirigir a actores en
principio imposibles o difíciles de catalogar en películas como ésta.
Es el caso de la protagonista, Gilliam Anderson, venida desde Expediente X, y que da un hermoso recital interpretativo. De esos
que no serán premiados nunca con un Oscar de la Academia, pero que supera
con creces los registros interpretativos de muchos de los oscarizados.
La
casa de la alegría es,
por si quedan dudas, un hermoso filme, pausado, quizás duro de ver, pero
importante como forma de expresión, como forma de adaptar una novela o
crear un determinado ritmo musical. Davies no hace más que reafirmar lo
que ya sabíamos de él: es un gran director.
Adolfo
Bellido
|
LA
CASA DE LA ALEGRÍA
Título
Original:
The House of Mirth
País y Año:
Reino Unido, EE.UU, 2000
Género:
DRAMA
Dirección:
Terence Davies
Guión:
Terence Davies
Producción:
Granada
Fotografía:
Remi Adefarasin
Música:
Adrian Johnson
Montaje:
Michael Parker
Intérpretes:
Gillian Anderson, Eric Stoltz, Dan Aykroyd, Eleanor Bron, Anthony LaPaglia,
Laura Linney
Distribuidora:
Filmax
Calificación:
No recomendado menores de 13 años
|