En esta sección
comentaremos los filmes proyectados en la Filmoteca de la Generalitat
Valenciana que difícilmente podríamos contemplar fuera de su ámbito.
Son las joyas de la programación, películas raras o inencontrables,
que van siendo recuperadas por los restauradores y que perviven
gracias a los esfuerzos de las cinematecas, que sólo con esos rescates
justificarían más que sobradamente su existencia.
UNA
TAREA IMPRESCINDIBLE
Por
Antonia
del Rey Reguillo
En
su programación del mes de marzo la Filmoteca ha incluido un ciclo
dedicado al cine mudo restaurado por la empresa británica Photoplay.
Constaba de siete títulos, todos ellos obras memorables de la década de
los años veinte. Cada una de las proyecciones estuvo presentada por
Patrick Stanbury, uno de los directores de la empresa, y se cerraron con
un coloquio en el que se pudo discutir sobre el proceso restaurador
seguido con cada película: el estado de los originales, los problemas
habidos en cada caso y las soluciones adoptadas.
Proyectadas
por orden cronológico, se vio en primer lugar la obra de Raoul Walsh, The
thief of Bagdag (El ladrón de
Bagdad), de 1924. Empeño del actor Douglas Fairbanks, que escribió
el guión, produjo y protagonizó la película, su argumento se basa en Las mil y una noches y da pie a un espectacular despliegue de
efectos especiales, con vuelos sobre alfombra mágica incluidos, aunque,
en su momento, uno de los mayores atractivos de la cinta fue el de estar
coloreada. La película, promocionada con habilidad, como ya era usual
entonces, y avalada por la fama de Fairbanks, supuso un enorme éxito ya
desde el mismo día de su estreno en el Liberty Theater de Nueva York, al
que acudieron cinco mil personas.
Mare Nostrum (1926), dirigida por Rex Ingram, revestía el interés
añadido de estar basada en la novela homónima de Blasco Ibáñez. Hoy
podemos contemplar el filme gracias al empeño de la Filmoteca de la
Generalitat Valenciana que emprendió duras negociaciones con la
productora Warner Brothers, propietaria de la película y muy remisa en
principio a ceder el negativo con el que emprender la reconstrucción del
metraje completo. El trabajo de Photoplay cubrió no sólo las fases de
restauración, sino también las de tiraje y coloración.
Sunrise: A song for two humans (Amanecer,
1927) ha sido uno de los títulos más hermosos del ciclo, no en vano se
debe al maestro Friedrich Wilhelm Murnau, quien en años precedentes ya
había dejado constancia de su calidad con títulos emblemáticos del
llamado expresionismo alemán, como Nosferatu
(1922) y Der Letzte Mann (El último,
1924). Amanecer fue su primera
película americana y la realización estuvo llena de dificultades, tal
vez por lo ambicioso del proyecto. Además, las adversas condiciones del
rodaje se complicaron con los sucesivos pleitos entablados por el director
artístico. Con todo, el filme llegó a buen puerto y se pudo comprobar
que se trataba de uno de los títulos que entrarían por la puerta grande
en la historia del cine mudo, por sus propuestas visuales y por la hondura
de su contenido. Participó en la primera edición de los Oscars, hoy tan
erráticos y hasta absurdos en sus decisiones, y consiguió los de mejor
actriz para Janet Gaynor y mejor fotografía para Charles Rosher y Karl
Strauss. El tiempo se ha encargado de corroborarlos.
The student prince in old Heidelberg (El
príncipe estudiante, 1927) fue obra de otro maestro, Ernst Lubitsch,
con quien contó la Metro Goldwyn Mayer para adaptar la opereta teatral Karl Heinrich de Wilhelm Meyer-Förster. Se buscaba un éxito de
taquilla y, aunque no se logró, sí se obtuvo una hermosa película,
curiosa precisamente por ser de las más románticas del director y menos
marcadas por sus ocurrencias visuales. Parece como si aquel se hubiera
dejado llevar por la historia en lugar de forzarla y ajustarla a sus
intereses según era su costumbre, prefiriendo la sencillez narrativa y la
fluidez suave de las imágenes. En la versión restaurada que nos ofreció
la Filmoteca se pudieron contemplar dos breves secuencias coloreadas, además
del metraje original íntegro.
Por su contenido, el filme de Lubitsch se emparenta con la segunda parte
de The wedding march (La marcha nupcial, 1928), del magistral Erich von Stroheim. Éste
nunca quedó contento con la versión que se ofreció en la fecha del
estreno, dado el acusado perfeccionismo que caracterizaba su naturaleza
artística, por eso volvió sobre la película en 1954, cuando la Cinémathèque
Française le ofreció la posibilidad de remontar el negativo. Consiguió
completar la primera parte de la cinta incluyendo un buen número de
escenas que se habían perdido en el montaje original, sin embargo, murió
sin poder hacer lo mismo con la segunda parte. Esta tarea es la que se
asumió desde Photoplay, que tras un complejo recorrido en busca de los
viejos negativos pudo finalmente emprender la restauración cuando en 1976
la Biblioteca del Congreso de Washington les proporcionó uno lo
suficientemente “sano”. Gracias a ello, pudimos ver el metraje íntegro
del filme con una secuencia completa que se había rodado en Technicolor.
Otro
de los grandes títulos de la muestra fue The
wind (El viento, 1928), del cineasta sueco Víctor Sjöstrom. Realizada
con muchas dificultades por las duras condiciones en que se llevó a cabo
el rodaje, en pleno desierto de Mojave (California), la película nació
del interés de la actriz Lilliam Gish por la historia narrada en la
novela homónima de Dorothy Scarborough. En ella, una mujer se ve obligada
a vivir en una casa en medio del desierto y llega al borde de la locura
por la insistente acción del viento, que sopla con extrema violencia.
Este sencillo argumento, atravesado como mandan los cánones por la
pertinente historia de amor, da pie al director para desarrollar una
puesta en escena hermosísima y de gran eficacia, gracias a la cual
consigue convertir la naturaleza “por metonimia, el viento, incorporado
gradualmente a la trama dramática” en el personaje principal de la película,
que establece un duelo físico y emocional con la mujer en el que casi
llega a vencerla. La que fue para la frágil Lilliam Gish la más dura
prueba profesional de su carrera, por el esfuerzo físico que le
supuso, se ha convertido con el tiempo en una de las cumbres del cine
mudo, pese a que tras su estreno la crítica no le fuera muy favorable.
The iron mask (La máscara de hierro, 1929), de Allan Dwan. El último filme del
ciclo está basado en las novelas Los
tres mosqueteros y El hombre de
la máscara de hierro de Alejandro Dumas. A partir de ambas, Douglas
Fairbanks escribió el guión que después produciría e interpretaría.
Se trata de una película sumamente cuidada, con una dirección artística
tripartita, integrada por William Cameron Menzies, Laurence Irving y Carl
Oscar Borg. Contó con dos versiones, una sonora que, además de la
partitura de Hugo Riesenfeld, tenía efectos acústicos y parlamentos
sincronizados del protagonista y otra muda, que fue la más conocida,
porque muy pocas salas de la época disponían de equipos técnicos
adecuados para utilizar el material sonoro. La versión restaurada que
pudimos observar se logró a partir de la original muda, aunque
contrastada con el negativo en nitrato de la versión sonora, e incluía
dos de los parlamentos originales de Douglas Faibanks.
Después
de repasar, como hemos hecho, el enorme interés de las películas que
integraban este ciclo, se podría deducir que sus proyecciones convocaron
a un gran número de público, pero no fue así. El cine mudo sigue
siendo, al parecer, asunto de minorías, a veces exiguas. Incluso una
ciudad de reconocida cinefilia y larga trayectoria universitaria dedicada
a la Comunicación Audiovisual, como es Valencia, no dio para llenar la
sala en todas las proyecciones. Y es que, no nos engañemos: es la misma
industria la que neutraliza el interés de los cinéfilos por el primer
cine al no facilitar copias en vídeo comercial de las obras restauradas
(de ello también se lamentaba Patrick Stanbury). Son las cadenas de
televisión las que han dejado de lado un cine que, si bien no es
rentable, al menos debería ser reconocido como parte del patrimonio
cultural de nuestro siglo y en consecuencia cuidado y mimado, como lo fue
en otros tiempos, con un hueco adecuado en la parrilla horaria de la
cadena culta (léase TVE 2).
Sin
embargo, en las aulas donde se enseña el lenguaje del cine, los
profesores sabemos que con una adecuada introducción de las películas
mudas, los estudiantes, y no me refiero sólo a los universitarios, acaban
interesándose por ellas y disfrutándolas, porque allí encuentran las
claves para entender el pasado y el presente, como sucede con cualquier
obra de arte.
Así
pues, se torna tarea imprescindible recuperar el interés institucional
por este cine, porque en cada una de sus imágenes está escrita la huella
de un pasado que forma parte de nosotros mismos y cuyo descubrimiento sería
mucho más enriquecedor para los nuevos cinéfilos que el consumo de
algunos subproductos que inundan las pantallas como si de mugrientos
torrentes se tratara, aunque eso sí, capaces de convertirse en ríos de
dinero.
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