Lejos de casa
Hernán Zin (Buenos Aires, 1971), fotógrafo y corresponsal de guerra, cuenta con una trayectoria de más de veinte años en el terreno del documental, denunciando las consecuencias de los conflictos armados, la pobreza y la miseria derivada de las desigualdades sociales y económicas. En su filmografía, el sufrimiento infantil ocupa un lugar central: Quiero ser Messi (2013) denunciaba la explotación de los niños en el entorno del futbol y Niños de Gaza (2014) seguía la vida de unos niños palestinos durante la incursión militar israelí contra la franja de Gaza.
Este protagonismo de la infancia se mantiene en Nacido en Siria (2016). La guerra civil en este país ha provocado un éxodo de más de cuatro millones de personas, de los que casi la mitad son niños. La mirada de Zin se dirige a este colectivo a través de la historia de siete niños que, obligados a huir de su país, buscan un refugio más esperanzador en Europa.
El documental comienza con las trágicas imágenes, que por desgracia ya se han hecho recurrentes, del rescate de una patera en alta mar. Un plano en negro en el que sólo se oye el motor de una lancha y el rumor del mar, nos va desvelando el miedo y sufrimiento de estas personas durante la noche, víctimas de las mafias que trafican con el dolor provocado por el conflicto, sometidos a las inclemencias del mar, y en donde las más afortunadas consiguen desembarcar a duras penas en Europa. Las imágenes diurnas recogen la llegada dramática a la isla griega de Lesbos mientras algún plano fugaz deja ver a unos bañistas que disfrutan de la playa en una hiriente contradicción.
Pero este inicio que parece el final del viaje no es más que el comienzo del dramático exilio, una diáspora por diferentes territorios buscando una tierra de acogida de alguien que huye de la destrucción de sus casas, de su país, intentando esquivar una probable muerte.
Y de todas estas víctimas, el director argentino afincado en España destaca al eslabón más débil de la cadena, los niños. De esta forma el relato se articula a través de la voz en off de siete niños que son los que aportan con sus testimonios la terrible descripción que supone ser un refugiado en pleno siglo XXI.
La cámara, adaptándose al punto de vista de los pequeños protagonistas (planos a media altura para encuadrarlos a su altura) sigue a los niños en su viaje, unos niños en algún caso acompañados de su familia, en otros casos únicamente con hermanos o tíos, o con familias separadas (la madre que se ha quedado en Siria teniendo que alejarse de su hija).
Las imágenes de campos de refugiados hacinados, donde apenas hay posibilidad de comer o de lavarse, se hace más patente cuando se une a esas voces infantiles que de manera inocente intentan explicar lo que les está pasando (todavía son capaces de reír y jugar). Cada historia sirve para ejemplificar los diferentes caminos que van tomando en la búsqueda de ese refugio en el que sentirse a salvo pues pese a lo que pueda parecer, el trayecto por mar casi es la parte más asequible de su viaje.
La dureza y la incomprensión de su exilio se hacen patentes cuando andando, en autobús, en camiones o trenes, van atravesando países y territorios en busca de un destino que los acoja. Mezclado con el sonido de noticiarios en los que dirigentes europeos expresan sus intenciones políticas para resolver el problema (Angela Merkel, Jean-Claude Juncker o Donald Tusk), las imágenes de la represión policial o la incomprensión de parte de esta Europa civilizada, se oponen tozudamente a las buenos deseos, testimoniando las trágicas consecuencias del exilio.
El consuelo, tras cientos de kilómetros recorriendo Croacia, Eslovenia, Hungría, no llega ni siquiera a los que consiguen establecerse en Bélgica, Alemania o Austria. Una vez allí, a pesar de contar con el apoyo de la sociedad y las organizaciones benéficas, la adaptación no resulta sencilla. El peso de lo dejado atrás, de abandonar su país, y en muchos casos, de la separación o pérdida de sus padres, hermanos o familiares, hace que su nuevo entorno apenas pueda consolarles frente a tanta pérdida.
Rodado en pantalla ancha, con imágenes de calidad que incluyen planos aéreos, fragmentos de noticias, una excelente fotografía y música (Gabriel Yared) y un buen acabado formal con bellas imágenes, éstas contrastan con la dureza del relato y sirven de contrapunto para hacernos ver cómo conviven la civilizada sociedad avanzada con historias trágicas, con gente que está sufriendo a nuestro lado.
Así los planos impresionantes del mar, que nos une y nos separa, esconde bajo esa belleza una amenaza de muerte: el relato del niño que explica lo bonita que es su ciudad en Siria, se contrapone inmediatamente con un plano aéreo formidable en el que se ve esa ciudad totalmente destruida por la guerra; los bellos primeros planos con el fondo desenfocado o las tomas ralentizadas de los protagonistas, con un acabado formal exquisito, se opone a la miseria de lo que significan, haciéndonos ver que el idílico paisaje de la vieja Europa es únicamente el contenedor del drama interior que viven los niños y sus familias (conectados mediante la tecnología con el drama que viven los familiares en Siria).
Nacido en Siria constituye un estimable documento para dejar, al menos, constancia de la realidad de una tragedia humana que provoca que más de cuatro millones de personas huyan de su país. El documental no entre a analizar las causas del conflicto que provocan este exilio, su objetivo es mostrar las consecuencias que para los más débiles e inocentes, supone tener que recorrer casi tres mil kilómetros, oponiéndose a todo tipo de barreras e incomprensiones (sociales, políticas y económicas), y en las que al menos parece, que si las instituciones políticas no están a la altura, sí al menos se cuenta con una red de voluntarios y organizaciones humanitarias, capaces de ayudar a estas víctimas.
Es quizá el único elemento positivo que permite seguir confiando en el ser humano, constituyendo la parte más alentadora de un documental que deja nulo margen para la esperanza.
Escribe Luis Tormo