Ni pizca de gracia
Ya le gustaría a más de un exiliado español que Perdiendo el norte fuera una película “basada en miles de historias reales”, tal y como predica el tagline de la película. Aunque es cierto que el tema de los jóvenes españoles que se ven obligados a emigrar al norte de Europa por necesidad laboral es de lo más actual, la frivolidad con la que se trata y la falta de investigación sobre testimonios reales de personas que viven esa situación, hacen de ella una película de lo más estrambótica, superficial y ridícula.
No hay por donde pillarla. La historia carece de veracidad. Todos sabemos que en una película todo es ficción maquillada de realidad, pero el arte de parecer que eso sea creíble es la magia que nos hace conectar con la historia y emocionarnos, pero en esta ocasión el espectador se encuentra cada vez más fuera que dentro de ella.
Hay un abuso exagerado de la casualidad y elipsis tan mal calculadas que resultan de lo más irrisorias (¿cómo es posible que en lo que tarda el personaje de Carla en correr la maratón de Berlín a nuestro protagonista le de tiempo de no dar el “sí, quiero”, llegar a Barajas, comprar un billete de avión a Berlín, llegar a Berlín y encontrar la maratón?).
Todo ello, claro, es un desliz de cuatro guionistas que no han sabido sacar partido a su ingenio y que parecen haber escrito un guión apresurado, con miras a un público de masas más que al arte de hacer algo que merezca la pena.
Los diálogos son muy explicativos, de modo que ningún espectador se pueda perder. Tarea difícil, por cierto, ya que la película sigue el esquema básico que se nos ha contado mil veces en cualquier comedia romántica prediseñada para los blockbusters americanos, con sus giros de guión previsibles y su desenlace color de rosa.
Los chistes, además, carecen de gracia. No hay ironía, no hay hueco para la reflexión porque la crítica está cogida con pinzas, no se mojan, no hay denuncia porque no hay credibilidad y el humor es tan vacuo que lo único que logra sacarnos es una mueca de decepción… y a veces, hasta de vergüenza ajena.
Los tópicos son los andamios sobre los que se apoyan los momentos más pretenciosamente cómicos: el carácter frío de los alemanes, el ridículo de los españoles hablando otro idioma, o robando comida en los supermercados o algún que otro coche. Algunos tópicos son incluso marca Hollywood, como la huida de la iglesia por parte del protagonista, a punto de casarse y dejando a medias la boda y a sus invitados.
A Nacho Velilla, el artífice de todo esto, parece no haberle bastado con frivolizar sobre la situación de los emigrantes españoles fuera de España, sino que además lo hace también con el paro y los desahucios.
Los padres de Hugo, el protagonista de la película, interpretados por Javier Cámara y la explotadísima Carmen Machi; pasan de ser una familia muy acomodada, que vive en una casa con todo tipo de lujos y que acostumbran a comer centollo y comprar prendas de alta costura, a ser desahuciados. Beni (su madre), además, megáfono en mano y con el apoyo de un grupo de la Plataforma de Afectados por la Hipoteca, trata de impedir que se lleven sus cosas, como si la alta esfera tuviera que pasar por los agrios momentos de verse sin casa.
Los personajes en general son planos y poco creíbles; especialmente Nadia, papel interpretado por una exageradísima Úrsula Corberó, que interpreta a la estrafalaria y sofisticada novia de Hugo. Los personajes de Rafa y Braulio, interpretados por Miki Esparbé y Julián López respectivamente, son los que contienen el peso cómico de la película. Sin duda, los secundarios más divertidos y acertados de todo el reparto, a pesar de que su valía se escurra con la poca gracia de los diálogos.
Quizás el personaje de Andrés, que interpreta un entrañable José Sacristán, sea el que da el contrapunto dramático a la historia. Al contrario, la enfermedad que padece (Alzheimer) no es ridiculizada a lo largo de toda la película, sino que es tratada con el máximo respeto y por ello es el único personaje que nos invita a conectar con él y por el que sentimos cierta compasión.
Yon González no flojea, y levanta su personaje de la mejor forma posible, aunque se caiga por su propio peso. A Blanca Suárez, por su parte, el papel de Carla le viene muy grande. La actriz, que ha demostrado tener un gran potencial, destaca por encima del resto, pero el personaje no le da para sacar a la luz toda su capacidad. Con un casting tan llamativo para los televidentes (en el reparto, además de los mencionados, están Malena Alterio, Arturo Valls y Chicote) está claro que han querido explotar el tirón que está teniendo más que su enorme talento.
En cuanto a la dirección, Nacho G. Velilla, director de las series Aída y 7 Vidas y de la más acertada Que se mueran los feos, se mantiene en una estética muy televisiva, con abusos del primer plano, sin nada que aporte originalidad ni marca propia. Una dirección simple, poco planificada y algo perezosa en general, sin mencionar los saltos de eje que se han colado en más de una ocasión.
Perdiendo el norte podría decirse que es un intento demasiado amable de tratar los problemas económicos de España en general y de los jóvenes emigrantes en particular. Pero un tema así, que preocupa tanto y que con el arte del sarcasmo inteligente y el gran alcance que tiene el cine como medio de comunicación de masas, podría haber hecho temblar los mismísimos suelos de la Moncloa, se ha quedado en medio de las lagunas de la divagación.
Una muestra, como tantas otras, de que un mal guión sumado a una vaga dirección no lo salva nadie y pasará, después del boom inevitable del fenómeno fan, sin pena ni gloria.
Escribe Gala Gracia