La pintura y su influencia en el cine
El director de cine Víctor Erice (1) confiesa haber descubierto la realidad de las relaciones entre la pintura y el cine con Robert Bresson, un artista con experiencia previa como pintor y gran amante del teatro. Bresson se convierte en cineasta para superar a la pintura en cierto modo. No hay una película suya en la que se pueda ver la imaginería de un plano, no habla de actores sino de modelos, no existen imágenes bellas sino imágenes necesarias. Aquí surge la modernidad en este medio de expresión.
Sin embargo, en la actualidad la imagen digital difundida a través de múltiples soportes ha llegado a producir un efecto de canalización. La retransmisión sustituye a la representación, ofreciendo una visión vulgar sobre la realidad. Los pintores sintieron lo mismo a finales del siglo XIX con el nacimiento del cinematógrafo. Cuando surgen la fotografía y el cine, todo un tipo de pintura queda falto de sentido porque hay una invención técnica que retransmite la imagen de las apariencias con una fidelidad extraordinaria. El proceso de aceleración y descomposición de las formas pictóricas, desde Picasso a Bacon, fue debido, al menos en parte, a la aparición de la fotografía y el cine. Resultó evidente el rechazo ante un medio que había despojado a la pintura de algo que había sido consustancial y privativo durante siglos: el status de la imagen. El cine sufre hoy la misma tensión que consumió a la pintura. Desde la aparición de la televisión, el cine ha ido cayendo en la dependencia económica y estética de aquélla. Las consecuencias de esta supeditación sin duda son preocupantes para el llamado séptimo arte y hoy resultan muy visibles sus efectos más degradantes.
En su película El sol del membrillo (1991) Víctor Erice precisamente propone una aproximación a las relaciones entre pintura y cine, al mostrar el proceso de creación de un cuadro por parte del gran pintor realista Antonio López. Este film documental nos habla de la pintura en el cine y del paso del tiempo. Durante siglos los pintores han tratado de dotar de movimiento a la pintura. La incorporación del tiempo ha sido uno de los logros fundamentales de los pintores modernos. En el caso de la película citada, se apoya la tesis de que pintar la luz equivale a pintar el tiempo, al menos esa es la intención de los dos artistas (Antonio López y Víctor Erice).
Edward Hopper, un pintor cinematográfico
Hopper nació en Nyack, Nueva York, en 1882, un año después que Picasso, pero su obra artística no tiene nada que ver con el revolucionario pintor andaluz. Los excelentes trabajos publicados por la biógrafa Gail Levin nos permiten conocer de manera pormenorizada el transcurso vital del pintor y nos muestran de manera fehaciente su relación con el cine, que sus hagiógrafos recuerdan permanentemente. En sus años de aprendizaje, Hopper se relacionó con Robert Henri, que fue uno de sus profesores, y con la Ash-can School, un grupo artístico que reflejó la vida de los barrios pobres en las pujantes ciudades de los Estados Unidos, aunque lejos de cualquier intención social o reivindicativa. Hopper se trasladó a la ciudad de Nueva York a principios del siglo XX, y allí viviría, con pequeñas interrupciones, hasta su muerte, más de sesenta años después.
En su juventud, viajó a París, capital artística del mundo en esos años. De hecho, Hopper viajó a Europa en varias ocasiones, durante su etapa de formación, y vivió en la capital francesa, donde conoció el tratamiento de la luz que hacían los pintores impresionistas, aunque la rápida sucesión de las vanguardias artísticas europeas no le supuso una influencia determinante. No obstante, profundizó en algunas tradiciones europeas como los paisajistas románticos ingleses, Turner y Constable, y sin duda fue sensible a otras influencias, como Rembrandt, Degas o Manet. De la pintura impresionista aprendió la trascendencia vital de la luz. Hopper siempre se mantuvo dentro de la pintura figurativa. Toda su obra, hasta su muerte acaecida en 1967, se desarrolló sin apenas variaciones, ajeno a las novedades creativas tanto europeas como americanas. De hecho, fue uno de los fundadores de la revista Reality, que se oponía frontalmente al arte abstracto de Mark Rothko o Jackson Pollock . Su esposa, Jo Nivison Hopper, también pintora, de personalidad muy distinta, le acompañó durante toda su vida y fue para él un apoyo fundamental.
A Edward Hopper se le conoce como el pintor del espacio, de la luz y de la soledad. Su pintura muestra un paisaje típicamente estadounidense formado por motivos urbanos, gasolineras, moteles, bares, trenes..., en los que puede intuirse la melancolía, la soledad que caracteriza, según Hopper, al individuo urbano, tan presente en la cultura norteamericana del siglo XX. Su mirada de la América del siglo XX representa una visión poco complaciente, opuesta a la reflejada por pintores contemporáneos como Norman Rockwell; un pintor costumbrista que ha reflejado la cara amable de Norteamérica, frente a Hopper que “ha visto” el lado oscuro, el drama individual y cotidiano.
Edward Hopper fue un gran aficionado al cine, de tal manera que el séptimo arte resultó ser para el gran pintor norteamericano fuente de inspiración. Reconoció su admiración por filmes como Los niños del paraíso de Marcel Carné (1945), Forajidos de Robert Siodmak (1946), El halcón maltés de John Huston (1941) o Marty (1955) de Delbert Mann. Estas películas le inspiraron directamente algunos de sus trabajos más significativos.
En las primeras décadas del siglo XX, grupos como The Ten, en el que se sitúan pintores como Rothko y Gottlieb, o The Eight, con Robert Henri, se caracterizan por la idea de reflejar la vida urbana. Es a partir de esos años cuando se empieza a hablar de una escuela norteamericana de pintura. Pese a todo, y aunque la influencia de algunos movimientos europeos llega a tener un cierto impacto, muchos artistas estadounidenses siguieron dependiendo de una noción de la vida rural que estaba empezando a ser un recuerdo, lo que no impidió el favor del público y de una parte de la burguesía hacia la denominada American Regionalist School y de pintores como Grand Wood. Sin embargo, ese interés por las novedades europeas que empezaba a aparecer en algunos círculos estaba lejos de las inclinaciones de Hopper. Cuando estalló la gran crisis de 1929, Hopper era ya un hombre maduro, con ideas enraizadas en el realismo pictórico.
Aunque Hopper es un pintor que no ha creado escuela, su influencia es palpable en la producción de diferentes artistas, fotógrafos, cineastas y pintores posteriores como Luc Tuymans, Neo Rauch, Peter Doig. Y su ascendiente también es constatable en el caso de pintores españoles como Gonzalo Sicre, Ángel Mateo Charris o Damián Flores Llanos.
La influencia de Hopper en el cine
La importancia de Hopper no radica en su ruptura con las normas estéticas o la búsqueda de nuevas técnicas pictóricas, sino en que puso de manifiesto que las imágenes que creamos parten inequívocamente de la realidad de las cosas que nos rodean y, sin embargo, son expresión de un mundo personal e íntimo, por eso su aportación es tan importante para los creadores de imágenes.
Si indagamos en filmes concretos, podemos encontrar “lienzos de Hopper” reconstruidos cinematográficamente en ellos. A modo ilustrativo para los lectores pueden citarse: El Eclipse de Michelangelo Antonioni (1962); Llueve sobre mi corazón de Francis Ford Coppola (1969); La última película de Peter Bogdanovich (1971); Dinero caído del cielo de Herbert Ross (1981); Bagdad Café de Percy Adlon (1987) y, de forma especial, las películas de Todd Haynes, Safe (1995) y Lejos del cielo (2002).
Los paisajes urbanos pintados por Hopper transmiten desasosiego. Los objetos inanimados parecen cobrar vida. En algunos de sus cuadros más celebrados, como Halcones de la noche, pintado en 1942, el pintor consigue captar el pulso psicológico de un lugar y época concretos, la Norteamérica de entreguerras. Los temas abordados por Hopper son nítidamente americanos, es la plasmación de la realidad americana de la época. Sus temas y personajes son representados con una sensación de intemporalidad, o de tiempo detenido. Como advierte José Luis Borau (2), en referencia a Hopper, la representación de la realidad viene caracterizada en el pintor norteamericano, porque queda representada en sus elementos esenciales, característicos, prescindiendo de todo lo superfluo. Esa capacidad para representar lo esencial, traspasando el localismo o la realidad concreta, convierte las pinturas de Hopper en mensajes universales.
Hopper, partiendo de una realidad crea una abstracción, fundamentalmente a través de la luz, la forma y el color. La luz representada por Hopper es una luz realista, descarnada, tan poco poética como exige el mundo cotidiano, en realidad es la luz de la vida, alejada de las ensoñaciones. Hopper representa la alienación consustancial de la vida moderna, la convivencia impersonal en las grandes urbes, la soledad vivenciada mientras estas rodeado de gente. Submundos de violencia psicológica y sufrimiento bajo la apariencia de una cotidianeidad perfectamente normal, pero que convive con la superstición y el miedo, porque la diferencia entre el bien y el mal, en lo cotidiano, no resulta fácil de discernir.
La deuda con las películas del cine negro de la gran época de Hollywood, anterior a la caza de brujas promovida por el senador McCarthy, resulta visible en muchas de sus pinturas. El cine funciona con metáforas, transforma una historia anecdótica en un mensaje universal, entendible por muchos. En ese sentido, la “pintura narrativa” de Hopper, que partiendo de hechos cotidianos trasciende la mera anécdota, ha pesado en muchos cineastas.
La influencia de Edward Hopper en algunos directores de cine, además de relevante, se ha mantenido a lo largo del tiempo. Desde Alfred Hitchcock hasta David Lynch es posible identificar conceptos visuales, soluciones referidas a la iluminación y el encuadre o “atmósferas psicológicas” que de manera inequívoca han sido sugeridas por este pintor. Esas influencias son claramente identificables en películas como La sombra de una duda (1943), La ventana indiscreta (1954), Vértigo (1958) o Psicosis (1960) de Alfred Hitchcock; La noche del cazador (1955) de Charles Laughton; Matar a un ruiseñor (1962) y Verano del 42 (1971) de Robert Mulligan; Malas tierras (1973) y Días del cielo (1978) de Terrence Malick; A quemarropa (1967) de John Boorman; Alicia ya no vive aquí (1974) de Martin Scorsese o Dinero caído del cielo (1981) de Herbert Ross. También directores no norteamericanos han sido influidos de manera muy visible por Hopper; en este sentido debe destacarse especialmente al cineasta alemán Wim Wenders, con películas como El amigo americano (1977), París, Texas (1984) y El final de la violencia (1997).
La influencia de Hopper en el cine se ha mantenido hasta nuestros días y además sobre directores muy significativos, como es el caso de David Lynch, en filmes como Terciopelo azul (1986), Una historia verdadera (1999) y Mulholland Drive (2001), o Sam Mendes en Camino a la perdición (2002).
El cineasta alemán Wim Wenders, a propósito de su último film hasta la fecha, Don’t come knocking (2005) ha declarado en relación a la influencia del pintor: “Esa imagen hopperiana es buscada conscientemente. Amo de ese pintor la ausencia de detalles; ese ir a lo mínimo indispensable. Hay sitios de los Estados Unidos donde pones la cámara y te sale un cuadro de Hopper” (3).
En sus conceptos y temáticas, las telas de Hopper, aunque le precedan, recuerdan los relatos cortos de Raymond Carver, al viajante de Arthur Miller, a los personajes condenados de John Steinbeck, o las historias de Truman Capote. Sus cuadros parecen ahogar un grito, ocultar un desasosiego vital que, sin embargo, se revela al espectador atento de su obra. La idea de soledad, la desesperada sensación de que todo se ha perdido, está en esos personajes: es el reverso del sueño americano. Hopper fue consciente de que la vida americana había cambiado después de la segunda guerra mundial. Esa sensación de pérdida de un modo de vida, queda reflejada en sus pinturas. En la obra titulada Habitación de hotel (1931) quedan representadas de forma fehaciente algunas de las temáticas más características del pintor: la soledad, la actitud melancólica, el viaje o la necesidad de ensimismamiento.
Sorprendentemente, Hopper, que vivió más de sesenta años en Nueva York, no hizo aparecer los rascacielos de Manhattan en sus escenas urbanas, sino que recogió imágenes inquietantes y tediosas, representando al habitante de la ciudad, con mucha mayor frecuencia a personajes femeninos, con más posibilidades para representar los estados de ánimo. Hopper es un pintor que carece de sentido del humor. Aleja así su pintura de la producción del arte pop posterior. A través de su obra quería pintarse a sí mismo, pero nos enseñó, sin pretenderlo, las consecuencias del capitalismo, la realidad del sueño americano encerrado en un frío restaurante o en una sórdida habitación de hotel. Sus espacios son retratos psicológicos de cierta manera americana de concebir la existencia.
Sus personajes ensimismados y melancólicos, sus calles desoladas y silenciosas y sus cafeterías y cines siempre habitados por seres solitarios parecen reflejar las vicisitudes del hombre moderno. Otro de los temas característicos del modo de vida metropolitano que emerge en el siglo XX es el de los viajes. Hopper estuvo atento a esta realidad y un número significativo de sus cuadros está dedicado a la visión del viajero ante los paisajes, tanto urbanos como rurales, ya que él mismo en compañía de su esposa, fue un viajero “en busca de temas”.
Sobre la relación entre Hopper y Nueva York, Antonio Muñoz Molina ha señalado que para una mirada europea, Edward Hopper “es un pintor de figuras hieráticas y lugares neutros o abstractos, de extrañas habitaciones con muebles rudos y grandes y ventanas enormes que dan a edificios de ventanas idénticas o a paisajes despoblados (...), figuras detenidas en gestos, ensimismadas en tareas que parecen poseer una significación muy profunda, completa en sí misma, pero también inaccesible, como fotogramas aislados de películas cuyo argumento nos es desconocido” (Ventanas en Manhattan, 2005, 59). Muñoz Molina señala que en Nueva York uno se da cuenta de que el arte americano, que en cualquier parte del mundo se percibe como universal es de un localismo extremo, y apostilla que quizás la grandeza de sus mejores obras reside en el estrecho vínculo que mantienen con lo inmediatamente real, con su capacidad para fabular con los materiales más cercanos de la vida.
Sin duda, estas palabras parecen especialmente adecuadas para justificar la obra de Edward Hopper.
Escribe Juan de Pablos Pons
Notas:
(1) Apuntes de E. Barriendos tomados durante el encuentro-diálogo entre Víctor Erice y José Luis Guerín en la clausura del seminario "La pintura en el cine: una aproximación", celebrada en Valencia, 11 de noviembre de 2005. (Consulta en la web: http://www.zinema.com/textos/lapintur.htm) .
(2) Entrevista incluida en el documental Edward Hopper. El pintor del silencio (Canal +, 2005)
(3) Entrevista publicada en El País, 19/08/2005.