Editorial enero 2022

  31 Enero 2022

La tragedia y la farsa

enero-0-cortina humoEl encabezado de este editorial refiere, como muchos han podido imaginar, a la famosa sentencia de Karl Marx que habla sobre la repetición de la historia. Hay otra, no menos imaginativa y quizá más precisa, atribuida quizá falsamente a Mark Twain: la historia no se repite, pero a veces rima.

Lo cierto es que no parece absurdo referirse a estos dos pensadores cuando uno contempla los albores del año 22 de nuestro siglo, en medio de una pandemia con varias olas que recuerda a la funesta irrupción de la gripe española hace casi exactamente cien años, con la que nuestro azote actual guarda patrones asombrosamente similares.

Aquella desgracia no vino sola en el primer cuarto de la vigésima centuria: como ya es sabido, la Gran Guerra asolaba entonces el viejo continente, y el caduco Imperio ruso, ya disuelto entre la Revolución y la guerra civil, alumbraba uno nuevo que reorganizaba sus territorios con la adhesión de las primeras repúblicas socialistas soviéticas, entre las que se encontraba la muy fértil Ucrania, territorio entonces disputado a Rusia por los imperios centrales de Alemania, Austria y Hungría, y cuyo destino siempre aparece marcado por su situación estratégica y por el eterno debate entre sus alma pro-europea y pro-rusa.

Hoy, los tambores de guerra de nuevo parecen acompasarse con rima asonante en el viejo continente, y esto es así porque las viejas potencias ya no guardan obediencia a imperios unívocos. Vista esta reorganización de poderes, la farsa se adivina en que los actuales contendientes se mueven más por imperativos económicos y no pocas veces por la pura bravuconada de sostener un farol, y la tragedia en que sea cual sea el desenlace, esto no puede traer nada bueno para quien se halle en primera línea de frente, ni enseñanza alguna para quien contemple desde la retaguardia: otro viejo adagio sostiene que la primera víctima en una guerra —sea económica, híbrida o asimétrica— es la verdad, y si en algo puede decirse que hemos avanzado en un aspecto bélico, es en el uso de armas de destrucción y desinformación masivas.

La desinformación, la simplificación, el desvío de la atención, la creación de problemas donde no los hay, la aparición de ofensas donde no se las espera... todos son mecanismos de acción de los populismos, que hoy rebrotan al amparo de los grandes medios de comunicación.

Es obvio que tales populismos ya no suelen crecer sobre el inmundo fango del racismo decimonónico que alimentó los de hace un siglo, y que los contrapoderes mediáticos que hoy día buscan ganancia en este río revuelto se anulan a veces unos a otros... pero lo cierto es que las sociedades de masas siempre parecen prestas a dejarse embaucar por cantos de sirena que las arrastran hasta las profundidades.    

Algo así parece sugerir la gran triunfadora de Las mejores del año de Encadenados: No mires arriba, de Adam McKay, es probablemente un producto sobrevalorado por la coyuntura: ha encontrado el momento justo en la plataforma adecuada, ha sabido tomar el pulso de su tiempo y ha desnudado a todos los gurús de la neopolítica y la neociencia. Todos estos son ingredientes del éxito, porque vivimos tiempos convulsos y porque nadie guarda simpatía ni respeto por sus actuales representantes políticos, más pendientes de la sociometría y de la imposición del relato que de la servidumbre pública. Pero todo ello no la convierte en una gran película que vaya a perdurar a través de las décadas.

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Tampoco puede decirse que sea original. Ya me he referido a su muy digna antecesora, La cortina de humo que, guionizada por Mamet, dirigida por Levinson y protagonizada por De Niro, Hoffmann y Harrelson, tuvo la habilidad de predecir el futuro; allá donde No mires arriba simplemente traspone, metaforizadas, las miserias de su tiempo, La cortina de humo anticipaba los métodos que la administración Bush estaba a punto de poner en marcha tras el 11-S, bien que sosteniéndose en un escándalo sexual de la era Clinton.

No ser original no la convierte, tampoco, en una mala película. Si algo de bueno tiene parte del buen cine actual es esa capacidad para señalar cosas que nos preocupan de un modo que simplemente nos entretenga y a veces nos haga pensar un rato.

Y digo por un rato porque a pesar de las intenciones de los desubicados de siempre, que pretenden reconstruir el mundo contando historias edificantes y casi evangélicas, el poder de la cinematografía contemporánea para cambiar las agujas de la vía social es ya puramente anecdótico, y casos como el de Rosetta —una película belga que obligó a modificar las leyes de contrato laboral juvenil— son extraños y encuentran su fuerza en la denuncia hiperrealista más que en la expresión simbólica.

A estos nuevos apóstoles habría que recordarles que el tiempo en que D. W. Griffith provocaba incidentes raciales en varias ciudades norteamericanas con su retrato descarnado de los negros en El nacimiento de una nación, o Eisenstein y Riefenstahl enardecían a las masas con El acorazado Potemkin o El triunfo de la voluntad, era el de la hegemonía de lo cinematográfico como ámbito del discurso.

Una sola película contenía entonces la carga expresiva de lo extraordinario. Cada exhibición en salas era un acontecimiento, cada estreno una novedad, una nueva perspectiva... una excusa para hablar durante semanas de lo mismo, sacándole todo el jugo. El mundo era joven y muchas cosas aún no tenían nombre, y para nombrarlas había que verlas en pantalla.

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Pero hoy día el cine ya no es un culto masivo, un hito festivo significativo y único, sino una rutina deliciosa y omnipresente, como los atardeceres o los desayunos: a veces inolvidables, a veces indigestos... siempre cotidianos. Y lo cotidiano ya no tiene la fuerza de la ceremonia ritual, sino la de la simple mecánica del engranaje.

Naturalmente, esta transformación no fue repentina. Sidney Poitier, recientemente fallecido, fue acaso uno de los últimos testigos de la transición cinematográfica que ya no aspiraba a cambiar revolucionariamente, sino a consolidar, normalizándolas, las nuevas tendencias sociales.

El primer actor negro en ganar un Oscar fue protagonista de intensos dramas raciales en una época —los años sesenta— particularmente convulsa. La clásica Adivina quién viene esta noche pretende pasar a la historia como una polémica y atrevida defensora del matrimonio interracial, aunque lo cierto es que las leyes que negaban ese derecho fueron anuladas por la Corte Suprema meses antes de su estreno. La película de Kramer no puede considerarse por ello menos valiente, entre unas cosas porque cuando se rodaba tales leyes aún continuaban vigentes, y entre otras, porque pretendía contribuir a que se normalizase una situación que aún resultaba escandalosa.

Lo cierto es que, a pesar de su atrevimiento, los problemas sobre los que pretendió concienciar seguían coleando veinticinco años después ¿Cómo, si no, explicamos que Spike Lee todavía levantara ampollas en 1991 con su Jungle fever, hablando de parejas interraciales?

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En los primeros noventa Philadelphia, de Jonathan Demme, pretendió concienciarnos sobre la epidemia del SIDA y sobre la humanidad de los homosexuales. La película tuvo un grandísimo impacto por la calidad de sus interpretaciones y sobre todo por la canción de Bruce Springsteen, y desde luego ayudó a visibilizar algo de lo que todo el mundo ya hablaba. A normalizar la enfermedad quizá contribuyeron más, lamentablemente, Rock Hudson, Freddie Mercury, Amanda Blake, Anthony Perkins, Rudolf Nureyev, Michel Foucault y menos dramáticamente, Magic Johnson.   

La época de internet y las plataformas de streaming ha puesto al cine a la altura de los desayunos y los atardeceres. Algunos pesados buscan transformar las conciencias por inundación, imponiendo en cada película una cuota que «normalice» ciertas concepciones políticas. El empeño es inútil, porque la atención y el interés se deslizan fugazmente sobre lo cotidiano, y la fugacidad no deja poso. El detonante revolucionario es ya irrelevante.

Lo bueno de este desleimiento político al que por condiciones históricas y tecnológicas se ha venido sometiendo al séptimo arte, es que quizá —y solo quizá— alguien se dé cuenta de su verdadera valía y pueda devolverlo al lugar que le corresponde: el de la pura creación artística.

Mientras tanto seguiremos padeciendo a los que sobredimensionan la propaganda o la ideología en detrimento de la Estética, así, con mayúsculas.

Pero no olvido que hablábamos de la historia y sus rimas, y nada mejor para hablar de rimas que referirse a canciones.

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Últimamente parece haber un resurgir del musical, un género cuya época dorada se dilató desde los años treinta a finales de los cincuenta y uno de cuyos mayores éxitos fue West side story, en 1961. No podemos dejar de señalar que el musical es uno de los elementos que sigue haciendo que el cine se constituya por y sobre el arte, y esta revitalización nos viene al pelo para lo que sugeríamos.

La cuestión es que este nuevo soneto histórico se ha compuesto desde los más diversos ámbitos: West side story ha sido rehecha por Steven Spielberg, siendo recibida con loas generalizadas. A su éxito precedieron realizaciones clásicas —como la tradicionales entregas musicales de Disney, que no para de nutrir el mercado anualmente con productos muy desiguales— pero también muy novedosas: La-La-Land supuso el pistoletazo de salida y la muy reciente y original Annette ha dado una nueva vuelta de tuerca al género, cosechando críticas de lo más diverso.

Como para que la máquina no pare, próximamente está previsto el estreno de Cyrano, un musical en el que Peter Dinklage dará vida al narigudo francés. Una reivindicación de los «cuerpos no normativos» de cuya presunta novedad ya dio cuenta Edmond Rostand hace un siglo. Nihil novo sub sole; todo el mundo sabe que Cyrano debía rimar con...

No-normatividad y música dan como resultado Meat Loaf, nombre artístico de Michael Lee Aday, vocalista de Heavy metal y actor en más de cincuenta películas, cuyos papeles más celebrados fueron los de Eddie en el musical The Rocky Horror Picture Show y el archiconocido Robert Paulson en El club de la lucha. Michael, cuya capacidad pulmonar era sobrehumana —se dice que fundió un fusible del equipo de grabación al cantar una nota altísima—,  falleció este mes de enero por coronavirus, un asesino que ataca el aparato respiratorio. La historia no solo se plasma en rimas y farsas; a veces también resulta profundamente sarcástica.

Sobre las cuestiones del Benidorm Fest, Eurovisión y las tetas prefiero no pronunciarme: no he escuchado ninguna de esas canciones ni tengo el más mínimo interés en estas cuitas. Creo que voy a dejarle el asunto televisivo a mi amigo Ángel Sanmartín y me voy a escuchar I’d do anything for love (But I won’t do that) de Meat Loaf. Una canción basada en los musicales de La bella y la bestia y El fantasma de la ópera es sin duda lo más adecuado ahora.

Sus rimas también serán probablemente más interesantes y menos edificantes.

Escribe Ángel Vallejo

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