Editorial octubre 2013

  21 Octubre 2013

De salvadores, de listos y listillos 

la-vida-de-adele-0Llegó la sensación de Cannes de este mismo año, la excelente La vida de Adèle, un filme en estado de gracia que cuenta con dos actrices excelentes. Imposible tal brillantez sin su presencia. No se esperaba tal derroche de cine en un realizador, Abdellatif Kechiche, sobre todo por algunas de sus anteriores películas, como Cuscús y Venus negra, en las que sus logros se diluían ante la sobreabundancia de sus imágenes.

Ésta es larga, mucho más que aquellas, pero aquí los 180 minutos están plenamente justificados. No quiero hablar de este filme sugerente, rico, admirable ya que su crítica corresponde a uno de nuestros compañeros, que eso si, sé que también le ha resultado fascinante. Lo que quiero es referir a algunas cuestiones que gravitan alrededor del título.

La primera de ellas hace referencia a la actitud de ciertos espectadores que se sienten incómodos ante la visión de la película y que en algunos casos optan por abandonar sala sobre todo cuando llegar la escena, digamos, cumbre de la primera parte (el filme está compuesto de dos partes unidas pero a su vez fáciles de diferenciar), aquella en la que las dos mujeres llevan a cabo su encuentro sexual. Hasta ese momento, con dificultad, lo han podido seguir, más en ese instante explotan: demasiado para el cuerpo, para el suyo, claro.

Una secuencia necesaria e importante, no fuera de lugar, tanto en duración como en la forma de estar expuesta. El rechazo de esos espectadores se debe a no admitir algo que La vida de Adèle explota en todo momento: la necesidad de ser libres, de actuar libremente. El encontrarse con homosexuales y lesbianas que acceden y expresan esa libertad enturbia mentes que sólo toman como normal aquello que opinan que entra lleno de esa normalidad, aunque en muchas de esas mentes Freud encontraría más de una sorpresa.

Hoy en día, y eso es un gran logro, en estas democracias vigiladas —y probablemente bastante adulteradas— que vivimos, podemos, sin cortapisas, sin censuras, sin fundamentalistas que traten de salvarnos de no se sabe muy bien qué, visionar esta película u otras que reflexionan, plantean problemas que hace años hubieran, en este país, hecho saltar todas las alarmas. Lo normal es que no hubiéramos tenido acceso a ellas, al menos totalmente.

Se puede recordar cómo la tan blanda y, por cierto, torpe a pesar de su premio en Cannes (1) titulada Un hombre y una mujer de Claude Lelouch, que sí se estrenó en España en su momento, vio alterado el montaje de una secuencia entera (aquella en la que al ritmo de la música de Francis Lai veíamos a los amantes en diferentes situaciones) añadiendo planos anteriores y posteriores para evitar que se pudiera ver una secuencia (ingenua a más no poder) de cama.

No digamos de las prohibiciones de títulos necesarios como Blow-up, La naranja mecánica, La grande bouffé, El Decamerón, El último tango en París, Cuentos inmorales o La dolce vita, por cierto la película que más veces se presentó (y fue rechazada) por nuestra insigne censura de la épocaque se programaban en maratonianas sesiones en Perpignan para peregrinos cinematográficos españoles o que veíamos en viajes a París u otros lugares.

Cochinadas dirían algunos, la subversión total señalarían otros acordándose de que el cine era libertad de expresión, o así afirmaban algunos tridentinos. Los mismos, o sus sucesores, los salvadores natos de todo y todos, sin que nadie se lo pida, y con pocas velas en esos entierros, que años después se apostaban a la puerta de los locales que se atrevían a estrenar filmes tan blasfemos como Yo te saludo María o La última tentación de Cristo. Furiosos fanáticos que incluso lanzaban contra la pantalla tinta o bombas fétidas en el local.

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Hoy las películas se pueden ver sin problema —la libertad real más discutible—. Eso sí, algunos dirán: qué cerdadas las cosas que se ponen ahora, qué solas nos muestran con lo bonitas que eran aquellas películas rositas (y sositas) americanas que nos deslumbraban con las maravillosas casas ajardinadas con piscina, con los cochazos de los protagonistas, la felicidad de aquellos seres. Todo en glorioso Technicolor que publicitaba una determinada vida que era como un ensueño maravilloso.

Hoy, en una sala podemos asistir a la fallida pero demoledora propuesta de Canibal, en otra al fundamentalismo que aqueja a la sociedad americana presente en la brillante Prisioneros, más allá la cruenta realidad reflejada en la dolorosa, y muy válida, La herida o, incluso, en aquellas otras estaría la locura a la que conduce una cierta sociedad cerrada y dominante en la extraordinaria Perder la razón, o incluso el precipicio en el que se sume una fanática religiosa en la discutible Paraíso: Fe.

Vamos con el segundo (al igual que La vida de Adèle que por si no queda claro, es una gran película) referente tanto respecto al cacareado filme como a otras cosas relacionadas con el tema. Hace unos días, en uno de los cursos de cine que imparto, proyectaba, me gusta hacerlo en las primeras sesiones, La verdadera historia del cine (Forgotten Silver, 1995) de Peter Jackson un falso documental que cabrea mucho al personal cuando descubre eso mismo: que es falso. Todo él, de todas maneras, al igual que en las películas-documento de Patino, está repleto de claros guiños al espectador para que descubra que aquello es una falsedad. Ni por esas.

La actitud del realizador de El señor de los anillos es demostrar eso mismo: la irrealidad del cine, su sentido de hipnotismo y seducción que hace que los espectadores, en estado total de pasividad, tomen como real lo que no es más que… cine. Pues bien, cuando puse el making of del filme, aparte del sentido de frustración de algunos asistentes escuché la confesión de un asistente que me comentó que él cuando de niño veía películas donde los personajes se tiraban tartas de crema a la cara creía que todos aquellos eran personas, digamos, que pasaban por allí.

Por eso, no es extraño escuchar que la autora del comic que sirvió de base a La historia de Adèle (titulado El azul es un color cálido), arremetiera contra el director del filme debido a que, no se lo pierdan, las dos protagonistas no sabían interpretar la escena de sexo entre ellas debido a que eran heterosexuales y, además, en el rodaje, se protegían con una vagina de plástico.

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Entendemos que la autora Julie Maroh estuviera enfadada con Kechiche porque ni la dejó estar presente en el rodaje ni se acordó de ella al recibir el premio en Cannes (aunque sí se acordó de las dos excelentes artistas que le escoltaron al recibir el premio), pero de ahí a que la autora abogue porque una historia de lesbiana sea interpretada por lesbianas, hay un gran abismo. Maroh parece que confunde los términos, que ignora, por muy autora y culta que sea, que los actores interpretan los papeles que tienen encomendados. Mejor o peor, pero son intérpretes.

Según la teoría de la autora del comic las películas deberían ser interpretadas exclusivamente por personas del oficio, lugar, edad y situación coincidentes con el personaje que interpretara. Así que desterrada Vivien Leigh para hacer de Scarlett, John Wayne de Ethan, George Scott de Patton, Marlon Brando de Marco Antonio… Ya saben el cine no sería cine, sería la realidad al cien por cien. ¡Qué bonito!

Y hablando de gente listilla a tope habrá que citar no sé muy bien si es un actor que hace de ministro o un ministro que hace de actor cómico. Se llama, de nombre verdadero o artístico, Montoro. Entre sus chascarrillos se encuentra ese que dice que el cine español actual es malo, malo. Tan malo que por eso la gente no va a verlo. Suponemos que él, que dice le gusta ir al cine, sólo ve películas con mucho encanto, mucho azúcar y mucho flou porque de no ser así sabría que el cine actual, en general, no es tan bueno (en bloque) como el de antes aunque debería saber que hay cine bueno y muy bueno.

El que la gente no vaya al cine porque es malo (sobre todo el español) es una falacia como se demostró a finales de este octubre caluroso de 2013 cuando se lanzó la triada del cine, es decir, tres días en los que se podía acudir a los cines adheridos a ese invento a precios de antes del cuplés. Y el éxito fue total. Llenos como no conocían ni los más cinéfilos de la localidad. El ministro en horas libres actor señor Montoro o viceversa debería saber que ese invento suyo de subir el IVA de la cultura (claro, no hay que olvidar que la cultura es muchas veces peligrosa porque de una cosa se pasa a la otra, a la de pensar y entonces…) hasta el máximo producirá precios cercanos, o claramente, prohibitivos. Aparte de que no está bien que un actor ministro o un ministro actor arremeta contra el cine que se hace, se produce o se coproduce en su país.

Quizá a tal persona le convendría saber, no por nada simplemente para que lo tenga en cuenta, que una productora española ha contribuido en la producción (en más o en menos pero ahí está) de, nada menos, La vida de Adèle.

Escribe Adolfo Bellido López


Nota

(1)    En un año en la que competían obras de gran categoría como Campanadas a medianoche de Welles o Faraón de Kawalerowicz

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