Adolfo comenzó siendo una figura entre mítica y espectral. Eran los lejanos tiempos de 1977, y un grupo de bisoños estudiantes venidos de remotos pueblos nos instalamos en aquel gigantesco instituto, entonces aún con el nombre de universidad laboral, para recibir una formación que anhelábamos como el modo de alcanzar algo parecido a la salvación.
Las primeras noticias de Adolfo venían, claro, del cine-club. Eso también era nuevo para nosotros. Quien más quien menos había ido al cine, aunque evitaré citar los títulos de las películas que hasta ese momento habíamos visto, pero lo que allí se nos ofrecía era algo más: no sólo había que ver la película, sino que antes nos explicaban un poco de ella, y al final, eso era lo duro, había un coloquio. Y digo duro no porque representara un trabajo o un suplicio de cualquier tipo, sino porque ya desde el primer día se nos advirtió de que no sólo era obligatorio asistir al coloquio, sino también participar en él. Los primeros días nos devanábamos los sesos intentando imaginar una intervención que no resultara muy llamativa pero que salvase la papeleta, y aunque nunca se nos preguntó nada en esos famosos coloquios, y aunque estuvimos casi tres años sin abrir la boca, la amenaza no llegamos nunca a superarla del todo.
De ahí el carácter mítico de Adolfo del que hablaba. Él era el responsable del miedo con el que convivimos estos años, y que sólo comenzamos a superar cuando lo conocimos más de cerca. Pero apuntaba también que para nosotros era algo así como un espectro, y no me estoy refiriendo a esa delgadez que siempre ha tenido y que más de uno de nosotros, con el paso del tiempo, ha acabado por envidiar, sino a que no sabíamos nada más de él, ni su nombre, ni su ocupación al margen del cine, ni la influencia que pudiera tener sobre nuestros tutores y profesores. La verdad es que apenas lo veíamos, ya que nuestra sesión de cine-club era nocturna, y no era él quien la llevaba, pero su presencia –conceptual al menos– no nos abandonaba.
Comenzó a tener nombre el curso siguiente, y el nombre que le asignamos fue “el doctor”. No nos daba clase a nosotros, pero sí lo hacía Elvira, su mujer, Física y Química de segundo de B.U.P., y por allí aparecía él hacia el final de la clase a esperarla, y a veces también a participar en súbitas polémicas suscitadas por algún problema que no llegábamos a comprender. La pasión con la que todos sabemos que vive el mundo del cine descubrimos allí que también solía aplicarla a otros ámbitos. “El doctor”, qué prodigio de imaginación la nuestra, le fue asignado porque lo veíamos siempre ataviado con la típica bata blanca que los profesores de física, y casi nadie más que ellos, suelen vestir en los institutos. Recuerdo también que en aquellas primeras apariciones Adolfo llevaba un brazo en cabestrillo, producto, según nos contó Elvira, de un accidente producido al intentar coger el autobús. Ahora, con el paso del tiempo, me lo imagino poseído por su tradicional despiste quedándose cogido a la puerta del autobús cuando éste ya había salido, o algo así.
Fue al año siguiente, el tercero que estábamos allí, cuando comenzó a darnos clase de física. Lo tuvimos durante dos cursos como profesor, y hay que decir que sus clases eran de todo menos aburridas. Aprendimos mucha física, y a los datos objetivos podría remitirme, pero no sólo física. Allí se hablaba de muchas más cosas. De cine, por supuesto, y una de las estrategias que utilizábamos cuando los problemas que tocaba corregir no los habíamos hecho era preguntarle por tal o cual película, y normalmente picaba y entraba a saco, aunque la estrategia solía fracasar, pues siempre quedaba tiempo para cumplir con el orden del día. En eso siempre fue absolutamente responsable con su trabajo. Pero supo ejercer esa responsabilidad desde la cercanía, es decir, Adolfo era esa rara especie de profesor que no sólo era amigo de sus alumnos (de esos hay muchos), sino que lo era sin dejar de ser profesor (lo cual ya es mucho menos frecuente). Allí se habló de muchas cosas, y sin duda nuestra formación, sin que quizá nos diéramos cuenta entonces, le debe a sus clases mucho más que la física que aprendimos.
En aquellos dos años se sucedieron muchas anécdotas. A mí me vienen a la cabeza dos: la primera ligada a su famosa cartera. Mítica habría que decir incluso. Era una prueba evidente de la relatividad del espacio, pues costaba entender cómo podía caber todo aquello allí. O más aún de la segunda ley de la termodinámica, la de la entropía, ya que en la cartera de Adolfo todo se dirigía ineluctablemente hacia el caos. De allí aparecían libros, trozos diversos de tiza, bocadillos, papeles, libretas, bufandas, y cualquier cosa por inesperada que fuera. Cuando había que entregarle la libreta de prácticas, nos asaltaba el temor de si volveríamos a verla o estábamos confiándola a una especie de agujero negro del que nunca volvería.
La segunda de las anécdotas tiene que ver con los exámenes. Era una de esas épocas en que íbamos especialmente agobiados durante nuestro curso de C.O.U. No recuerdo cuál era el tema concreto, pero Adolfo nos propuso, ante nuestras quejas por la dificultad de la materia, hacer el examen con libros y apuntes. Se nos iluminó la cara; creíamos que quedaban resueltos todos nuestros problemas, y rápidamente aceptamos. Cuando el día señalado nos entrega las preguntas del examen, tras parpadear de incredulidad, nos mirábamos de soslayo con una cara de asombro y de tragedia anticipada que hubiera sido digna de quedar perpetuada en alguna foto. La escabechina fue histórica. Tanto que cuando llegó la hora del siguiente examen, Adolfo preguntó, sin duda cargado de sarcasmo, si esta vez queríamos que el examen fuera con libros y apuntes o sin ellos, a lo que contestamos con una unanimidad que seguramente nunca antes ni después volvió a darse: que por supuesto sin libros.
Y seguíamos asistiendo al cine. La primera película que vimos en el cine-club fue El honor perdido de Katherine Blum, después vino el que fue quizá el mayor éxito durante los cuatro años que allí estuvimos, La última película, de Bogdanovich, y otras muchas que permanecen aún hoy ancladas en nuestros recuerdos, aunque no siempre por los motivos que elevaron a esa categoría a la de Bogdanovich. Podría citar títulos como Con faldas y a lo loco, con las transparencias de Marylin, o Bananas, lo primero que muchos veíamos de Woody Allen, o Plácido, Sacco y Vanzetti, El quimérico inquilino, Fat City, con las luces apagándose en la escena final, Sucesos en la IV fase, una ciencia ficción con hormigas desconcertante, Stavinski, de la que nadie entendió nada, Picnic en Hanging Rock, Sonata de otoño o La encajera. También algunos ciclos memorables, como los que dedicaba la Semana de cine a autores como Santiago Alvarez o Wim Wenders.
El último año llegó la escuela de cine, un concepto mágico, entre otras cosas porque pertenecer a ella te franqueaba la entrada a todas las sesiones de todos los cine-clubs que tenían lugar en la laboral; tan sólo había que hacer al entrar en la sala un gesto displicente con la mano, mal copiado de alguna película de Bogart, y murmurar “escuela de cine”, y nadie te preguntaba o te pedía nada más. Si algún despistado ponía alguna objeción, amenazábamos con llamar a Adolfo, y como los que estaban en las puertas solían ser más jovencitos, y por aquello de la figura mítica de la que hablaba al principio, se acababan los problemas.
La apertura de las sesiones de la escuela de cine fue una charla de Norberto Alcover, donde supimos de la existencia de una película que se llamaba Saló o los ciento veinte días de Sodoma, película que, tras la charla, nadie se perdió en la primera ocasión que tuvo de verla. Y por fin llegó el momento de rodar nuestra primera obra maestra. Creo que era nueve minutos totales de película en super 8 y una semana con la cámara. Recuerdo que la nuestra era una cosa muy deprimente, con unos personajes que apenas hablaban (y no porque se tratase de una película muda), que miraban casi siempre al suelo, y que nunca sonreían o manifestaban cualquier atisbo de alegría. No sé si aún existe aquello, pero espero, por el bien del arte cinematográfico, que nadie guarde ni siquiera memoria de lo que allí rodamos.
Aprendimos mucho cine, mucho más de lo que en aquellos momentos creíamos, pero no sólo sobre el lenguaje cinematográfico, del que tanto le gustaba hablar a Adolfo, sino, y creo que eso es aún más importante, sobre la actitud ante el cine. Nos contaba Adolfo que Godard decía que la fila del cinéfilo era la cuarta, por no sé cuantas razones que he olvidado, pero lo cierto es que desde entonces no he soportado ver las películas en las filas traseras de la sala. Y aprendimos que la visión de una película es una experiencia que se vive con recogimiento, en silencio, y famosas eran las interrupciones en las proyecciones cuando alguien no respetaba esta norma, y aún ahora no soporto que se hable en el cine, lo que me ha llevado a abjurar de ciertas salas y de ciertos horarios.
Pero, por encima de todo, Adolfo nos enseñó a crearnos nuestra propia opinión. Él ofrecía su interpretación de lo que veíamos, pero se interesaba constantemente por la nuestra, lo que obligaba a la reflexión y a la traducción en palabras de esa reflexión. Una vez, tras asistir a la proyección de una de las primeras películas de Wim Wenders, se acercó Adolfo y me preguntó: “¿Qué te ha parecido?”, a lo que yo, tras quedarme en silencio unos segundos que me parecieron eternos, acerté a balbucear: “Bueno, no está mal”.
Cuando terminó nuestra estancia en Cheste y emprendimos nuestras bifurcadas vidas, aún permanecimos algún tiempo en contacto, justificados, si alguna justificación necesitábamos, por la vieja Encadenados. La casa de Adolfo era el centro de operaciones. Cuando la revista estaba a punto de salir se convertía en poco menos que una selva de papeles por la que deambulaban los personajes más variopintos. Por los pasillos, por el comedor, por todas partes podías ver gente agrupando hojas, grapando, amontonando ejemplares. Sus hijos, aún pequeños, colaboraban también, como lo hacía Elvira, todos con una abnegación que recordada hoy no deja de sorprender, y que tan sólo acierto a explicar por la fascinación por el cine que Adolfo sabía transmitir tan bien, y, cómo no, por la admiración que siempre despertaba, y aún sigue haciéndolo, la intensidad con la que vive el propio Adolfo cada uno de sus proyectos.
Pasó el tiempo y nos separamos, pero es difícil separarse verdaderamente de Adolfo. He llegado a la conclusión de que Adolfo tiende una especie de telaraña que te atrapa sutil pero definitivamente. Porque a fin de cuentas él fue quien hizo posible que un buen día nos volviéramos a ver a la salida de una película de Hal Hartley, a la cual no hubiera asistido nunca de no haberle conocido muchos años antes. Ese día estuvimos un tiempo hablando y desempolvando recuerdos, y fue a partir de ahí que pudo localizarme meses más tarde para embarcarme en el nuevo proyecto de Encadenados, en el que sigo, le sigo, con la sensación de que es el mismo proyecto de siempre, como si nunca se hubiera interrumpido verdaderamente.
Al final, aquellos estudiantes poco imaginativos que le pusimos el sobrenombre de “El doctor” resulta que teníamos razón. No por razones médicas, claro, pero sí, justicia poética, por sus vastísimos conocimientos de cine y de otras materias más sutiles que espero haber reflejado en las líneas que aquí concluyen.
Escribe Marcial Moreno
