Torpe panfleto
Hay algunos
(o muchos), críticos o publicaciones inclusive, que se entusiasmarán
ante este ingenuo panfleto. Probablemente su defensa la basarán
en cuestiones tales como ser (más bien intentarlo) un filme izquierdista
o en que las imágenes refieren (¿con qué mirada?) una etapa dorada
(la de Allende) y triste (el trágico golpe militar del repugnante
Pinochet) tanto de la Historia de Chile como de la nuestra. Esas
mismas razones son las que me llevan a detestar este torpe, literario,
cansino y escasamente cinematográfico filme.
El género
panfletario es, o puede ser, en cine tan digno como otro cualquiera.
Aunque, eso sí, será difícil lograr buenas películas al tener
que superar muchos impedimentos. De todas maneras, en la historia
del cine hay excelentes muestras (en un campo y el otro, en el
de las derechas y en el de las izquierdas) de cómo escribir panfletos
de excelente caligrafía. Sirvan como ejemplo, entre otros títulos
más o menos lejanos o cercanos, tres obras dignas de ser recordadas:
El nacimiento de una nación
(Griffith, 1915), El
acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925) y La
sal de la tierra (Biberman, 1954), sin olvidar títulos menos
claros entre los que citaría (y casi en sentido opuesto) dos importantes
filmes de John Ford, como son Las uvas de ira (1940) y Qué verde era mi valle (1941). Obras todas
ellas en las que, ante todo, restallaba el cine. Ese no es el
caso de una obra tópica e insuficiente como esta Machuca
que desea, además, servirse (al parecer) de incomprensibles
llamadas autobiográficas al donaire de pretendidas citas cinéfilas.
Ni una ni otra propuesta sirven para elevar de la miseria absoluta
a un producto torpe y cansino.
Andrés Wood
estrenó no hace mucho entre nosotros su segundo largometraje,
La fiebre del loco, una película coral
de toques berlanguianos a pesar de lo cual, y de su originalidad
argumental, el filme no lograba ir más allá de sus buenos deseos
iniciales. Desconocemos la anterior y primera película del director,
Historias del fútbol,
pero ante la visión de sus otros dos títulos poco habrá presumiblemente
que esperar de su inicio. Aunque sorpresas puede uno encontrarse
siempre.
Al parecer,
el director vivió su educación en un centro como el Saint Patrick
de Santiago de Chile. Ese hecho y su edad hacen pensar que lo
reflejado aquí tiene que ver más con realidad que con la ficción.
En otras palabras, que existen muchos (demasiados probablemente)
elementos autobiográficos en el filme. Algo que, en principio,
no es malo ni bueno. Todo depende de cómo se llegue a construir
el relato y la forma en la que los recuerdos vividos se integran
en las imágenes. Es decir, se trata de adecuar lo real o la ficción-real-artística
que es la película.
Los deseos
repletos de buenas intenciones del realizador nos hablan de su
intento de objetivar los hechos narrados. Algo muy difícil de
lograr, ante el gran impacto que “aquello” debió suponer para
su vida. Unas vivencias, sin duda, que le influyeron decisivamente.
No entiendo por tanto a qué viene esa especie de ocultamiento
personal del autor como si se avergonzase de expresar sus pensamientos
sobre aquellos hechos recibidos en primera persona. Ni creo que
pueda, ni deba (el director) confundir la frialdad que posee el
relato (necesitado de “calor”) con el (necesario) distanciamiento
que los hechos requieren como manera de análisis de la situación.
Ejemplos en el cine (autobiográficos) los hay y en gran medida.
Citaré, por ceñirme a filmes de temas que hablan de edades escolares,
a uno admirable como es Los
cuatrocientos golpes (Truffaut, 1959).
La referencia
(aquí) al título de Truffaut no es gratuita, ya que su espíritu
(al menos en intento) trata de asomar en algunos instantes de
este embarullado relato que además llama a la puerta (en intención,
momentos o resolución de situaciones) de títulos (entre otros
muchos) tan conocidos
como Adiós muchachos (Malle,
1987) o El club de los poetas
muertos (Weir, 1989) y sus numerosas variantes.
¿Qué tiene
de malo esta película? Más bien deberíamos preguntarnos por lo
que tiene de bueno, que es muy poco si obviamos sus (malditas)
buenas intenciones primarias. Dedicado a un sacerdote progresista
(y norteamericano, para mayor sorpresa del espectador) que al
parecer rigió los destinos (¿por cuánto tiempo?) del centro educativo
“de reconocida clase” dirigido a una acomodada sociedad chilena,
el filme intenta ser una crónica del último curso vivido en democracia
en Chile antes de la caída de un régimen y la llegada de otro
dictatorial. Estamos en el año 1973 y el fantasma golpista asoma
por la puerta. Para un mayor asentamiento realista del relato,
la película (en un acto final que más que glorificador quiere
señalar la autenticidad de lo narrado) se dedica al verdadero
sacerdote. Ante estos hechos y este personaje que no es conductor
de la historia sino a lo sumo un cierto aglutinante de la misma,
la película naufraga porque ni la realidad tiene vida ni, lo que
es peor, tampoco existe una lógica en el relato cinematográfico.
Algo que se amplía a la nómina de unos personajes en general incomprensibles,
mal trazados y escasamente legibles.
Para empezar,
el relato comienza precipitadamente. Puede ser que la cosa fuera
así, pero el hecho suena a amañado: al sacerdote-director del
colegio, por imperativos del guión, se le ocurre la genial ideal
(¿acaso admirador de las tesis de Allende?) de plantear una enseñanza
“múltiple” y “multifome” en el colegio. Es decir, junto a los
niños ricos o al menos con recursos (y, no olvidemos, convenientemente
uniformados) decide “poner” a unos niños (sin uniforme probablemente
para que destaquen) sin recursos. Ese es el arranque de Machuca, único personaje (para que el espectador
pueda aclarar el título o la persona referenciada por el mismo)
que “grita” de forma repetida su nombre al sacerdote en una de
las primeras escenas del filme.
Pero, ¿qué se les ha perdido a esos niños de los suburbios
en tal lugar si ni siquiera saben inglés, un idioma “cuasi” oficial
en ese centro, que por cierto sólo es de niños? ¿Dónde radica
pues la integración? Por ahí empiezan las insuficiencias de una
película que para nada trata de “estudiar” lo que el centro da
a esos chicos, ni el verdadero problema que eso produce. Si lo
que se quiere contar es en forma simbólica la realidad de Chile
en ese momento, el error es todavía mayor.
No se puede
entender ni a ese sacerdote que resulta, como mínimo, extraño
en muchas de sus actuaciones (¿acaso por no ser oriundo del lugar?).
La razón es que faltan datos, motivaciones. Lo peor es la presencia
(por motivos de producción) en tal colegio de una única profesora
que (su conocimiento del alumnado no parece excesivo) es capaz
de creerse el buen examen de inglés del desarrapado Machuca. Posteriormente,
por si acaso nosotros lo ignorábamos, el director pasa a decirnos,
por boca de otro personaje, en la barraca donde vive Machuca,
que él no tiene ni idea de ese idioma. Pocas escenas de las que
transcurren en el centro educativo tienen una lógica explicativa
o son consecuentes con lo narrado. Sirvan como ejemplo de ello
las peleas en el patio y en el huerto sin que aparezcan profesores,
la muy torpe secuencia de la piscina, la (¿hilarante?) carrera
de la clase de educación física o la asistencia a clase de los
alumnos después del golpe militar.
Si, en definitiva,
de lo que trata la película es de plantear la relación (bastante
inverosímil) entre dos clases sociales representadas por los dos
niños protagonistas (Gonzalo Infante y Pedro Machuca) con la idea
de plantear la posibilidad de entendimiento (y relación) entre
ambas clases (ambos niños), el resultado tampoco es satisfactorio.
Ni entendemos a Gonzalo ni su entorno repleto de tópicos y de
inadecuados sobrentendidos, ni tampoco a Pedro Machuca y a su
mísero barrio. Ahí, por ejemplo, está la inconcebible familia
de Gonzalo en la que todo es idea y no realidad: la madre y su
asombroso amante, la hermana y su tópico novio fascista, el inconcebible
padre ¿engañado?. No sabemos qué hacen en el relato, cómo viven
o piensan la situación del momento y cuál es su pensamiento de
futuro. No sé cuál de estos personajes o cuál de sus vivencias
resulta más incoherente o inexplicable. No basta una fiesta de
cumpleaños (alargada hasta la exasperación, como otros muchas
secuencias) o la asistencia a la manifestación de la madre con
las amigas contra Allende para acercarnos a tales personajes o
darnos (dotándoles de) una determinada realidad.
Pero si esa
descripción es torpe, no sé qué palabras emplear para describir
tanto a Machuca como a su familia, habitantes (obreros apaleados,
o incluso sin llegar a ese nivel) de un barrio repleto de chabolas.
¿Es acaso la madre una activista de izquierdas? La secuencia pretenciosa
y ridícula de su intervención en la asamblea del colegio es como
mínimo irritante. Como también lo es intentar vendernos que los
chabolistas eran todos no sólo allendistas sino ante todo defensores
y propagadores de las ideas de su Presidente (todas las chabolas
exhiben banderas chilenas o retratos de Allende), al tiempo que
parecen ser grandes lectores de escritos revolucionarios que guardan
con ahínco en sus improvisados habitáculos. Hecho, por si lo ignorábamos,
que queda patente en la última e inverosímil secuencia de la muerte
de la chica por los militares centrada en la represión de los
desarrapados y en la quema de libros y papeles peligrosos “sacados”
de las chabolas.
No es esta,
sinceramente, y me duele decirlo, una película seria. Para los
que vivimos con inquietud aquellos sucesos que ocurrían lejos
de nuestras fronteras, pero que nos hacían revivir fantasmas cercanos,
está película nos resulta inútil, insuficiente y nada atractiva.
No se puede alardear, ni echar mano del tópico y menos hacerlo
con una torpeza narrativa tan brutal como la que compara el momento
en el que el padre del protagonista acude a recoger productos
a un almacén repleto hasta los topes con el siguiente paseo de
padre e hijo por unos comercios en los que, con carteles en las
puertas, se anuncia que no hay nada de nada. Esa forma de explicar
unos hechos es, como mínimo, infantil.
Los hechos
en el filme se suceden por imperiosa necesidad del guionista-director
porque así lo dicta y lo desea No hay otro sentido para ello.
Es la escena (sin sentido) de la compra de la leche condensada
cuya única motivación es llegar a (otra escena interminable) la
bebida (con besos) de la leche en “trío”. Una escena que supone
el encuentro de Gonzalo con el (o el nacimiento al) deseo amoroso.
¿Simbólico enjuiciamiento de su unidad con la clase trabajadora?
De todas formas, dentro de la grandiosa torpeza narrativa del
filme hay dos secuencias que ganan a todas en ello y también en
ingenuidad). La primera es la interrupción (imposible) de la misa
por parte del padre, quien con su intervención/aparición anula
el lugar sagrado, escena que concluye, para mayor indignación,
con el reconocimiento general por parte sus discípulos (en la
línea del final de El club
de los poetas muertos o del grito “Yo soy Espartaco”
de la película de Kubrick) al despedirle poniéndose todos en pie.
Esta secuencia (con silencio total de los asistentes a la Misa,
es más inconcebible en tanto el acto aparece presidido por la
autoridad militar) es pareja a otra tan bobalicona como la asamblea
en el colegio.
Pero la otra
secuencia que quería reseñar es la antefinal y que corresponde
a la destrucción de las barracas (probablemente también del mundo
infantil de Gonzalo). Es la despedida de Gonzalo de aquellos sitios
en los que quizá pensará (junto a Machuca y a primera chica a
la que deseo) se podía construir (?) un mundo diferente. Pero,
claro, tal como está dada esa secuencia lo único dominante es
la idea que se quiere expresar, nunca aquello que realmente se
da o aparece en las imágenes. ¿Cómo es posible que Gonzalo pueda
moverse por allí, entre los soldados, sin que nadie le diga nada?
Eso sí, ya al final le dan el alto, pero para dejar claro una
cosa, por si la ignorábamos, las clases existen y seguirán existiendo:
el soldado que detiene al muchacho le deja ir al comprobar que
lleva unas zapatillas Adidas, o sea, de gente pudiente. Por tanto,
no es niño de suburbio, lo que impide que sea partidario de Allende.
Todo ello mostrado así de infantil, por si aún el espectador no
hubiera cogido el mensaje repetitivo de este torpe filme.
No basta para
describir un ambiente, o mostrar una época, una realidad, con
dos o tres manifestaciones, con escritos en muros que cambian
o con personajes que no son sino ideas (el chico algo mayor “desarrapado”
o el amante rico no son más que dos típicos ejemplos). El cine,
y el panfleto, el bueno, son una cosa muy distinta de este título
fácilmente olvidable.
Al terminar
comprobé que en la producción había intervenido por parte española,
entre otros, Gerardo Herrero. No era nada raro: Machuca
es una película que podría estar firmada por tal productor. Es
igual que lo que él opina es el cine y que se muestra a través
de las pésimas películas que ha dirigido: unos personajes idea
y unas buenas intenciones caminando sin rumbo y, lo que es peor,
sin calidad cinematográfica, a lo largo de unas insufribles, cargantes,
monótonas e inacabables secuencias.
Mister Arkadin