MACHUCA  
 
Título orginal: Machuca
País, Año:

España, Chile, 2004

Dirección: Andrés Wood
Intérpretes: Matías Quer. Ariel Mateluna. Manuela Martelli. Aline Küppenheim. Federico Luppi.
Guión: Andrés Wood
Producción: Andrés Wood. Gerardo Herrero
Música: José Miguel Miranda
Fotografía: Miguel Joan Littín
Montaje: Fernando Pardo
Distribuidora: Alta Films
Duración: 120 minutos
 
 

 

 

 

 

 

Torpe panfleto

Hay algunos (o muchos), críticos o publicaciones inclusive, que se entusiasmarán ante este ingenuo panfleto. Probablemente su defensa la basarán en cuestiones tales como ser (más bien intentarlo) un filme izquierdista o en que las imágenes refieren (¿con qué mirada?) una etapa dorada (la de Allende) y triste (el trágico golpe militar del repugnante Pinochet) tanto de la Historia de Chile como de la nuestra. Esas mismas razones son las que me llevan a detestar este torpe, literario, cansino y escasamente cinematográfico filme.

El género panfletario es, o puede ser, en cine tan digno como otro cualquiera. Aunque, eso sí, será difícil lograr buenas películas al tener que superar muchos impedimentos. De todas maneras, en la historia del cine hay excelentes muestras (en un campo y el otro, en el de las derechas y en el de las izquierdas) de cómo escribir panfletos de excelente caligrafía. Sirvan como ejemplo, entre otros títulos más o menos lejanos o cercanos, tres obras dignas de ser recordadas: El nacimiento de una nación (Griffith, 1915), El acorazado Potemkin (Eisenstein, 1925) y La sal de la tierra (Biberman, 1954), sin olvidar títulos menos claros entre los que citaría (y casi en sentido opuesto) dos importantes filmes de John Ford, como son Las uvas de ira (1940) y Qué verde era mi valle (1941). Obras todas ellas en las que, ante todo, restallaba el cine. Ese no es el caso de una obra tópica e insuficiente como esta Machuca que desea, además, servirse (al parecer) de incomprensibles llamadas autobiográficas al donaire de pretendidas citas cinéfilas. Ni una ni otra propuesta sirven para elevar de la miseria absoluta a un producto torpe y cansino.

Andrés Wood estrenó no hace mucho entre nosotros su segundo largometraje, La fiebre del loco, una película coral de toques berlanguianos a pesar de lo cual, y de su originalidad argumental, el filme no lograba ir más allá de sus buenos deseos iniciales. Desconocemos la anterior y primera película del director, Historias del fútbol, pero ante la visión de sus otros dos títulos poco habrá presumiblemente que esperar de su inicio. Aunque sorpresas puede uno encontrarse siempre. 

Al parecer, el director vivió su educación en un centro como el Saint Patrick de Santiago de Chile. Ese hecho y su edad hacen pensar que lo reflejado aquí tiene que ver más con realidad que con la ficción. En otras palabras, que existen muchos (demasiados probablemente) elementos autobiográficos en el filme. Algo que, en principio, no es malo ni bueno. Todo depende de cómo se llegue a construir el relato y la forma en la que los recuerdos vividos se integran en las imágenes. Es decir, se trata de adecuar lo real o la ficción-real-artística que es la película.

Los deseos repletos de buenas intenciones del realizador nos hablan de su intento de objetivar los hechos narrados. Algo muy difícil de lograr, ante el gran impacto que “aquello” debió suponer para su vida. Unas vivencias, sin duda, que le influyeron decisivamente. No entiendo por tanto a qué viene esa especie de ocultamiento personal del autor como si se avergonzase de expresar sus pensamientos sobre aquellos hechos recibidos en primera persona. Ni creo que pueda, ni deba (el director) confundir la frialdad que posee el relato (necesitado de “calor”) con el (necesario) distanciamiento que los hechos requieren como manera de análisis de la situación. Ejemplos en el cine (autobiográficos) los hay y en gran medida. Citaré, por ceñirme a filmes de temas que hablan de edades escolares, a uno admirable como es Los cuatrocientos golpes (Truffaut, 1959).

La referencia (aquí) al título de Truffaut no es gratuita, ya que su espíritu (al menos en intento) trata de asomar en algunos instantes de este embarullado relato que además llama a la puerta (en intención, momentos o resolución de situaciones) de títulos (entre otros muchos)  tan conocidos como Adiós muchachos (Malle, 1987) o El club de los poetas muertos (Weir, 1989) y sus numerosas variantes.

¿Qué tiene de malo esta película? Más bien deberíamos preguntarnos por lo que tiene de bueno, que es muy poco si obviamos sus (malditas) buenas intenciones primarias. Dedicado a un sacerdote progresista (y norteamericano, para mayor sorpresa del espectador) que al parecer rigió los destinos (¿por cuánto tiempo?) del centro educativo “de reconocida clase” dirigido a una acomodada sociedad chilena, el filme intenta ser una crónica del último curso vivido en democracia en Chile antes de la caída de un régimen y la llegada de otro dictatorial. Estamos en el año 1973 y el fantasma golpista asoma por la puerta. Para un mayor asentamiento realista del relato, la película (en un acto final que más que glorificador quiere señalar la autenticidad de lo narrado) se dedica al verdadero sacerdote. Ante estos hechos y este personaje que no es conductor de la historia sino a lo sumo un cierto aglutinante de la misma, la película naufraga porque ni la realidad tiene vida ni, lo que es peor, tampoco existe una lógica en el relato cinematográfico. Algo que se amplía a la nómina de unos personajes en general incomprensibles, mal trazados y escasamente legibles.

Para empezar, el relato comienza precipitadamente. Puede ser que la cosa fuera así, pero el hecho suena a amañado: al sacerdote-director del colegio, por imperativos del guión, se le ocurre la genial ideal (¿acaso admirador de las tesis de Allende?) de plantear una enseñanza “múltiple” y “multifome” en el colegio. Es decir, junto a los niños ricos o al menos con recursos (y, no olvidemos, convenientemente uniformados) decide “poner” a unos niños (sin uniforme probablemente para que destaquen) sin recursos. Ese es el arranque de Machuca, único personaje (para que el espectador pueda aclarar el título o la persona referenciada por el mismo) que “grita” de forma repetida su nombre al sacerdote en una de las primeras escenas del filme. Pero, ¿qué se les ha perdido a esos niños de los suburbios en tal lugar si ni siquiera saben inglés, un idioma “cuasi” oficial en ese centro, que por cierto sólo es de niños? ¿Dónde radica pues la integración? Por ahí empiezan las insuficiencias de una película que para nada trata de “estudiar” lo que el centro da a esos chicos, ni el verdadero problema que eso produce. Si lo que se quiere contar es en forma simbólica la realidad de Chile en ese momento, el error es todavía mayor.

No se puede entender ni a ese sacerdote que resulta, como mínimo, extraño en muchas de sus actuaciones (¿acaso por no ser oriundo del lugar?). La razón es que faltan datos, motivaciones. Lo peor es la presencia (por motivos de producción) en tal colegio de una única profesora que (su conocimiento del alumnado no parece excesivo) es capaz de creerse el buen examen de inglés del desarrapado Machuca. Posteriormente, por si acaso nosotros lo ignorábamos, el director pasa a decirnos, por boca de otro personaje, en la barraca donde vive Machuca, que él no tiene ni idea de ese idioma. Pocas escenas de las que transcurren en el centro educativo tienen una lógica explicativa o son consecuentes con lo narrado. Sirvan como ejemplo de ello las peleas en el patio y en el huerto sin que aparezcan profesores, la muy torpe secuencia de la piscina, la (¿hilarante?) carrera de la clase de educación física o la asistencia a clase de los alumnos después del golpe militar.

Si, en definitiva, de lo que trata la película es de plantear la relación (bastante inverosímil) entre dos clases sociales representadas por los dos niños protagonistas (Gonzalo Infante y Pedro Machuca) con la idea de plantear la posibilidad de entendimiento (y relación) entre ambas clases (ambos niños), el resultado tampoco es satisfactorio. Ni entendemos a Gonzalo ni su entorno repleto de tópicos y de inadecuados sobrentendidos, ni tampoco a Pedro Machuca y a su mísero barrio. Ahí, por ejemplo, está la inconcebible familia de Gonzalo en la que todo es idea y no realidad: la madre y su asombroso amante, la hermana y su tópico novio fascista, el inconcebible padre ¿engañado?. No sabemos qué hacen en el relato, cómo viven o piensan la situación del momento y cuál es su pensamiento de futuro. No sé cuál de estos personajes o cuál de sus vivencias resulta más incoherente o inexplicable. No basta una fiesta de cumpleaños (alargada hasta la exasperación, como otros muchas secuencias) o la asistencia a la manifestación de la madre con las amigas contra Allende para acercarnos a tales personajes o darnos (dotándoles de) una determinada realidad.

Pero si esa descripción es torpe, no sé qué palabras emplear para describir tanto a Machuca como a su familia, habitantes (obreros apaleados, o incluso sin llegar a ese nivel) de un barrio repleto de chabolas. ¿Es acaso la madre una activista de izquierdas? La secuencia pretenciosa y ridícula de su intervención en la asamblea del colegio es como mínimo irritante. Como también lo es intentar vendernos que los chabolistas eran todos no sólo allendistas sino ante todo defensores y propagadores de las ideas de su Presidente (todas las chabolas exhiben banderas chilenas o retratos de Allende), al tiempo que parecen ser grandes lectores de escritos revolucionarios que guardan con ahínco en sus improvisados habitáculos. Hecho, por si lo ignorábamos, que queda patente en la última e inverosímil secuencia de la muerte de la chica por los militares centrada en la represión de los desarrapados y en la quema de libros y papeles peligrosos “sacados” de las chabolas.

No es esta, sinceramente, y me duele decirlo, una película seria. Para los que vivimos con inquietud aquellos sucesos que ocurrían lejos de nuestras fronteras, pero que nos hacían revivir fantasmas cercanos, está película nos resulta inútil, insuficiente y nada atractiva. No se puede alardear, ni echar mano del tópico y menos hacerlo con una torpeza narrativa tan brutal como la que compara el momento en el que el padre del protagonista acude a recoger productos a un almacén repleto hasta los topes con el siguiente paseo de padre e hijo por unos comercios en los que, con carteles en las puertas, se anuncia que no hay nada de nada. Esa forma de explicar unos hechos es, como mínimo, infantil.

Los hechos en el filme se suceden por imperiosa necesidad del guionista-director porque así lo dicta y lo desea No hay otro sentido para ello. Es la escena (sin sentido) de la compra de la leche condensada cuya única motivación es llegar a (otra escena interminable) la bebida (con besos) de la leche en “trío”. Una escena que supone el encuentro de Gonzalo con el (o el nacimiento al) deseo amoroso. ¿Simbólico enjuiciamiento de su unidad con la clase trabajadora? De todas formas, dentro de la grandiosa torpeza narrativa del filme hay dos secuencias que ganan a todas en ello y también en ingenuidad). La primera es la interrupción (imposible) de la misa por parte del padre, quien con su intervención/aparición anula el lugar sagrado, escena que concluye, para mayor indignación, con el reconocimiento general por parte sus discípulos (en la línea del final de El club de los poetas muertos o del grito “Yo soy Espartaco” de la película de Kubrick) al despedirle poniéndose todos en pie. Esta secuencia (con silencio total de los asistentes a la Misa, es más inconcebible en tanto el acto aparece presidido por la autoridad militar) es pareja a otra tan bobalicona como la asamblea en el colegio.

Pero la otra secuencia que quería reseñar es la antefinal y que corresponde a la destrucción de las barracas (probablemente también del mundo infantil de Gonzalo). Es la despedida de Gonzalo de aquellos sitios en los que quizá pensará (junto a Machuca y a primera chica a la que deseo) se podía construir (?) un mundo diferente. Pero, claro, tal como está dada esa secuencia lo único dominante es la idea que se quiere expresar, nunca aquello que realmente se da o aparece en las imágenes. ¿Cómo es posible que Gonzalo pueda moverse por allí, entre los soldados, sin que nadie le diga nada? Eso sí, ya al final le dan el alto, pero para dejar claro una cosa, por si la ignorábamos, las clases existen y seguirán existiendo: el soldado que detiene al muchacho le deja ir al comprobar que lleva unas zapatillas Adidas, o sea, de gente pudiente. Por tanto, no es niño de suburbio, lo que impide que sea partidario de Allende. Todo ello mostrado así de infantil, por si aún el espectador no hubiera cogido el mensaje repetitivo de este torpe filme.

No basta para describir un ambiente, o mostrar una época, una realidad, con dos o tres manifestaciones, con escritos en muros que cambian o con personajes que no son sino ideas (el chico algo mayor “desarrapado” o el amante rico no son más que dos típicos ejemplos). El cine, y el panfleto, el bueno, son una cosa muy distinta de este título fácilmente olvidable.

Al terminar comprobé que en la producción había intervenido por parte española, entre otros, Gerardo Herrero. No era nada raro: Machuca es una película que podría estar firmada por tal productor. Es igual que lo que él opina es el cine y que se muestra a través de las pésimas películas que ha dirigido: unos personajes idea y unas buenas intenciones caminando sin rumbo y, lo que es peor, sin calidad cinematográfica, a lo largo de unas insufribles, cargantes, monótonas e inacabables secuencias.

Mister Arkadin