Algunos
nos congratulamos de disponer en nuestra ciudad de salas de cine que
ofrecen alternativas a los recurrentes blockbusters
americanos, como películas de cinematografías lejanas. Gracias a estas
salas –que en Barcelona no son más de tres– la oferta multicultural
se multiplica, y enriquece a aquellos espectadores ávidos de nuevas
miradas en lo que al cinematógrafo se refiere. Esto está muy bien, pero
entre la sensación de orgullo y de cierto esnobismo que esto nos aporta,
nos olvidamos de que lo que hasta aquí nos llega no sólo es una parte
infinitesimal de la producción total de esos cines, sino que se trata de
una selección premeditada y sujeta a cierto cánones.
A
veces uno cree que por haber visto las películas de Zhang Yimou ya es un
conocedor (tal vez habrá quien piense que un experto) del cine chino, ¡o
incluso del cine oriental! O que por haber visto un par de los filmes de
Abbas Kiarostami ya entiende la lógica de las películas hechas en Irán,
tal vez ignorando que este cineasta tiene muy poca repercusión entre el público
de su país, más dado a un cine de entretenimiento. Esta actitud típicamente
occidental es la misma que hizo que en 1950 se descubriera el cine japonés en Venecia gracias a Rashomon
(1950), cuando éste ya era uno de los más prolíficos e importantes del
mundo. Pero lo cierto es que tampoco se profundizó mucho más. Kurosawa,
y más tarde Mizoguchi, Kinugasa u Ozu, eran tan sólo un pequeño
fragmento de la cinematografía nipona, pero esta ya se daba por conocida.
Si
reconocemos todo esto nos encontramos con que el acercamiento a una película
como El color del paraíso, que
aquí nos ocupa, resulta difícil. Creo que lo mejor que puedo hacer es
reconocer mi visión sesgada, a causa de mi desconocimiento de la producción
cinematográfica iraní y de la cultura de aquel país (también
imprescindible para la comprensión de sus obras). Queda tan sólo una
posibilidad, y es la valoración de esta película en relación al resto
de filmes que nos llegan de Irán.
El
cine de Irán debe resonar fuertemente en los oídos del cinéfilo, puesto
que de un tiempo a esta parte han sido varias las obras surgidas de allí
que han adquirido notoriedad en nuestras latitudes. Ciertamente, desde la
revolución islámica de 1979, en Irán se hizo –y sigue hoy– una
clara apuesta por el cine de calidad, lo cual llevó a la multitud de
premios en festivales internacionales y al reconocimiento de la crítica
occidental. Pero este triunfo es únicamente de puertas hacia fuera,
porque el público del país sigue consumiendo mayoritariamente un cine más
comercial, formado por melodramas, thrillers,
filmes de época e incluso remakes
de películas occidentales.
De entre estos dos grupos de películas, son la de qualité las que los distribuidores traen hasta nuestros países. La
lógica está clara: el entretenimiento es particular de cada sociedad,
mientras que la calidad (los valores artísticos) son universales. El
entretenimiento iraní no funcionaría aquí de la misma manera entre el público
masivo, y los eruditos rechazarían
su banalidad. La primera actitud es comprensible, pero la segunda no es más
que un esnobismo que nos cuesta el desconocimiento de las cinematografías
extranjeras.
Por
ello, la idea que nos hacemos muchas veces del cine iraní es la de unos
productos elitistas, de difícil asimilación, sobre todo al pensar en
quien es el director más conocido de dicha cinematografía, el ya citado
Kiarostami. Las radicales propuestas de este (gran) artista, sus ritmos
lentos, sus reflexiones metalingüísticas, etcétera, son vistas como el
modelo típico del tipo de cine de un país, y a quien no le gusta lo
rechaza todo.
El
color del paraíso hace pensar en algo parecido en su comienzo. En una
escuela para niños disminuidos, un chico ciego se encuentra con que su
padre no le viene a buscar el día que terminan las clases. Mientras
espera, una vez que todos sus compañeros se han marchado ya, oye el
lamento de un polluelo que se ha caído del nido. En una larga (y
dolorosa) escena, vemos cómo el muchacho consigue recoger a la cría y
volverla a colocar en el nido que hay en la copa de un árbol. Ritmo
lento, gran atención a los detalles, en consonancia con las características
del protagonista. Pero pronto la película seguirá otros derroteros menos
minimalistas. En realidad nos daremos cuenta de que la historia no trata
del niño, sino de su padre y los problemas de fe religiosa de este. Su
esposa ha muerto recientemente, y por ello se encuentra con que cuidar de
su hijo ciego le supone una gran carga, por lo que decide llevarlo a vivir
con un carpintero, también ciego, que le enseñará los secretos de su
oficio. Esta actitud, unida a su no creencia en Dios, costará al padre
una serie de castigos divinos que tendrán por objeto hacerle entrar en
razón, como la muerte de su madre, quién fallecerá en el intento de ir
a buscar a su nieto a la casa del carpintero para traerlo de nuevo a casa.
El
discurso religioso es notorio en la última escena del filme. Durante el
metraje anterior éste se esconde bajo el elogio a la vida en el campo en
contraposición a la degradada ciudad en donde tan solo se mercantiliza; y
bajo la observación amorosa del niño ciego y su íntima relación con la
naturaleza, una relación que en el caso del padre es de terror y
desconfianza. Tan solo se apunta en una breve discusión que tienen el
padre y la abuela, en que esta le recrimina su falta de fe. El
posicionamiento de la película está claro teniendo en cuenta que ella es
vista como un modelo a seguir (casi idolatrada en una escena de gran
belleza mostrada a cámara lenta en donde da de comer a las gallinas),
mientras que él tiene unos comportamientos despreciables.
El
costumbrismo está prácticamente ausente, y es substituido por una
recreación estética en los valores de la naturaleza y de la vida en
consonancia con esta. Fuera de esto el tono y el desarrollo son los de un
típico drama, no muy alejado de aquello a lo que estamos acostumbrados,
en donde incluso no faltan momentos para la comedia. Al final el hincapié
en la tragedia es intencionadamente excesivo, puesto que las desgracias
sobre el padre se suceden de manera catastrófica en un intento de
justificar su redención final, de marcado tono milagroso.
Jordi
Codó
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EL COLOR DEL PARAÍSO
Título
Original: Rang-e Khoda
Género:
Drama
Dirección:
Majid Majidi.
Interpretes:
Hossein Mahjoub. Mohsen Ramezani. Salime Feizi. Farahnaz Safari. Elham
Sharifi.
Guión:
Majid Majidi.
Producción:
Mehdi Karimi. Ali Kalij.
Música:
Alireza Kohandairi.
Montaje:
Hassan Hassandoost.
Distribuidora:
Civite FilmsCivite Films
Calificación:
Todos los públicos.
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