Entre
aquellos que dejaban ver las estrellas y los lejanos planetas a través de
un telescopio, hubo quien se dirigió hacia el mar sabiendo que le buscaba
la policía. Era ya un asesino. Imágenes iniciales y finales de la última
película de Ken Loach, Sweet Sixteen, titulada en España como Felices
dieciséis.
Entre
ese principio y su desenlace, sobre un ponderado guión de Paul Laverty y
con la precisión y el orden de un manual, se muestra el itinerario de un
muchacho, emprendedor y decidido, que en cada momento intuye cuál es el
objeto comerciable dada la demanda de los peculiares mercados en los que
se introduce.
De
niño vendió la visión de las estrellas y de los planetas, en especial
la de Saturno y su anillo, entre el desenfoque óptico y el logro de la
nitidez focal, un astro que, dentro de las supersticiones aprendidas por
los pueblos semíticos de sus vecinos los caldeos y los persas, tiene la
mala reputación de ser el portador de la fatalidad. Y es que este
muchacho, Liam, el protagonista, está marcado por la maldición: su madre
está en la cárcel; su abuelo y Stan, el compañero ocasional de su madre
y traficante menor de droga, lo utilizan, lo menosprecian ya hasta lo
maltratan físicamente; su hermana Chantelle vive con su hijo Callum en
otro apartamento alejada de la «familia».
En
Liam se dan buena parte de esos rasgos distintivos para ser entendido como
un adolescente marginal: el estigma familiar; vendedor de cigarrillos de
contrabando; incordiador del tráfico urbano y de la policía municipal;
amigo de peculiares compañeros de barrio...
Mas
la peor fatalidad de Liam se desarrolla y se sufrirá por el cariño –la
querencia– hacia su madre; por ilusionarse con el empeño de que ella,
cuando salga de la cárcel, tenga un hogar propio, lejos de la influencia
del amante y en el que puedan convivir ella y sus hijos, Liam y Chantelle
con Callum. El estreno del nuevo hogar habrá de coincidir con el cumpleaños,
los dieciséis años, del propio Liam.
La
más traicionera trampa de su querencia e ilusión será la forma de
conseguir el dinero: mediante el comercio de la droga, que no puede ser un
asunto individual y que le llevará a tener que depender de una mafia. De
las peripecias del nuevo hogar, en principio roulotte, luego un
apartamento, y de que el cumpleaños no sea precisamente feliz, sino
fatal, habrá que dejarlo para que aporte posibles sorpresas al espectador
en el disfrute de la proyección.
Con
estos trazos, se podrá inducir que el relato de Paul Laverty y Ken Loach
tiene una dimensión de comprensión hacia el protagonista como individuo,
desvelado por el gesto, el léxico, la dicción y la indumentaria de un
actor desconocido y sin experiencia, por tanto sin dolo interpretativo y
absolutamente dúctil a la dirección de Ken Loach, que ha conseguido de
Liam / Martin Compston una especie de «icono» de un tipo de adolescente
tan abundante, en la calle y en el propio ámbito escolar. Con lo que la
comprensión de un personaje individual es la puerta para ejercer el
entendimiento de un fenómeno social no exclusivo del ámbito urbano de
una ciudad escocesa.
Esta
fuerza y dimensión universal del «icono» aleja a Liam de toda comprensión
neorrealista del personaje, que no se encuentra precisamente en un ámbito
de postguerra. Su espacio es el de la decadencia post-industrial de un
suburbio de la ciudad de Glasgow, en Escocia, con una luz de peculiar
resolución fotográfica, con incidencia en una fría saturación de los
colores.
Ahí
Liam organiza su vida y su actividad, entre familiares, amigos y
ocasionales compañeros; en calles, solares y descampados sobre los que
destacan rótulos comerciales, carteles publicitarios, edificaciones
tradicionales unas y otras con todos los estigmas del desarrollismo
urbano. El mar, no precisamente de color turquesa, sin trasparencias,
agitado, estará presente en una muy buena parte de los encuadres y en
situaciones claves de la narración.
Con
tal localización del personaje, su problema no nace de él mismo sino de
un entorno, físico y moral, en el que, además del ciudadano corriente,
existen grupos organizados, que, en especial y para el comercio de
estupefacientes, quedan jerarquizados por la existencia de mafias.
Una
de éstas, encubierta al amparo de un club de salud, también bajo la
actividad del reparto de pizzas, en connivencia con las actividades
de una discoteca, marcará un rasgo peculiar de Liam: «está limpio», no
tiene los estigmas de la drogadicción, sirve, pues, para activo gerente
de la distribución de droga.
La
solución para sus ilusiones familiares le viene a Liam a través de la
mafia, y también la fatalidad. Es la mafia la que le ha preparado para el
uso de armas blancas y, también, para matar. El imperativo de la
necesidad de un dinero fácil y rápido engaña a Liam, actúa en la
cohesión del grupo mafioso y... es uno de los principios del
neoliberalismo postmoderno.
Pero
Loach no cuenta ya esta historia en el ámbito político del
conservadurismo británico sino en pleno periodo del neolaborismo de Tony
Blair. A Liam no le puede salvar ni siquiera la ingenuidad del progresismo
del socialismo demócrata. La amenaza de Saturno y de sus satélites sigue
vigente, forma parte de la propia estructura de la organización de las
relaciones sociales y de la jerarquía económica de «rico o pobre», con
dinero o miserable.
El
compromiso ideológico –mejor, el compromiso del análisis ideal de la
realidad– de Ken Loach, tantas veces expuesto a través de sus películas
anteriores, alcanza en Felices dieciséis un explícito tono de
desesperanza. Si sus docudramas combinaban lo dramático y lo humorístico,
en los personajes, en las situaciones, también en la estructura narrativa
general, aquí el humor con el que Loach presenta a Liam dirigiendo el tráfico,
para desgracia de un motorista e incordio de la policía municipal, o
robando la droga del escondite de Stan y del abuelo..., aquí ese humor
alcanzará la gelidez de la luz de Glasgow, terminará desapareciendo y se
enfrentará, como el personaje, con la ruta sin camino del mar, esperanza
sin liberación, con esa imagen final que no puede menos que recordar a la
de Los cuatrocientos golpes (1959) de François Truffaut.
Ya
he mencionado dos veces el mar. Y recomendaría al posible espectador que
atienda en la proyección de la película a las propuestas poéticas de
Ken Loach, entre la ironía y el lirismo. Inolvidable aquella, con Liam
vestido del más exquisito diseño de pasarela, con traje gris brillante,
chaqueta y corbata –posibilidades del dinero contra las zapatillas
deportivas, los bombachos y las sudaderas–, esperando –la ilusión de
la querencia filial– el encuentro con su madre saliendo de la cárcel.
Si
a las películas de Ken Loach se ha llegado a clasificarlas dentro del
docudrama televisivo, con Felices dieciséis ya se han atrevido
para echarla dentro del baúl de los thrillers e, incluso, tacharla
de blando «cine negro». Tantas veces la dogmática creencia en la
entidad de los géneros funciona contra el respeto –y el
reconocimiento– de la obra concreta. Es cierto que Felices dieciséis
peca con ciertos excesos peripatéticos tan propios del documentalismo fácil.
Eliminar algunos paseos de los personajes, de los que se miran en plano
general con teleobjetivo y de los que se acompañan en prolongados travelings,
conllevaría la intensificación dramática de la acción y una reducción,
que se agradecería, del tiempo de proyección.
Es
palpable, al menos para un espectador con sensibilidad, que Felices
dieciséis propone el thrill, la angustia y la congoja, el pathos
ante la idiosincrasia y las condiciones del protagonista en su entorno,
ante su fatal itinerario. Pero que del thrill se caiga en la
tentación del thriller es confundir el agua con el vaso, el
contenido por el continente.
Ken
Loach huye de todo género. Le importa más el «qué» que el «cómo»,
el fenómeno más que el método. Sabe la técnica del docudrama, pero va
más allá siguiendo los grandes universales de la narración y sin caer
en los vicios del melodrama. Es admirable su sentido del equilibrio, ne
quid nimis, nada en demasía, todo en su momento y en su sitio. Y
suele sorprender en cada episodio y en sus finales, contra el posible don
profético del espectador tan maleducado por la política y el marketing
de la industria cinematográfica.
Con Felices dieciséis, Ken Loach ha implantado, a través de su
–nuestra– mirada, un «icono» vivo en la matriz de la conciencia del
espectador. Y esa es su militancia y combatividad, lo que se teme de él.
La fatalidad de las superestructuras que se nos imponen pueden restringir,
como el BBFC (British Board of Film Cassification), la audiencia
del filme a los mayores de 18 años, escudándose en el hecho de que los
adolescentes del filme utilizan en exceso y agresivamente las four
letters words, las palabras de cuatro letras, como si hiciera falta ir
al cine para escucharlas o para aprenderlas. O pueden, como algún
importante grupo de comunicación audiovisual, ignorar la película en sus
tablas de calificación con estrellitas, a la vez que hacen publicidad de Traffic
–droga, mucha droga, acción, todo espectáculo a mayor gloria del señor
Michael Douglas– que entregan en DVD, barata, como reclamo para la venta
de sus periódicos en el fin de semana. Los anillos concéntricos de
Saturno son tentáculos que nos alcanzan.
José
Mª Ródenas Pallarés
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FELICES DIECISÉIS
Título
Original:
Sweet Sixteen
País y Año:
Reino Unido, 2002
Género:
Drama
Dirección:
Ken Loach
Guión:
Paul Laverty
Producción:
BBC (British Broadcasting Corporation)
Fotografía:
Barry Ackroyd
Música:
George Fenton
Montaje:
Jonathan Morris
Intérpretes:
Martin Compston, William Ruane, Annmarie Fulton, Michelle Abercromby
Distribuidora:
Alta Films
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