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Los
actores,
película del francés Bertrand Blier que, aunque data de 1999, acaba de
llegar a nuestras pantallas, supone, ante todo, una revisión del viejo
tema de la dialéctica entre la realidad y la ficción. Sirviéndose de
una amplia nómina de viejas glorias del cine de su país, todas ellas con
su nombre real, a excepción de J. Balasko, con chiste incluido, el
director ahonda en la continuidad entre lo real y lo ficticio, en la
dificultad de distinguir ambas instancias, en el fluido e inapreciable tránsito
que entre ellas se produce, en la voluntad de perpetuar la ficción en los
ámbitos de lo real, en la incapacidad de escapar a lo ficticio, en la
imposibilidad de vivir la realidad si no es bajo las máscaras de la
simulación, en la voluntad de extender la representación más allá de
sus límites convencionales, en el miedo a hacerlo, en el cobijo que
representa la ficción frente a la intemperie de lo real.
También
nos habla de los propios actores que le sirven de excusa argumental para
lo anteriormente expuesto; de sus fobias y sus miserias, del cine, la
televisión y el teatro, de las difíciles relaciones entre ellos; del éxito
y el ocaso, de la juventud esplendorosa y la difícil madurez (excelente
la breve escena de M. Schneider, quizá lo mejor de la película), de la
amenaza, real o temida, sobre una profesión que es tanto como un modo de
vida. Finalmente, en una última vuelta de tuerca, traslada la ficción
representada al hecho mismo de la representación, e involucra a la película
entera, y con ella al propio espectador, en la dualidad que la constituye.
Viejos
temas, vieja retórica, nada nuevo. El gran problema de esta película es
que todas esas pretensiones delatan una oquedad imposible de llenar.
Divagar sobre temas trascendentes no es articular una reflexión seria
sobre ellos, y menos aún cuando se deja traslucir una autocomplacencia
que contradice el supuesto surrealismo desde el que se articula el relato.
Supuesto porque no basta para ser surrealista con intentar transgredir los
límites de lo real, sino que hay que hacerlo con un propósito rupturista,
revolucionario incluso, y no con el lustre que aquí se muestra.
Surrealismo de esmoquin.
Ese
mismo lastre es el que atenaza a los actores. No vamos a discutir su
glorioso esplendor. Están los más grandes del cine francés. Si alguno
falta (Deneuve, por ejemplo) se deberá posiblemente a imposibilidades
materiales o a discrepancias atávicas. De casi todos ellos guardamos algún
recuerdo imborrable. Sin embargo esta película no vendrá a engrosarlos.
Y es que hasta los grandes actores tienen difícil construir desde la
nada. Lo que aquí hacen es lanzar una continua mirada hacia su ombligo,
una exposición de viejos méritos, pero muy poco de lo que les ha hecho
merecedores del prestigio del que gozan.
La
película deja de interesar muy pronto. Al poco tiempo nos damos cuenta de
que todo está dicho, y la intriga se limita a descubrir cuál será la próxima
aparición. Algo así como los cameos habituales en películas recientes
de infausto recuerdo. Chauvinismo por los cuatro costados.
Marcial
Moreno
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