El pabellón de los oficiales
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Un hombre elefante en París

Un bello ejemplo de cómo la industria francesa combina el espectáculo norteamericano con la manera de entender el cine europea.En el momento actual, en que la producción cinematográfica norteamericana parece apoderarse de todos los resortes del negocio del cine y tragarse la cinematografías nacionales más precarias (el caso del cine español es uno), sólo la industria cinematográfica francesa parece plantarle cara. Seguramente a causa de una larga tradición pero también de una sagaz política industrial, la verdad es que de todo el cine europeo, antaño lleno de fuerza comercial y de alto prestigio artístico, sólo el cine que viene de Francia se sostiene a flote y se estrena con éxito y regularidad. La fórmula es combinar los “trucos” comerciales del cine americano y a la vez dosificar los elementos del cine europeo: calidad artística, discurso reflexivo y planteamientos humanísticos.

El pabellón de los oficiales narra la desventura de Adrien Fournier, un apuesto teniente francés que al inicio de la Primera Guerra Mundial sufre un gravísimo accidente de guerra: la metralla de un obús destroza la parte inferior de su cara y desfigura por tanto su rostro. Pasará entonces en París, en el hospital de Val-de-Grâce, en la sala de recuperación de los oficiales que también han corrido la misma suerte, el resto de la guerra, siendo intervenido muchas veces hasta conseguir reconstruir en lo posible su originaria faz. El indecible sufrimiento del principio, la lenta y angustiosa recuperación, el proceso de reconocimiento de su nuevo aspecto, al aceptación propia de su nueva situación, el miedo a no ser aceptado por los demás y su inserción en la normalidad de la vida cotidiana, constituyen el meollo de todo el filme.

Pese a la dureza del tema, la película nunca se recrea en el rostro desfigurado del protagonista.La película es pues la historia de un viaje personal (no en vano el filme arranca en una estación de tren), de una transformación física concreta pero también de una evolución espiritual y psicológica, con un trasfondo de crítica a la sinrazón de la guerra, aunque en el filme este asunto queda relegado siempre a un segundo término –la escena de la visita del ministro al hospital está realizada sin ningún toque de demagogia-. A lo largo del doloroso camino que tiene que recorrer encerrado en la estancia del hospital el protagonista irá asumiendo un nuevo modo de ver, de enfrentarse y de vivir la vida, descubriendo primero, como lo dice más de una vez ,“que la vida vale la pena vivirse”, que en el otro está el verdadero espejo de tu rostro, y que sólo la aceptación propia y la de los demás hacen posible el reconocimiento de la dignidad humana y el hallazgo del  sendero para lograr la felicidad. 

La película recuerda a otros filmes de una temática parecida y muy famosos, como son Johnny cogió su fusil, Los mejores años de nuestra vida, Senderos de gloria y, sobre todo, El hombre elefante. Aunque rehuye de los planteamientos tan radicales de todos ellos, en su espíritu está más cerca del maravilloso filme de Jean Renoir La gran ilusión, donde los valores de la amistad, la caballerosidad, el honor, la misericordia y la compasión se nos muestran como verdaderos elementos que convierten la vida humana como lo más valioso y redimen al mismo ser humano de las propias miserias que él produce. No destaca el aspecto morboso de la deformación facial del protagonista (de hecho hasta casi la mitad dela película no se nos muestra), ni tampoco se lanza a los delirios filosóficos y teológicos que el personaje de Johnny cogió su fusil realiza a través de un mismo recurso que se utiliza en ambas películas. Escuchamos en voz en off el pensamiento de nuestro teniente malherido hasta que puede comunicarse escribiendo en una pizarra. Aquí hay un bello y eficaz detalle: cuando escribe el nombre de su amada y lo cambia por la situación en la que está casi sumergido (Clemencia/Demencia).

La película huye de ese "encumbramiento" de los enfermos que alcanzan la "santidad laica" gracias a su tremendo afán de superación.Evita representar el proceso de evolución del enfermo como una especie de camino a la santidad laica (es lo que nos suele endilgar cierto tipo de películas americanas sobre enfermos –recuérdese la lamentable y mentirosa Una mente maravillosa- donde éstos suelen ser “subidos a los altares” a través de la sublimación de sus sufrimientos y del esfuerzo de superación que les conduce al triunfo social, valores que parecen hallarse grabados en la médula del sistema social americano). Es por eso por lo que Hollywood suele además premiar a los actores que hacen de enfermos (sean de Sida o esquizofrénicos o inválidos) con la corona de un Oscar.  En este filme no vemos eso, más aún incluso explícitamente, el protagonista que no es creyente, afirma en un momento de la película no querer solucionar su dolor con el consuelo de la religión.

El pabellón de los oficiales es a la vez la crónica de una muerte y de una resurrección. Nos lo avisa en cierto modo los solemnes acordes wagnerianos del tema musical de “La muerte de Sigfrido”, cuya rimbombancia nos hace temer lo peor en el sentido de tener que asistir a una historia engolada y pomposa. Sin embargo esta muerte figurada del protagonista se nos representa de un modo intimista, casi en un mismo escenario (la sala de oficiales del hospital) fotografiada con una luz tenue y sin casi contrastes. La música aparece también como algo muy frágil y tenue, a través de la partitura sencillísima interpretada por un piano. La resurrección de nuestro oficial no consiste ni mucho menos en su triunfo aparatoso (incluso su condecoración con la medalla de La Legión de Honor se nos muestra en el mismo arranque de la película, como para olvidarnos de todos lo honores-, sino que esta resurrección se cifra en la ardua e ingrata tarea de ser reconocido por su familia, por sus amigos, por la sociedad en general. Incluso el director nos niega la complacencia de un encuentro feliz con la mujer de sus sueños: ésta pasará ante él prácticamente de largo sin reconocerlo o sufrirá la terrible frustración de sentir la falsa reacción de su madre, una vez retornado al hogar familiar.

Las pegas hay que buscarlas en la ausencia de personajes negativos y en un exceso de carga literaria.Hay momentos en el filme muy bellos, como por ejemplo la secuencia de los dos oficiales que se abrazan y besan después de comprobar en el espejo el terrible aspecto de sus rostros mientras un tercer oficial reza con lágrimas ante un crucifijo, o la secuencia del burdel, donde el oficial trasforma el deseo carnal en la pura búsqueda de la belleza, acariciando el rostro de la prostituta, o la de la niña asustada en el tranvía,  ante el aspecto del protagonista que, jugando con el sombrero, transforma el miedo en confiada sonrisa.

Quizá a El pabellón de los oficiales se le podría poner la pega de la ausencia de ciertos contrastes (casi no hay personajes negativos), cierto regusto literario muy propio del cine francés y que la abundancia de los buenos sentimientos quita realismo a la historia, pero sin embargo, todo esto es perdonable dada la carga positivamente humanista que tiene. Hay que destacar desde el punto de vista artístico su fiel y exquisita escenografía, así como una fotografía muy cuidada y una música intimista muy adecuada.

Alex Sebastian

EL PABELLÓN DE LOS OFICIALES

Título Original:
La Chambre des officiers
País y Año:
Francia, 2001
Género:
DRAMA
Dirección:
François Dupeyron
Guión:
François Dupeyron
Producción:
ARP Sélection, France 2 Cinéma
Fotografía:
Tetsuo Nagata
Música:
Arvo Pärt
Montaje:
Dominique Faysse
Intérpretes:
Eric Caravaca, Denis Podalydès, Grégori Dérangère, Sabine Azéma, André Dussollier, Isabelle Renauld
Distribuidora:
Alta Films
Calificación:
No recomendado menores de 7 años

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