La
vida, los seres, la insatisfacción, el desencanto, el sexo, en
definitiva, la dificultad de vivir, de comunicarse. He aquí algunos de
los amplios temas de los que se surte esta película, la más completa,
sugerente, filmada hasta el momento por el prolífico Chréreau, un
director de cine que procede del teatro, como otros grandes (Bergman,
Kazan, Logan...), y que ha sabido concebir el medio como forma de expresión
propia y personal.
Dejo
a un lado el valor de los soportes originales de Hanif Kureishi (realmente
dos narraciones del anglo-pakistani, autor conocido sobre todo por las
adaptaciones que Frears realizó de su obras Mi
hermosa lavandería y Sammy y
Rose se lo montan), ya que la película nacida de una novela es otra
obra diferente. Como tal debe ser juzgada. No voy a hacerlo, aunque en el
presente caso daría mucho juego el comparar ambos medios, ya que Chéreau
se dedica, sobre todo, en la “adaptación”, a recrear lo que el
escritor no presenta, así, por ejemplo, el importante personaje de la
mujer, Claire, no aparece en la novela original. Nada importa la sumisión
(simple –e inútil- recreación), ni el alejamiento del original
literario a la hora de analizar el filme generado de aquellas fuentes.
Más
interesante que lo anterior será conocer la trayectoria de Chéreau y
algunas de sus más que curiosas motivaciones. Como decía antes, es
considerado como un gran director de teatro (su montaje sobre la tetralogía
wagneriana se ha editado en DVD), aunque él considera que su gran amor ha
sido siempre el cine. Ha trabajado también en televisión. Sus películas
van de la narrativa sin concesiones de El
hombre herido hasta la hueca ampulosidad de La reina de Margot, filme del que no se siente muy contento y que le
lleva, ahora, en un intento de hacer un filme de época alejado de la
molesta “qualité”, a intentar filmar un novedoso Napoleón.
Discutible, aunque fiel a su peculiar concepto de desarraigo y sexo,
es La carne de la orquídea.
Entusiasta
del cine en general, del que se considera un espectador compulsivo, ha
mostrado repetidas veces su reconocimiento a realizadores tales como
Bergman, Leigh, Antonioni... o, incluso, al Kar-Wai de Deseando
amar, película con la que ésta (y con el cine de los autores
citados) tiene muchos puntos de contacto. Chéreau se identificará con
Leigh en la forma de rodar, con Antonioni y Bergman en el tema de la
desesperación, la angustia existencial, el dolor de amar. Con la última
película de Kar-Wai se emparenta Intimidad
en su forma de narrar e, incluso, en algunos elementos de la historia
dominante.
Intimidad
nos habla, sobre todo,
de la desesperación de un ser que no sabe defender su intimidad, que se
sabe necesitado de los demás, de esos mismos de los que intenta huir. Es
un filme doloroso sobre la imperiosa necesidad de comprender y aceptar. La
desnudez de unos cuerpos que hacen el amor (pero quizá sólo lo
“hacen” sin sentirlo) es una prolongación del intento del
protagonista (un hombre cuyo trabajo consiste en ser jefe de barman) por
huir de una vida estable y “hecha”. El sitio en el que vive, por
ejemplo, todo es “desnudo”. No hay signos de identidad. Pero, y de ahí
su bajada a los infiernos de la soledad, es en la destrucción de su
“yo” para sentirse en los otros, donde encuentra que ha fracasado en
todo. Un viaje el suyo desde la soledad hasta una nueva soledad mostrado
por las imágenes nunca por medio de grandilocuentes discursos. El filme,
por encima de todo, prioriza la observación y desde la atalaya del que
mira plantea una visión-reflexión de los hechos.
Él
mismo (Jay, el protagonista), reflejado en su amigo o en el camarero
homosexual, va encontrando que no hay nada más que el vacío, no se trata
de asumir exclusivamente el yo. Un vacío que conduce al cansancio y al
aburrimiento (¿antonionesco?). ¿Se es uno o se es todos? En el silencio
de la noche y del día mientras espera, Jay, el hombre, un hombre, asiste
a su nada existencial, a su nulidad, a la ineficacia del escape. De ahí
el recuerdo que hace daño, que le devuelve un pasado que ni siquiera
desde el hoy puede entender.
¿Es
fácil o difícil querer? ¿Qué es amar? ¿A quién se ama? ¿A los
cercanos o a los otros? ¿O quizá a si mismo? ¿Los hijos por ser hijos
deben ser siempre queridos? ¿No es mejor no darse y buscar el placer por
encima de todo? ¿Cansa el placer solitario o en compañía? Preguntas y más
preguntas sin aparente respuesta que se encadenan en este martirologio que
supone la vida. Vida corriente que no es una bajada a los infiernos, pero
que tampoco representa una subida a los cielos.
Jay,
ha abandonado a su mujer y a sus hijos, por nada, simplemente porque ha
comprendido que ya no les quiere (¿o no los necesita?). Ha imperado la
agonía de la cotidianidad, del día a día, de los encuentros de palabras
repetitivas y vacías. ¿Para eso es la familia? ¿No es mejor unirse con
alguien, sin hablar, cada cierto tiempo y en la desnudez personal (y del
otro) buscar el placer? Buscarlo no con palabras sino con silencios en una
espera hecha también de cotidianidad. Cuerpos desnudos que hablan el único
lenguaje que pueden: sentir el acoplamiento de los cuerpos, gritar (o
sofocar el grito) de placer. Pero en ello también puede la costumbre. No
es lo mismo el ayer lejano que el hoy. Y, ella, Claire, sentirá la
incomodidad del suelo desnudo en el que busca placer o él la escasa
correspondencia de la mujer. Quién sabe.
Ese
es el tema de la película, la soledad y la incomunicación. Casi nada. La
pregunta sin respuesta sobre qué es el amor, cuál la razón de amar.
Terrible momento aquel en que el hijo de Jay dice
que “quiere a todo el mundo” (dado en un primer plano en el que
él quiere saber la razón por la que ha dejado de amar, incluso, a los
“suyos”). Los planos, los momentos, están medidos. Jay recuerda,
adelante y atrás en el tiempo (como en Deseando
amar) tratando de dar una lógica a su frustración, a una vida sin
demasiado sentido. Brillantemente el filme juega con el tiempo tratando de
analizar sentimientos, deseando encontrar, sin lógicamente conseguirlo,
unas razones que quedarán siempre en lo inexplicable. El placer solitario
en el baño, el trabajo sin demasiado incentivo, el sindescanso constante,
una espera anhelante o el hastío de una ceremonia demasiado repetida...
Momentos espléndidos, dolorosos, increíblemente cercanos.
De
pronto, algo hace pensar a Jay que las cosas no son así (o quizá ha sido
la casualidad o el aburrimiento lo que ha generado la nueva situación),
que ella (Claire) y que él (Jay) son personas. Ni ella conoce nada de él,
ni él de ella (¿saben acaso, al menos, sus nombres?): es preciso saber
quién es, quiénes son y la razón de sus actos, de su amor sin palabras.
Es el núcleo del filme: la búsqueda del otro. La pérdida de la
intimidad, el bucear en unas vidas que no son suyas. Chéreau, irónicamente,
hace que los personajes traicionen sus ansias. Necesitan no sólo poseer
al otro sino posesionarse de sus vidas, de sus actos. Pero no sólo lo
hacen ellos. Es el deporte que ejercitan los escasos personajes del filme.
Se trata de espiar, observar, seguir a los otros, tratar de saber quiénes
son “aquellos”, sin descubrirse ellos. Ocultándose. Jay sigue a
Claire sin que ella se sienta seguida. Pero en la búsqueda, por un hecho
fortuito, el espía se convierte en espiado. Y en el seguimiento (al
principio cuando Claire vislumbra a Jay tiene intenciones de acercarse a
él, de decirle que qué casualidad que se hayan encontrado, pero de
pronto un algo le impele a seguir a su amante, de ocultarse de él, de
espiar la “intimidad” del otro) la mujer descubre la verdad: ella es
la perseguida, la ultrajada en su “intimidad”, él sabe todo lo que se
puede saber (o casi) del otro. Gran dominio el de Chéreau con el punto de
vista. Pocas películas equilibran de manera tan precisa, con tanta
“suavidad”, el paso de un personaje a otro, de una forma de mirar a
otra.
Pero,
debo volver a decirlo, los personajes espían y lo hacen con la vista o
con el oído. El camarero mira a Jay, le ve entrar en el bar, le sigue con
la mirada, le observa igual que el amigo instalado en la casa o el marido
que sabe lo que ha intuido, quien también, de otra manera, sigue a su
mujer esperando saber la verdad, saber “realmente” quién es ella, lo
que le esconde, lo que hace... o ese certero compañero de billar, que prácticamente
no dice una palabra, pero que asiste a una serie de conversaciones que le
obligan a romper su querencia en el juego. Personajes inolvidables,
definidos con un trazo, meros acompañantes de Jay y Claire, pero que
terminan, en su singularidad, por dibujar un conocido cosmos.
En
definitiva, el espía Chéreau se convierte en el receptor de los seres
que ha creado. He ahí la lúcida, y nada gratuita, opción de una cámara
movida a mano. Es el intento de abrirse paso en las calles, de seguir a
las gentes, de buscar la impotente verdad de que, presumiblemente, no hay
nada que coger.
Terrible
la secuencia final. La última y dolorosa entrega. Esa posesión.
Silenciosa y apremiante. Una dura despedida que clausura una historia de
sexo, de deseo. Detrás no queda más que la vida. Los coches pasan, la
vida sigue. Una historia se ha consumido rápida y salvajemente. Fuera de
la casa estaba y está Londres, una ciudad espiada igualmente por Chéreau,
que la observa con la alegría de un amante distante. Londres, vital y
enigmático, sucio y cálido, abigarrado y solitario, está perfectamente
entrevisto por la mirada del viajero extranjero que desembarca en la
ciudad deseada.
Gran
y triste película. Desnuda como sus dos protagonistas haciendo el amor en
un silencio jadeante. Con escasos alicientes para el espectador medio, ha
sido realizada desde una estética moderna alejada de una narración cómoda
o académica. Cine hecho de miradas, que necesita la colaboración del
espectador para poder “cerrarse”, en el que surge un aliento vital y
que, en su frialdad, es capaz de comunicar la desesperada existencia del
amor y de la necesidad: el taxista (¡hermoso momento!) diciendo en el bar
a Jay que quiere a su mujer y que hará lo imposible para no perderla.
Seres
frágiles, a pesar de sus caparazones, como la protagonista de El
zoo de cristal de Tennessee Williams, la obra que representa en un pub
Claire, actriz aficionada (¿sigue interpretando fuera de los
escenarios?), ante los ojos de los suyos y de los otros, robándose a si
mismo, también como actriz, su propia intimidad.
No es un filme redondo, no se trata de una obra
maestra, hay momentos que chirrían (la discusión de la mujer y el marido
en el taxi), pero sí es una película de gran calidad, repleta de
sugerencias, nada gratuita en su forma. Un ejemplo de cine que lanza
preguntas que nunca son contestadas, que sólo se enuncian. Como en la
vida nuestra de cada día. He ahí su gran lección.
Adolfo Bellido
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INTIMIDAD
Título Original:
Intimacy
Género:
DRAMA
Dirección:
Patrice Chéreau
Guión:
Patrice Chéreau, Hanif Kureishi, Anne-Louise Trividic
Producción:
France 2 Cinéma (FR 2), Studio Canal, Greenpoint Films
Fotografía:
Eric Gautier
Música:
Éric Neveux
Montaje:
François Gédigier
Intérpretes:
Mark Rylance, Kerry Fox, Timothy Spall, Susannah Harker, Alastair
Galbraith
Distribuidora:
Vértigo Films
Calificación:
No recomendado menores de 18 años
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