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Después
de su triunfante participación en el último festival de Cannes, donde se
le concedió el Gran Premio del Jurado, el Premio a la Mejor Intérprete
Femenina y el galardón equivalente para la interpretación masculina, se
ha estrenado en nuestras pantallas la última película de Michael Haneke,
uno de los directores más importantes, actualmente, en el panorama
cinematográfico europeo y también, mundial.
La pianista (2001) es la adaptación de la novela homónima de la
escritora Elfriede Jelinek y cuenta la historia de Erika Kohut (en una
magistral, otra más, interpretación de Isabelle Huppert), una reputada
profesora de piano del Conservatorio Estatal de Viena, que bajo su
reservado, a veces arisco, comportamiento, oculta una doble vida. Así
pues, Erika, frente a su distinguida y reconocida consideración social,
vive, por un lado, sometida al carácter dominador, peligrosamente,
protector de su madre (excelente también Annie Girardot) y, frecuenta,
por otro, un mundo sórdido, poblado por sex
shops, donde consume películas pornográficas o adquiere productos
que satisfagan sus prácticas sadomasoquistas.
Parece
que la solución de este conflicto interior, que mantiene a la
protagonista en una actitud distante y la abandona en la más absoluta
soledad, exceptuando la poco conveniente compañía de su madre, viene
dada por un apuesto joven rubio, Walter Klemmer, brillante pianista, quien
enamorado de la fría actitud de Erika, y cautivado por su capacidad artística,
superará las pruebas de acceso que le permitan ser su alumno. Sin
embargo, pronto se pone de manifiesto que las diferencias entre ambos son
abismales, ya que nada tiene que ver lo que espera el uno del otro, como
tampoco nada tiene que ver lo que uno puede ofrecerle al otro. El
atractivo y formal Walter tan sólo pretende mantener una relación
amorosa convencional, en la que prevalezca el sentimiento y el cariño, en
cambio, no puede satisfacer los deseos morbosos de Erika, ni puede
compartir con ella, a pesar de su voluntad, dolorosas experiencias
sexuales que lo conviertan en un sádico, ni participar en juegos voyeurísticos,
a los que también es aficionada la protagonista. Así pues, el conflicto,
en principio interior, alcanza a Walter y, por consiguiente, trastorna más
a Erika, que descubre el más absoluto de los aislamientos.
Acostumbrados
como nos tiene a elaborar películas donde predomina el discurso sobre la
construcción de los personajes y sus relaciones, cosa que le suelen
achacar sus detractores, Haneke demuestra que cuando se lo propone puede
aproximarnos a un personaje y desarrollar una historia a la manera
tradicional. El director nos permite no sólo observar el comportamiento
de la protagonista, sino también nos acerca a ella y nos permite entender
a una Erika cercenada, dividida entre unos valores morales impuestos por
una madre posesiva y unas tendencias sexuales enfermizas, propias de un
comportamiento escabroso. No debe, pero, considerarse que la protagonista
de La pianista es una especie de
Dr. Jekyll y Mr. Hyde que habita en las altas esferas culturales de la
Viena de principios del nuevo siglo. Nada tiene que ver Erika con el
protagonista, por ejemplo de El club
de la lucha, quien sí padecía un confuso desdoblamiento de
personalidad, reflejo del caótico y alienante mundo en que vivimos.
En Erika
surge una dualidad, a partir de la misma personalidad, que provoca un
conflictiva convivencia entre lo sublime (sus extraordinarias dotes como
pianista) y lo infame (sus patológicas aficiones sexuales). La
pianista, en este sentido, supone una espeluznante visión de un ser
escindido, capaz de poner de manifiesto una maravillosa sensibilidad artística,
que le permite interpretar a los grandes compositores, y también de tener
un comportamiento depravado, que la lleva a practicar el masoquismo, el
vouyerismo, etc.
Llegados
a este punto, creo que cabe establecer una conexión entre La
pianista y la última obra de Claude Chabrol, Gracias por el chocolate. Ambas, aparte de contar con la presencia
de la misma actriz protagonista, Isabelle Huppert, nos ofrecen dos
personajes equivalentes, que reflejan, a la perfección, cómo puede darse
en una persona lo mejor y lo peor de la naturaleza humana, siendo, eso sí,
el personaje de Chabrol más sugerente y perverso que, en este caso, el de
Erika, que resulta mucho más brutal y contundente.
No es ésta,
sin embargo, la única relación que se puede establecer entre las dos películas.
También vemos cómo en Gracias por
el chocolate se establece una relación entre profesor de piano y
alumna, aunque esto no deja de ser una simple y curiosa coincidencia. Lo
que ya no resulta tan gratuito es la elección del marco ambiental. Ya sea
la alta burguesía suiza, en el caso de Chabrol, o la alta sociedad
austriaca, en el caso del director germano, ambas son vistas, detrás de
su aparente elegancia, de sus elevados y exquisitos gustos, como
sociedades engendradoras de monstruos. Así pues, hay que incidir en que La
pianista ofrece una interesante lectura sociológica, impregnada de
feroz crítica. Haneke, formado culturalmente en Viena, ciudad con una
reconocida tradición musical, arremete contra las altas esferas del la
sociedad vienesa, valedora de una actitud elitista, culturalmente
hablando, y poseedora de un peligroso complejo de superioridad, que la aísla
hasta el punto de provocar en ella el incesto, tal y como se
evidencia en una escena entre la protagonista y su madre.
Respecto
a las formas narrativas elegidas por Haneke para poner en imágenes la
historia, creo que se acerca más a lo que se vio en Funny
games que no en Código
desconocido. Si la puesta en escena de esta última se organizaba en
base a largos y laboriosos planos secuencia, que tan sólo nos ofrecían
fragmentos de diversas historias y ofrecían al espectador la posibilidad
de llenar los huecos, en La pianista
se vuelve al plano fijo y sostenido que se usaba en Funny
games, aunque en este caso no hay una referencia tan explícita y
discursiva al fuera de campo. Haneke, pues, se arriesga de nuevo alargando
las escenas hasta lo imposible, y recurriendo muy poco al montaje,
y supera la caída del espectador en el aburrimiento para
trasladarle al malestar moral, la angustia física que provoca enfrentarse
a la más absoluta degradación.
Algunos
podrán considerar que escenas como la del encuentro en el baño o la de
la última visita de Walter a la casa de Erika suponen un exceso y una
premeditada provocación, en cambio yo creo que la intención del director
es la de poner al espectador frente a una situación desagradable y, sin
ningún tipo de provocación, retenerlo en una situación incómoda,
provocada por el hecho de que no puede evitar compartirla. En definitiva,
no andamos tan lejos de otros discursos planteados por Haneke: la
indefensión del espectador frente al mensaje audiovisual, la actitud
pasiva del espectador respecto a lo que está viendo, ¿hasta que punto es
lícito ver?, etc. Quiero añadir, además, que hay que considerar la
actitud del director alemán respecto a su protagonista, a la cual observa
con precisión entomológica y sobre la que no establece ningún tipo de
juicio. Y, a pesar de que nos muestre a Erika cortándose con una cuchilla
u orinando, debido a la excitación que le produce contemplar a una pareja
en pleno acto sexual en un drive-in,
no creo que haya una intención de recrearse en lo morboso, sino,
simplemente, una observación rigurosa, que hace partícipe al espectador
de una dolorosa experiencia y
lo lleva a una situación límite, a partir de la cual, Haneke desarrolla
los puntos, antes citados, de su discurso.
Josep Carles Romaguera
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LA
PIANISTA
Título
Original:
La pianiste
País y Año:
Austria, Francia, 2001
Género:
DRAMA
Dirección:
Michael Haneke
Guión:
Michael Haneke
Producción:
Wega Film, MK2 Productions, arte France Cinéma, Les Films Alain Sarde
Fotografía:
Christian Berger
Música:
Pascal Chauvin
Montaje:
Nadine Muse, Monika Willi
Intérpretes:
Isabelle Huppert, Benoît Magimel, Annie Girardot
Distribuidora:
Alta Films
Calificación:
No recomendado menores 18 años
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