Segunda
película de David Trueba (hermano de Fernando Trueba) como
director, después de la discutible La
gran vida. Mientras en aquella la crítica le fue, en general,
favorable a pesar de narrar una absurda historia de “crecimiento” con
visos (heladores) de realidad poética, en esta parece haberle vuelto la
espalda, aunque sus tonos identificativos no sean tan lejanos a los de su
filme anterior. Mientras alía se hablaba del mundo de la infancia aquí
se narra la historia de dos
“infanticidas”, y créditos cineastas dispuestos a realizar una
gran obra fílmica rodada en... 8 mm con la colaboración (quiera o no) de
una (ayer) gran actriz. La negativa de ella para intervenir provoca su
secuestro. Tal idea que (por otros caminos) aparece también en la última,
por el momento, película de Waters, Cecil
B. Demente. La cinefilia como elemento recurrente o dominante de la
historia incide tanto sobre los personajes principales (Santiago Segura y
Pablo Carbonell) como sobre elementos propios de determinadas películas,
que directa o indirectamente se toman como referente. Era el caso de los 400
golpes como sombra de La gran
vida y lo es de El coleccionista
de Wiler o de Átame de
Almodóvar como proyectores de las prioritarias imágenes que inciden
sobre Obra maestra: Más discutible es su relación con la película de
Waters, ejemplo de vaciedad y tomadura de pelo general a tono con el resto
de la obra anterior del director norteamericano tan aplaudido y celebrado
(en su descerebramiento) por cierta crítica capaz de admitir todo como
ejemplo de vanguardia, incluso hasta las naderías del señor Waters al
que se tacha de “opositor” reconocido (así nos va) al sistema de vida
americano.
Realmente Obra maestra participa tanto de la adscripción general al título
de Wiler como a la participación (¿homenaje?) de otras películas a las
que se mienta en las discutibles, pero a veces plausibles, imágenes del
pequeño de los Trueba. Así el comienzo hace referencia a Coppola y a una
determinada manera de rodar. Más concretamente a la presencia del sueño
que simbolizó Corazonada, y que
se refleja en esa secuencia inicial. Un comienzo que, por otra parte,
sirve a David Trueba para enfrentar dos mundos: la ficción edulcorada y
colorista frente a la cruda realidad. Un barrio de paz y tranquilidad, de
lujo y ensueño se transforma en un lugar vulgar, cotidiano y trágico.
Nada tiene que ver el barrio madrileño (demasiado elemental en sus
acelerados conflictos generales) en el que vive Carbonell con el barrio soñado
propio de un musical hollywoodense. La irrealidad da paso a lo real. Lo
que ocurre, y de aquí uno de los errores de ese comienzo, es que ambos
lugares forman parte de un decorado de cartón piedra. No hay calles, ni
personajes vivenciales sino una presencia magnificada por el cine. Una
idea que será la que sustente el posterior desarrollo del filme.
Obra maestra es, de forma
general, la historia de dos “tarados”, especie de monstruos vividores
del cine y para el cine, secuestradores de una actriz ayer famosa, hoy a
punto de despeñarse por un camino sin vuelta, para poder realizar (con
ella) una película inolvidable por única e irrepetible. Ellos son
Santiago Segura (el increíble director al que el la visión de cientos y
cientos de películas parece haberle sorbido el seso) y Pablo Carbonell
(un actor que trata de convertir su vulgar vida en una existencia
colorista y eficaz). Ella, la actriz, es realmente una actriz, Ariadna Gil
(mujer en la vida real de David Trueba), que muestra su capacidad y gran
registro interpretativo. Ariadna es muy superior a Pablo y Santiago, empeñados
en ser siempre ellos mismos. Su personaje es el más cuidado, lleno de
registro, el menos artificial y esquemático. Representa la mujer actriz
destruida por el mito, algo que sus incondicionales admiradores son
incapaces de vislumbrar. Sus triunfos juveniles han dado paso a la
insatisfacción del momento, a su prematura vejez, a su descenso a unos
infiernos donde se le representa la soledad, la ignorancia y el hastío.
Los tres personajes tienen algo muy concreto que les une: la disociación
en el ayer, hoy o siempre de lo soñado con lo vivido. Algo que Ariadna va
vislumbrando y que, primero inconsciente y después conscientemente, trata
de enseñar a sus adoradores. Inmisericorde para con sus raptores, sabiéndose
esencial en la historia, la mujer es el referente y el catalizador de unas
situaciones. Está claro que “no todos son capaces de ejercitar esta
profesión”, aunque, esos otros, desde su soñada genialidad se nieguen
a admitirlo. Reflejos todos ellos de una existencia gris y sonrojante
propia de una tiempo actual donde sólo el “colorido” mentiroso puede
ocultar la vergüenza de un delirante blanco y negro soso e ineficaz.
Es una lastima que todos los ricos elementos que son -y pudieron
redondear una gran obra- y están el filme de David Trueba, terminen por
encerrarse en las vulgares gracias de los dos personajes aquejados por el
mal de un cine mal asimilado. Curiosamente muchos críticos se han quedado
en este punto sin ir más lejos. De ahí que hayan lanzado improperios o
vejaciones sobre la vulgaridad, el mal gusto y la chabacanería de
determinados momentos. Algo que curiosamente ha sido lanzado por muchos de
los que defendieron tanto el primer filme de David Trueba como ciertas
gracias del casi siempre torpe e insoportable Santiago Segura (o de sus
hermanos cinematográficos), incluido su “terrible” debut como
director -Torrente, el brazo fuerte de la ley- y sus indescriptibles, torpes e
inaguantables cortos adscritos a su alter ego de “el perturbado”. Ni
una cosa (La buena vida) era
excelente, ni este último filme es lamentable. Más bien me parece que Obra maestra, aun con sus imperfecciones, posee más cine que
aquella primera obra. Bastarían dos planos cargados de intención, de
fuerza y sugerencia para que, a pesar de sus muchas limitaciones,
reservemos un cierto crédito al futuro (como director) de David Trueba:
el homenaje al amigo cinéfilo muerto (de S. S. a Luis Cuenca) con la
proyección del filme que había realizado a mayor gloria del “cuerpo”
de su mujer muerta (proyección realizada en un momento anterior y que,
supongo, ha servido para engrosar la imagen de mal gusto que rodea la película,
ante la obligada masturbación de S. S. enfrentado a las imágenes de la
antipornográfica, por vulgar y carente de belleza, obra del “maestro”
Cuenca y que obliga a ver al discípulo S. S. No hay peor analista que
aquel que se cree un maestro. Un momento, por lo demás, que se une a toda
la idea general del filme que contemplamos) y el plano -de gran fuerza-
que muestra la mirada asesina de la sobrina (hija de un guardia civil,
amante de las armas de fuego) de S. S. al tío desde el coche que la lleva
al hospital.
No es un filme redondo, ni siquiera una película buena. Es
simplemente una complejo -más de lo que parece- obra, que insinúa
demasiadas cosas desde la vulgaridad de unos escenarios o de unas
situaciones, que reflejan claramente la vulgaridad del mundo actual y de
la genialidad de los monstruos que nos invaden. Por ello es un filme que,
a pesar de sus limitaciones, se debe defender. Sugiere mucho más de lo
que vemos en ese enfrentamiento entre la mentira (soñada) y la realidad
(de la que se huye con sueños de cine o con la adicción a las drogas).
Un filme que ciertos críticos han despachado con unas líneas incapaces
de adentrarse en las ricas (algunas más que discutibles) proposiciones y
caminos por los que transciende la historia.
Adolfo
Bellido
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Obra
maestra.
Nacionalidad:
Española, 2000.
Argumento,
guión y dirección:
David Trueba.
Intérpretes:
Ariadna Gil, Santiago Segura, Pablo Carbonell, Loles León, Luis
Cuenca, Jesús Bonilla.
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