Oda a la ceniza

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seddemal07Un hálito shakespeariano recorre todos y cada uno de los fotogramas de esta barroca aproximación al poder que es Sed de mal, en la que el contraste y la paradoja actúan como eje axial de un mundo de luces y sombras dominado por una atmósfera desasosegante, por un paisaje moral donde los miasmas que genera una geografía fronteriza han invadido no sólo el espacio exterior, sino los más profundos recovecos del alma humana.

La sordidez acumulada en el corazón de la hija del cacique local, alimentada por el origen fraudulento con el que su progenitor ha amasado su fortuna y por la sórdida catadura moral de éste son el detonante de un estallido que hace saltar por los aires el frágil equilibrio sobre el que se asienta el orden social y moral establecido, el statu quo hábilmente entretejido entre el mundo del hampa y el de la política y los negocios, haciendo emerger las más bajas pasiones humanas (codicia, venganza, violencia).

Una estructura bimembre de elementos contrapuestos es la matriz de un relato tenso, de una historia encrespada en la que la enunciación discursiva, el estilo de Welles, halla el territorio idóneo para compaginar el fondo y la forma de manera sublime e indisoluble: tan importante como lo dicho-mostrado es la manera de decirlo-mostrarlo.

La noche y el día, la luz y la sombra, los planos interiores y los exteriores, Estados Unidos y México, el inglés y el castellano, la astucia de los malvados y la estupidez de los bondadosos, todo este abigarrado panorama convive en una delgada y lábil frontera cuyos límites son imperceptibles.

El discurso emblemático y alegórico propio del barroco sobrevuela el universo wellesiano: a modo de un nuevo Gracián, el omnímodo director-guionista-actor parece querer advertirnos de los engaños del mundo, de la falsedad de las apariencias, de la vanitas vanitatis, de los peligros de un narcisismo auto-satisfecho, cuyo principal exponente sería el personaje de Miguel Mike Vargas, interpretado por Charlton Heston, en el cual se puede apreciar la etopeya generacional a la que Welles dirige su crítica: a sus compañeros de profesión que se traicionaron, desde una postura de izquierdas de la que todos partían, mutuamente, “por salvar sus piscinas”.

La casa de Asterión

seddemal15El espacio referencial en que se desarrolla la trama representa un dédalo enmarañado de lóbregos y pútridos pasadizos, de intrincadas callejuelas y amplias avenidas, en cuyo interior reina el capitán Hank Quinlan, una especie de Minotauro que soporta el discurrir de la existencia arrogándose el poder de ejercer la justicia, en una consciente extralimitación de sus funciones. Su olfato detectivesco radica en una intuición personal que se manifiesta a través de su pierna tullida: el dolor sobrevenido sobre su cojera es síntoma de que algo no funciona.

Esta intuición es el cuaderno de bitácora, la brújula del fatum que rige su actividad profesional. Su origen se remonta al instante más doloroso de toda su vida: su mujer fue asesinada por un “mestizo”, y él fue incapaz de probar la culpabilidad del asesino, debido a su bisoñez. Aunque la justicia divina ejecutó en un lodazal de Bélgica la sentencia que él no pudo lograr como policía, desde ese instante se confabuló consigo mismo para que ningún asesino más se le escapara.

La irrupción en su reino de Vargas socava los cimientos de su poder. Entre ellos dos se establecerá un duelo, un reto profesional, que derivará en una especie de corrida taurina: Hank será el toro con el que debe lidiar Vargas. En cierto modo, éste es una especie de álter ego del joven Quinlan, un reflejo especular de un tiempo preterido pero cuyas aristas todavía hieren el corazón de Quinlan. Cuando Vargas, desaforado y encolerizado, acepta el reto que le plantea el corrupto capitán, se inicia la corrida taurina.

Vargas merodea por los alrededores del local de la gitana Tanya, en donde Quinlan se ha refugiado, totalmente ebrio después de más de doce años de abstinencia. Apoltronado en un sillón en medio de los efluvios etílicos, Quinlan contempla la pared desconchada y cochambrosa que tiene en frente, repleta de retratos de toreros engalanados con el traje de luces. Sobre un espejo en la esquina, se proyecta la imagen de Vargas, acechando desde el exterior de una ventana. Quinlan se remueve en su poltrona al tiempo que se nos muestra una inmensa cabeza de toro, rodeada de banderillas, que cuelga de la pared. El próximo trofeo del matador Vargas será la cabeza del policía. Para hacerlo salir del burladero donde está refugiado, Mike utilizará como cebo a Pete Menzies, el hasta ahora mejor amigo de Hank.

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Miguel Mike Vargas: un nuevo Teseo

Charlton Heston interpreta a este joven policía mejicano, en el cenit de su carrera profesional y personal: está pendiente de la celebración de un juicio en la capital azteca. Ha detenido a uno de los capos del narcotráfico mejicano, el patriarca de la familia Grandi. Al día siguiente debe partir en avión para declarar en el juicio. Su fama le precede, tal y como se pone de manifiesto al cruzar la frontera y ser reconocido por los policías estadounidenses.

En su esfera privada, acaba de contraer matrimonio con una joven y bella norteamericana, Susie. Ambos deciden cruzar la frontera para que él la invite a un refresco. Mike se siente ufano y satisfecho de sí mismo. El triunfo en todos los órdenes de la vida lo acompaña. Cuando están a punto de besarse en territorio norteamericano, donde es la primera vez que están juntos, como hace más de una hora que Mike no la ha besado, se detienen para sellar con sus labios su amor. El estallido del coche del potentado Linnekar desbarata sus intenciones. El estruendo actúa como un resorte que desata en Mike su vena detectivesca. El inicio de la bajada a los infiernos, la pérdida de su ingenuidad constitutiva, ha comenzado.

Su orgullo profesional se antepondrá a su condición de marido, con funestas consecuencias para ambos miembros de la pareja. Mike es incapaz de observar todos los indicios diseminados que le alertan del riesgo que amenaza a su mujer. Como hombre, es incapaz de detectar las miradas de concupiscencia que Susie desata sobre los personajes masculinos. Considera que su matrimonio con una norteamericana le otorga el mismo estatus.

La primera aparición de Quinlan ya lo pone en su sitio: es un simple extranjero, un mejicano más. Este menosprecio disimulado con ciertos aires de consideración profesional todavía azacanea más su vanidad laboral e incluso racial. Inmerso en la vorágine de los hechos, intenta apartar de los mismos a su ingenua mujer, introduciéndola en la boca del lobo.

Mike simboliza todo el discurso político de defensa de los derechos civiles que se estaba gestando en la sociedad norteamericana de finales de los cincuenta. La estricta observancia de la ley es la divisa de su actuación. Su monolítica concepción de la justicia, más teórica que práctica, entra en colisión con los amañados y fraudulentos métodos de Quinlan, ante el que se erige como su némesis. Las secuencias en que Susie trata de informarle del acoso que está sufriendo muestran su obsesión justiciera, en detrimento de la astucia que debía mostrar como marido, si bien es cierto que la estupidez de su mujer también contribuye a ello.

Su humillación profesional y personal discurre en paralelo: la pérdida, el robo de su arma, le hacen tomar conciencia de la gravedad de la situación, del toro embolado con el que debe lidiar. Su reacción como marido herido lo aproxima al desgarro original que ha roto a Quinlan como persona: en ambos casos no supieron defender y salvaguardar la vida de su bien más preciado.

Mike tendrá una segunda oportunidad, gracias a que Quinlan se conforma con llevar a cabo una mera representación teatral, una puesta en escena barroca, en la que simplemente persigue manchar la reputación de Mike, sin consecuencias irreparables. Pero la vanidad exacerbada de éste será el dispositivo que active su venganza, para lo cual deberá recurrir a los sucios métodos del veterano detective: la traición, el chantaje, el engaño…

Mike se convierte en una especie de despreciable policía de asuntos internos: lo personal, la restitución de su honor y el de su mujer, es la coartada que utiliza para atrapar a su  presa. Ahora también el fin justifica los medios.

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El estorbo de Ariadna

La mujer de Mike Vargas será el hilo del ovillo con el que el cínico Quinlan tratará de enredar al policía mejicano en el laberinto a donde su afán justiciero lo ha conducido.

Susie es el arquetipo del orgulloso americano. Oriunda de Filadelfia, la cuna de la aristocracia norteamericana, su actuación se rige por la seguridad de pertenecer a una gran nación, dueña y señora de los destinos del mundo tras la segunda guerra mundial. Cuando el matrimonio se apresta a cruzar la frontera, ella se adelanta a contestar al policía sobre la nacionalidad de ambos, recalcándole al guardia de fronteras que el mejicano Vargas es su marido, con lo cual goza de la misma nacionalidad que ella.

Tras el estallido de la bomba, Mike expresa su temor ante las negativas consecuencias que el atentado pueda tener para “nosotros”. Susie se sorprende de tal afirmación, ante lo cual Mike matiza que ese “nosotros” se refiere a Méjico, espacio del que ella está excluida.

De regreso al hotel, en la parte mejicana de la frontera, empieza la odisea para Susie. Una marea humana, un tráfago de personas deambula excitado y presto a la diversión. Susie lo contempla debajo de un cartel: “El Paraíso”, toda una ironía del infierno en el que se va a introducir.

Su desconocimiento del castellano le hace confundir las palabras que le dirige un joven mejicano, un sobrino del capo Grandi. Lo que es un mensaje para su marido ella lo percibe como un acoso, un requiebro amoroso. Esta confusión se mantiene en la entrevista con Joe Grandi, el nuevo jefe de la banda, así como el constante trasiego de un lado a otro de la frontera. Ante la resistencia al amedrentamiento de Susie, se recurre a la ambigüedad de la insinuación sexual, un ardid que estará constantemente asediando al personaje por su nula capacidad para captar el doble lenguaje.

Con  excepción del ayudante de Hank, Pete Menzies, Susie soliviantará las miradas de todos los personajes masculinos con los que se cruza, despertando en ellos la pulsión libidinosa. Incluso este deseo se suscitará en el personaje que interpreta Mercedes McCambridge, una de las cabecillas de la banda de los jóvenes Grandi, en un rol de mujer con rasgos masculinos que ya había desempeñado en Gigante y en Johnny Guitar. Las dos frases que pronuncia son antológicas: “La diversión acaba de comenzar” y “Deja que me quede. Quiero verlo”, referidas a la representación a la que será sometida Susie: será drogada y sometida a una orgía fingida.

El componente sexual más explícito recaerá sobre el bautizado por ella “Pancho” Grandi, sobrino del capo, en una especie de perfil salvaje y felino del mismo componente mejicano de su atento marido, más americanizado y por tanto dulcificado, cortés.

Susie será testigo inconsciente del asesinato de Joe Grandi por parte de Hank Quinlan. De hecho despertará de la vigilia de la droga frente a un primer plano, en contrapicado, del rostro desencajado y de los ojos desorbitados del recién asesinado Grandi, primer plano que será el remedo de la muesca grotesca de un payaso, insulto con el que Susie lo calificó en la entrevista que ambos tuvieron.

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Para el séquito de políticos e investigadores norteamericanos que se arremolina en torno del capitán Quinlan, resulta a todas luces contraproducente que una norteamericana se haya casado con un mejicano, hecho este que la desvirtúa, desde una óptica que muestra el racismo explícito. Existe un paralelismo entre el matrimonio Vargas y la pareja de amantes acusados de instigar el atentado contra Linnaker. Su hija Marcia lleva cuatro meses conviviendo con el mejicano Manolo Sánchez, en un gesto de franca rebeldía contra su padre que persigue la humillación pública del mismo. Para Quinlan, Sánchez será el primer y único sospechoso desde el inicio. Y no se equivocará. Aunque la manipulación de Marcia Linnaker y el odio contra su padre sean la causa de la actuación de la marioneta mejicana a la que otorga su interesado amor.

Susie, después de haber sufrido en propia carne las consecuencias de un juego peligroso en el que no hay reglas, sólo desea abandonar el lugar de los crímenes y que Mike la lleve de regreso a casa. Al despertar en la habitación del hotel Ritz junto al cadáver de Joe Grandi, medio desnuda y con el aturdimiento provocado por la droga que se le ha inyectado, sale a la escalera de incendios presa de un ataque de pánico e histeria pidiendo ayuda. Los transeúntes que la contemplan no la toman en serio, pues se halla inmersa en un espacio de desenfreno, vicio y paroxismo. Es confundida con una prostituta o una drogadicta.

Para más inri, un enervado y desesperado Mike Vargas atraviesa el tumulto que se ha formado para contemplar a Susie sin percatarse de la escena, aunque ella sí lo ve y reclama, infructuosamente, su atención y ayuda a gritos, desesperada. 

El motel “El Mirador”

Es en este lugar en medio de la nada, del desierto, donde Susie recala accidentalmente y donde sufrirá la trama urdida y pactada entre Joe Grandi y Hank Quinlan para deshacerse de la presión del incordio constante de su marido Mike.

Las secuencias que allí transcurren servirán de inspiración para que Hitchcock, dos años después, creara el espacio psicótico y onírico del Motel Bates. El personaje del portero de noche, una especie de lechuza idiota, anticipa algunos de los rasgos del protagonista de Psicosis.

No es casual que fuera la propia Janet Leigh la que sufriera las vejaciones en ambos moteles. Las secuencias en las que la actriz exhibe su belleza embutida en  un insinuante y ceñido body, todavía sin apercibirse de lo que se le va a venir encima, hablando por teléfono amorosa y eróticamente con un más desapercibido e ignorante Mike Vargas, preparan  la atmósfera de violencia y desenfreno que se llevará a cabo elípticamente.

Los restos de ese paroxismo de drogas y sexo serán la espoleta que desate la bestia que anida en Mike, al percatarse de lo sucedido y de su propia estulticia.

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El laberinto fronterizo

Mientras Susie se está desvistiendo en la habitación de su hotel mejicano, uno de los chicos Grandi la enfoca con una linterna desde una ventana situada justo en frente. No hay persianas y el único recurso es apagar la luz, quitar la bombilla y utilizarla como arma arrojadiza contra el foco de luz que la convierte, a Susie, en un espectáculo erótico. 

La llegada de Mike no atempera el malestar de su mujer. En su ignorancia, ella piensa que está siendo acosada y él no percibe tales indicios de acoso. Ella decide marcharse y la única disculpa que Mike ofrece es que todas las ciudades fronterizas son la escoria de cada país, no siendo ésta representativa del México auténtico.

Posteriormente, reconciliados en el coche, él insiste en resolver el atentado puesto que podría llegar a convertirse en un conflicto internacional que perjudicara a México. “¿Al turismo?”, inquiere ella. Mike expone la imposibilidad de salvaguardar una frontera común de más de mil cuatrocientas millas sin una sola ametralladora.

Esa frontera política más que geográfica, sin ningún tipo de separación física, es una alegoría de dos mundos aparentemente opuestos pero complementarios. De hecho, a veces el espectador duda de en qué parte de la frontera transcurre determinada secuencia, pues constantemente se traspasa el límite por parte de los personajes.

Ese límite lo es también moral. Para los EEUU, México es el lugar del desenfreno y de una moral más relajada, donde los derechos políticos y humanos quedan en un segundo plano. En México está el local de striptease donde actuaba la mujer que ha muerto en compañía de Linnaker al estallar la bomba. En Méjico ha tenido su refugio Quinlan, durante muchos años, en casa de la gitana Tanya.

Sin embargo ambos mundos se solapan y se rozan. El abogado de la famila Grandi es el mismo abogado que el del cacique norteamericano Linnaker. Joe Grandi exhibe orgulloso su nacionalidad norteamericana para reclamar sus derechos cuando es detenido.

La puesta en escena unifica ambos lados de la frontera mediante la putrefacción, la basura y una atmósfera opresiva e insana. Estamos en una especie de desagüe moral, en una sentina en donde desembocan los detritus de la sociedad. De hecho, el alcalde y el fiscal son asiduos clientes del local del que procede la chica que ha muerto en el atentado.

Una geografía salpicada por la constante presencia de los pozos de extracción petrolífera, que ha propiciado una riqueza inmediata y un contubernio entre el hampa y los hombres de negocios. Susie no está preparada para transitar por los pasadizos de este laberinto lleno de recovecos y ambigüedades. Su incapacidad para captar los dobles sentidos de las palabras la convierten en un fácil objeto de manipulación. El Minotauro Quinlan le teje una red con la ayuda interesada de los Grandi.

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La frontera lingüística

El castellano mejicano y el inglés conviven en un mismo espacio, pero en una relación asimétrica, diglósica.

Quinlan no soporta que se hable castellano en su presencia, por su furibundo menosprecio y su explícito racismo. Al fin y al cabo, tiene motivos personales de hondo calado: un “mestizo” asesinó a su mujer.

Vargas es un bilingüe potencial, que se acomoda a cada situación. Su conocimiento del inglés le ha permitido casarse con una bella norteamericana y medrar en su profesión. Se nos dice que en México tiene casi rango de ministro. La implicación en el asesinato de Linnaker por parte de Vargas crece cuando las sospechas recaen sobre un ciudadano mexicano, cuya situación personal es muy similar a la del propio Vargas. También habla inglés y también tiene como pareja a una mujer norteamericana. En cierto modo, Vargas se identifica, emocionalmente, con la suerte de su compatriota. Craso error.

La actitud y los métodos poco ortodoxos que utiliza Quinlan para con el detenido acaban por enervar a Vargas, que se enfrenta directamente con Quinlan, el cual está a punto de golpearlo con su bastón, como si se tratase de otro mejicano más, hecho que no comparte el orgulloso Vargas, que pretende una ideal e imposible relación de igualdad. En esa reivindicación de su papel protagonista en la investigación, Vargas asume el inglés como lengua dominante, pues al fin y al cabo estamos en los EEUU, a pesar de los requerimientos plañideros y desesperados del sospechoso Sánchez: “Están tratando de joderme”, le dice en castellano. Vargas le pide que hable en inglés. Dice que quieren “focking me”.

Al estallar en su interior la violencia y salir en busca de Susie, Vargas se dirige al local de los Grandi. Allí empieza a interrogarlos en castellano. Rápidamente, pasa al inglés, y este cambio de idioma conlleva un cambio de métodos: asume los procedimientos expeditivos de Hank Quinlan, pues ahora está actuando como marido y no como policía.

Así pues, Welles consigue que el personaje de Vargas transgreda los límites, cruce la frontera moral, no sólo la lingüística.

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La traición de la amistad

Hay dos secuencias muy significativas interpretadas por un viejo amigo de Welles, Joseph Cotten, quien encarna al forense del lugar. Su presencia en la película precede a la posterior aparición del personaje de Quinlan. El forense está analizando los cadáveres destrozados y proclama la siguiente frase ante la afirmación de que, hace una hora, Linnaker era el dueño de esta ciudad: “Y ahora se le podría pasar por un colador”.

Unos instantes después, un coche anuncia la llegada del capitán Quinlan. Mike, que no lo conoce, muestra su disposición a ser presentado. El forense vaticina: “No esté tan seguro”, o “Eso es lo que usted piensa”, según la traducción. Todo un guiño irónico del director, con el apoyo de ese actor que ya lo había acompañado en Ciudadano Kane y El tercer hombre, filmes en los que Cotten ejercía como amigo de Kane y de Harry Liman, siendo abandonado y traicionado por ambos.

Ahora será el sargento Pete Menzies el personaje que interprete al fiel amigo de Quinlan. Menzies es literalmente un idiota, tal y como el propio Quinlan y Joe Grandi se encargan de recordárselo a lo largo de la película. Un idiota fiel, servicial y servil; el único báculo humano en el que Quinlan pueda apoyar su inmensa humanidad dolorida. Su fidelidad raya un comportamiento perruno, de ahí el desprecio aparente que le regala Quinlan, no obstante haberle salvado la vida en una ocasión, al recibir una bala que estaba destinada para Pete; de ahí la cojera de Hank. La admiración que siente Pete por su amo es inconmensurable. Lo considera un valiente, siendo su mayor valentía el haber conseguido dejar la bebida.

Dos hechos modificarán esta rendida y entregada servidumbre: la secuencia en que Hank orilla y aparta a Pete para tratar a solas con Joe Grandi, ante la tristeza grabada en la mirada del fiel servidor; y la secuencia en que contempla a Vargas y a Susie abrazados en el interior del calabozo donde ella ha sido trasladada por la brigada anti-vicio, como consecuencia de la trama urdida por Grandi y Quinlan.

La contemplación del amor que se profesan los esposos hace recapacitar a Pete, aviniéndose a colaborar con Vargas para desenmascarar a Hank. Previamente, durante una conversación en el archivo, registro público donde Vargas busca documentos que acrediten el falseamiento de pruebas en los casos de Quinlan, Vargas ya había intentado convencer a Pete, ante la defensa numantina que éste realiza de su amigo y superior. Increpa a Vargas y lo acusa de haber inducido, después de doce años de abstinencia, a Hank a retomar la bebida. Pete llora. Vargas, impasible, le aconseja que se guarde esas lágrimas para toda esa gente que han condenado a muerte fraudulentamente.

Pete también ha utilizado un tono plañidero cuando Hank lo utiliza como coartada a distancia para matar a Grandi en la habitación del hotel e involucrar a Susie en el consumo de drogas.

¿Qué hago yo, Hank?”, implora Pete. Que insista en que Sánchez confiese.

Pete será el instrumento de Vargas, el capote con el que hacer salir a Hank del burladero donde se ha refugiado en el local de Tanya. Hank apela por última vez en defensa de su mejor amigo, pero Vargas se muestra inclemente. Quiere limpiar su reputación a costa de hundir la de Quinlan. Hank, en medio de los vapores etílicos, se sincera con Pete, en el que percibe una metamorfosis, una especie de aureola de santidad, propia de los idealistas ingenuos que sólo causan problemas, como Vargas.

La confesión de Hank presagia la guadaña de la muerte. Defiende la heterodoxia de sus procedimientos, su honradez e incorruptibilidad frente al dinero que lo rodea y que lo podía haber sobornado; se enroca en su condición de policía, más allá de los juicios morales; muestra su herida sangrante: el recuerdo de su mujer asesinada que lo acompaña constantemente, esté sobrio o borracho; se vanagloria de la justicia que ha impartido, condenando a todos los culpables; y maldice la presencia de un omnipresente Vargas que ha traído la ruina y la destrucción de su microcosmos.

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Al percatarse de la encerrona, furioso con la traición de su amigo Pete, se pregunta quién está traicionando a quién; en un plano elíptico, le dispara. Pete cae arrodillado, postrado delante de su señor y amigo, extendiendo la mano herida hacia éste que, como un zombi, desciende trastabillando hasta la orilla del putrefacto río para intentar lavarse las manchas de sangre de su amigo en la sucia corriente estancada. Se arrellana en un sillón desvencijado y roto, en su trono de podredumbre, mientras Vargas le pide que le devuelva su pistola.

Una lágrima resbala por la mejilla de Hank, que rápidamente reacciona y se enfrenta a Vargas. Cuando se dispone a matar al mejicano, en una huida hacia adelante desesperada, un disparo del moribundo Pete lo alcanza. Hank observa cómo un sombrero cae desde las alturas, junto con un revólver, que aterrizan en el agua. Al girar la cabeza contempla a su ya fallecido amigo. Vargas se aleja ante la llegada de un coche. Hank se levanta mientras escucha sus palabras grabadas en el magnetófono por Vargas, en una especie de oráculo mecánico y artificial que certifica el cumplimiento de su destino. Busca a Pete: “Esta es la segunda bala que detengo por ti”, pronuncia en el canto del cisne de su amistad. Nuevamente la sangre que gotea del cadáver de su amigo muerto le mancha la mano, mientras trastabilla y cae de espaldas en el río. Como testigo mudo, Tanya contempla el cadáver flotando entre las inmundicias de las aguas, cual una inmundicia más.

Los emblemas

El bastón en el que Quinlan apoya su oronda humanidad es todo un símbolo de su poder, es el cetro que lo inviste de una dignidad ambigua, la égida bajo la que su personalidad se expande y alcanza todos los rincones. Su abandono y olvido es un presagio de de su escurridiza presencia, así como posteriormente lo será de su pérdida de autoridad.

Primero lo conserva Pete, cuando éste se hace cargo de Susie para llevarla al motel “El Mirador”. Este hecho accidental, la pernoctación en dicho hotel, deviene una estrategia inconsciente de Hank que luego sabrá utilizar en su provecho. Asimismo, el báculo abandonado en la habitación del hotel donde asesina a Grandi dará al traste con todo el plan de Quinlan, pues será la prueba evidente para Pete de que Hank estuvo allí. Esta prueba se la entregará en bandeja a Vargas, en la habitación de la cárcel donde se entrevistan ambos, una especie de cuarto trastero que muestra la trastienda, la maquinaria y el mecanismo distorsionados de la ley.

En un último intento de salvar a su amigo, le expone a Vargas que alguien pudo dejar el bastón en la habitación del hotel para incriminar, inculpar a Hank. La sonrisa escéptica de Vargas no admite dudas.

La pianola que suena automáticamente en el local de Tanya es un presagio funesto, un leitmotiv que subraya lo barroco, falso y aparente del engranaje humano. Sus sonidos anticipan la presencia de Hank, del lado más vulnerable del mismo, aquel en el que se acumula un dolor que arrastra desde hace treinta años, desde la muerte de su esposa, y que ni siquiera la bebida consigue mitigar. Es un vaticinio siniestro, tal como lo era la música en El tercer hombre.

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Tanya o la profecía de Casandra

La gitana Tanya es el único paño de lágrimas en el que Hank ha podido restañar, aunque sea transitoriamente, su desgarro afectivo. En su casa ahogó las penas en alcohol. Cuando la presencia de Vargas resquebraje el muro defensivo de Quinlan, volverá a buscar refugio allí.

Welles otorga a Marlene Dietrich un personaje barroco y recargado, al que se le asoció durante toda su carrera. Una echadora de cartas de rostro duro e hierático, pero cuya profunda e intensa mirada dice más que cualquier palabra o cualquier parco gesto.

Después de muchos años Quinlan, atraído por el poder imantado la música de la pianola, vuelve a recalar en ese territorio habitado por una especie de bruja adivinadora del destino, a lo Macbeth. Ella, en un principio, no lo reconoce después de tantos años. Entre ellos se entabla una conversación con doble sentido, a cuenta de lo picante del chili que ella le preparaba, demasiado picante para que él lo pueda soportar. Se crea un clima erotizado, una atmósfera eléctrica, libidinosa.

La segunda aparición del leitmotiv musical se produce en paralelo al inicio de la orgía en que Susie se verá involucrada en el motel “El Mirador”, cuando Tanya, entre las volutas de humo, contesta a una llamada telefónica de Pete preguntando por el paradero de Hank. Ella niega la presencia de Quinlan, a la par que la voz de éste grita su nombre desde otra habitación. Pete le recuerda que Hank solía esconderse allí antes, con varias botellas de whisky. Ella replica que él ahora sólo come chocolatinas. “Esta noche, no”, afirma Pete.

El calvario particular de Hank también se ha iniciado. Busca refugio en espera del resultado de los acontecimientos que ha tramado, pero su regreso a la bebida es un funesto presagio, una recaída en el abismo, por la sordidez del acto que ha urdido y que se está cometiendo bajo su égida.

La tercera aparición muestra a Vargas rondando la casa en mitad de la noche, en el inicio del duelo final. Antes de salir al exterior, al ruedo, Quinlan le pide a la gitana que le lea el futuro. “No tienes futuro. Tu futuro se acabó. Vete a casa”, le aconseja Tanya. Pero Hank no dispone de hogar, lo perdió hace treinta años.

Tras la muerte de Hank, Tanya se constituye en su único cortejo fúnebre, en la única persona que vela su cadáver sobre la sórdida superficie del féretro del río. Mientras Vargas y Susie parten para casa, ella contempla el cuerpo acompañado por Al Schwartz, un ayudante del fiscal de claros rasgos prekenedianos que ha compartido con Vargas la caza, captura y desenmascaramiento de Quinlan, en aras de una pureza legalista o de un ambicioso deseo de proyección y ascenso profesional. En la breve conversación que mantienen Tanya y Al se produce la constatación de las profecías intuitivas del veterano capitán: Sánchez ha reconocido su participación en el atentado. Quinlan tenía razón.

Ese lazo intuitivo, esa sabiduría vital, ese conocimiento de los resortes  y engranajes del alma humana era el conocimiento que Tanya y Hank compartían: la futilidad del mundo, la inutilidad de toda pasión, en un broche de homenaje al amado Shakespeare. Para Tanya, en una especie de laudatio funebris o de epitafio, “Hank era un hombre excepcional”, para añadir a renglón seguido “qué importa lo que se diga de la gente”, en una nueva muestra de la vanidad de la fama y del barroco desprecio del mundo, en una poética oda a la ceniza. Por supuesto, la música de la pianola vuelve a sonar, esta vez como hado cumplido.

La última secuencia remite directamente al final desesperanzador, al desengaño de El tercer hombre, con una Tanya que se despide de Al en castellano, con un prístino y preclaro y orgulloso “¡Adiós!”, mientras camina hacia la oscuridad de la noche, de espaldas a la cámara, por entre una avenida no ya de pinos funerarios, sino flanqueada por el cementerio de las altas torres de los pozos de extracción de petróleo.

Escribe Juan Ramón Gabriel

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