Punto límite (1964)

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Fail-safe, or how I learned to start worrying and fear the bomb

puntolimite03No parece menor la polémica que surgió en torno al estreno casi simultáneo de la película de Sidney Lumet Punto límite (1964) y la de Stanley Kubrick, Teléfono rojo ¿Volamos hacia Moscú? El detonante bien pudo ser la coincidencia temporal y temática de ambas obras, pero también y sobre todo, el hecho de compartir un planteamiento cinematográfico tan similar que hacía pensar en algo más que fuentes de inspiración comunes: un fallo electrónico posibilita la incursión de bombarderos nucleares en territorio soviético; la imposibilidad de comunicarse con ellos hace temer la pesadilla de un conflicto atómico inminente, y los militares asisten impotentes al desarrollo de la crisis desde una sala de guerra donde grandes pantallas muestran el avance de los bombarderos. 

Muy al tanto de tales similitudes, y aún sabiendo de lo absurdo de las posibles acusaciones de plagio (puesto que ambas se basaban en obras literarias lo suficientemente conocidas y, en rigor, bastante distintas), Kubrick no dejaba de mostrarse nervioso porque Teléfono rojo había retrasado su distribución debido al asesinato de Kennedy y corría el riesgo de darse a conocer con posterioridad a Punto límite; así pues, consciente de que quien estrenara antes convertiría su trabajo en el referente según el cual se establecerían comparaciones odiosas, el neoyorkino presionó a Columbia para que su obra saliera a la luz antes que la de Lumet.

La productora nunca le agradecería lo suficiente al director ese apremio, puesto que tales comparaciones no tardaron en producirse, bien que desde un punto de vista un tanto banal, que no pasaba de otorgar a cada una de ellas un género cinematográfico distinto: siempre se tuvo a Punto límite como una especie de contrapunto serio y dramático a la negrísima comedia de Kubrick, y para desgracia del genio irascible, esa seriedad parecía casar mejor en el análisis de la crítica con temas de tan profundo calado político y humano.

Sin embargo, y aunque quedara fuera de toda discusión el carácter de clásico universal de Teléfono rojo, considerarla una simple comedia no haría justicia a la obra del autor de 2001, ya que fuera de su planteamiento socarrón y grotesco, no deja de ser uno de los más serios intentos de advertir sobre el cambio sustancial que se estaba produciendo en la concepción bélica dominante hasta entonces y las consecuencias que ello tenía en unas relaciones políticas ya de por sí lo suficientemente tensas debido al contraste ideológico.

En torno al mismo debate sobre ese cambio, Punto límite establecía unos parámetros similares, aunque no pueda dejar de señalarse que, con mayores pretensiones, no alcanzaba a mostrar la profundidad y la mordacidad crítica de su antagonista, quizá por el hecho de dramatizar en exceso unos postulados con los que el espectador medio norteamericano tendía demasiado a identificarse.

La grandeza de Teléfono rojo fue precisamente desacralizar esos postulados, despojándolos de toda mística heroica y mostrando lo ridículo de su fundamento. El hecho de que Punto límite se hiciera eco simétricamente de la raíz sociológica del miedo atómico y del comportamiento del estamento militar y político desde un punto de vista preñado de sobriedad, subraya la habilidad de Lumet para la indagación de lo esencial, pero nos habla también de una retórica y unos planteamientos más convencionales capaces de denunciar, pero no de llegar a demoler la grandilocuente arquitectura moral de los patriotas norteamericanos.  

¿Pero cuáles son esos postulados y cuál es su importancia en el cambio político y estratégico que se produjo tras la segunda guerra mundial?

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El espíritu caballeresco   

En rigor, el primero de los cambios se produjo con la primera, no con la segunda confrontación mundial, bien que no pareció desplegar toda su fuerza hasta el comienzo de la guerra fría.

Junto a la irrupción del fordismo y el taylorismo en la producción industrial de principios de siglo, surgiría el concepto de movilización total, que nos habla de la diseminación de la lógica productiva por todo el espacio social, incluyendo el espacio bélico: con él, la guerra se transforma en trabajo y el trabajo en guerra, lo que convierte a ambos no sólo en mutuamente interdependientes, sino también en absolutamente deseables. Cada obrero cumple con su función en esa gran fábrica que acaba siendo el Estado, que se confunde con el Estado Mayor; la marina mercante se militariza, los servicios civiles se hacen obligatorios y semejante movilización no distingue entre dictaduras y democracias: tanto los Estados unidos como la Unión Soviética parecen someterse a los dictados de la máxima productividad y eficiencia gracias a la movilización del ejército de los trabajadores.

La transformación de toda la economía social en una economía de guerra hace que ésta última ya no sea una cosa exclusiva de militares; desde ese momento, las retaguardias, formadas por los no combatientes, ajenas al fragor de la batalla, se muestran incluso más belicistas que los propios soldados… son ellas, las masas civiles, las que arengan a los combatientes y los instan a no sucumbir. Cuando los soldados regresan a casa son recibidos como héroes y son conminados a volver cuanto antes al frente. A su vez, las ciudades y las masas que las habitan se convierten en objetivo militar.

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La situación de guerra, aún en la paz, es el natural estado de cosas. Ya no se enfrentan naciones por intereses económicos o políticos: son las economías y las políticas las que se enfrentan en una batalla perenne por la supremacía hasta la aniquilación, y en esa batalla se participa desde toda instancia, cultural, educativa y sobre todo, moral.

Pero además, según el mayor teórico de semejante cambio, el filósofo y literato alemán Ernst Jünger, la guerra del catorce supuso el campo de pruebas de toda una serie de artefactos mecánicos producidos a gran escala que desplazarían al ser humano de los escenarios de la batalla clásica, donde imperaba un moral caballeresca en el que los rivales se reconocían el derecho, como humanos que eran, a establecer combate de igual a igual.

Pero en la gran guerra, ocultos en las profundidades de las trincheras y sin puntos de referencia visual, los combatientes apenas contaban con las imposiciones estratégicas de los estados mayores, que dictaban sus órdenes desde la retaguardia mediante las informaciones que suministraba la aviación. A su vez, la aparición del tercer arma propició la disolución del campo de batalla, que a vista de pájaro despojaba de humanidad a combatientes que sucumbían ante las bombas y se difuminaban en torno a las tempestades de acero de la artillería, los blindados y las nubes de gas tóxico. La consecuencia primordial de la irrupción de la técnica fue la deshumanización del combate, seguida de una cuantitativamente desaforada efectividad letal, que desde entonces no haría sino crecer exponencialmente durante la segunda guerra mundial, hasta el desarrollo del arma definitiva: la bomba atómica.

La verdadera patria es la beligerancia

telefono_rojo_Punto límite y Teléfono rojo, del mismo modo que antes lo habían sido La hora final (Stanley Kramer, 1959) y posteriormente Siete días de mayo (de John Frankenheimer, en 1963),  son hijas de esa nueva época en la que lo que se enfrentan no son ya naciones, sino modos de vida, y más concretamente, modos de producción no ya sólo económica, sino aún axiológica: Norteamérica pasa a denominarse invariablemente mundo libre, y cualquier atisbo de encuentro con el enemigo rojo se considera una traición a esos valores. Consecuentemente, los valores encarnados por el enemigo no son ya dignos del respeto caballeresco de antaño: se constituyen en la antítesis de lo humanamente definitorio, y en la medida en que el enemigo los asuma, pierde con ello su humanidad, para convertirse en una bestia peligrosa y por supuesto, susceptible de ser exterminada. 

Sidney Lumet ha comprendido magníficamente bien este principio: uno de los puntales dramáticos de su obra es el paroxismo patriótico al que parecen entregarse los militares de alto rango, como el coronel Cascio, que asisten al indecoroso espectáculo del abatimiento de sus bombarderos merced a la información suministrada por sus propios mandos. Es tal el grado de conflicto moral, que no dudan en sublevarse e intentar provocar una guerra atómica con tal de no ver traicionados esos valores. Paralelamente, y recordando la implicación del poder civil y la retaguardia, el Profesor Groeteschele (Walter Matthau), pontifica sobre la necesidad de imponer, aún a sangre y fuego, la superioridad moral de los valores occidentales sobre los soviéticos, sin importarle el sacrificio de al menos sesenta millones de vidas.

Es notorio el hecho de que Groeteschele llega a hablar de que “la guerra soluciona conflictos económicos y políticos” y que “el quid sigue siendo quién gana y quién pierde… la supervivencia de una cultura”, para pasar a afirmar sin remordimiento que él “no es un poeta, sino un científico político”, y que “preferiría que sobreviviera una cultura norteamericana a una soviética”. Por último, en un paradigmático recurso a la deshumanización del enemigo propio de la movilización total, afirma el profesor: “Son fanáticos marxistas, no gente normal. No razonan como usted, general Black. No les motivan emociones humanas como la rabia y la compasión”.

De Groeteschele se ha dicho que puede representar una perfecta síntesis entre científicos como John Von Neumann, Werner Von Braun o Edward Teller, aunque su marcado carácter político le asimilaría más bien a este último. El recurso que hace a la victoria, y la posibilidad de inflingir la derrota, es una constante que se retomará más adelante en otras películas, pero desde una postura crítica en torno a la posibilidad real de seguir hablando con esos conceptos tras una guerra nuclear.

En cuanto a Teléfono rojo, los militares no salen mejor parados: cualquiera podría sacar las mismas conclusiones respecto de la locura higiénica del general Jack D. Ripper (que curiosamente significa Jack el destripador), interpretado por Sterling Hayden, y que estaba basado en un general auténtico, Curtis Lemay, de quien se dice que era aún más paranoico que Ripper; pero también podrían compararse las opiniones de Groeteschele con  el sustrato ideológico nazi del Doctor Strangelove (que todo hace suponer estaba inspirado nada menos que en Henry Kissinger y curiosamente también en Edward Teller, de lo que puede colegirse la siniestra influencia de semejante personaje).

Las posturas de ambos representantes del poder (militar y civil), bien que igualmente salvíficas en su mística heroica, parten de dos puntos psicológicamente distintos. Mientras que parece claro que los militares de ambas películas están dispuestos al autosacrificio, tal y como sería el caso de los pilotos de caza que vuelan inútilmente tras los bombarderos de Punto límite con la única misión de proporcionar a los rusos una señal de que se está haciendo todo lo posible por neutralizarlos, la implicación de los políticos ya no resulta tan evidente: es cierto que los embajadores ruso y norteamericano se aprestan a la autoinmolación en nombre de un bien supremo, pero no lo es menos que el resto sigue desde despachos bien aislados la crisis hasta el punto de saberse a salvo de las bombas.

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Mención aparte merece el papel de presidente de los Estados unidos de América, muy dignificado en ambas obras, aunque un tanto más idealizado en Punto límite. A ello contribuye sin duda la notabilísima interpretación de Henry Fonda, que emana autoridad y serenidad sin asomo de megalomanía.

Sin embargo, muy alejada  de semejante entereza, la actitud miserable de algunos de los políticos en ambas películas no deja de señalar que se consideran la cumbre civilizatoria y la máxima representación de los valores que dicen defender, a resultas de lo cual deben sobrevivir por encima de todo. Groeteschele tiene dos intervenciones en este sentido; la primera hace referencia al merecimiento de la supervivencia por parte de aquellos que, evidentemente son los que están dispuestos a tomar decisiones difíciles. La segunda, a la necesidad de rescatar los papeles y documentos que certifican esa superioridad moral y económica de occidente, aún por encima de lo prescindible, que son las personas que componen esas civilizaciones.

Con respecto al Dr. Strangelove, las afirmaciones ya no son tan sutiles: en su papel de científico loco, Peter Sellers desgrana las características de aquellos que deben sobrevivir bajo tierra, teniendo en cuenta factores como “la juventud, la salud, la fertilidad sexual, la inteligencia y un conjunto de habilidades estimadas necesarias”, pero sin dejar de hacer notar que “sería esencial que la cúpula del gobierno y del ejército fuera incluida para fomentar e impartir los requeridos principios de liderazgo y tradición”.

Es notorio, pues, el contraste moral entre los dos estamentos a cuya base se halla la responsabilidad de responder a la amenaza de guerra total: mientras que los militares se muestran leales, nobles y dispuestos a entregar la vida, como si fuesen el último reducto de aquella moral caballeresca destinada a perecer en manos del poder civil que actúa no ya en el campo de batalla sino en los fríos despachos de Washington, los políticos se preocupan más de su propia supervivencia y de la aniquilación de todo aquello que suponga una amenaza para su statu quo.

Semejante estado de cosas, no obstante, no perdurará mucho en el tiempo, ya que, llevado por su propia lógica, el sistema económico/político y moral naciente tenderá precisamente a optimizar las respuestas necesarias para asegurar su propia pervivencia, y en la carrera por la maximización del beneficio, el ahorro de tiempo y la eficiencia en el trabajo, la apuesta por la técnica que se apreciaba tanto en el fordismo como en el taylorismo aún tenía muchas cosas que decir.

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Diabolus in machina

Así pues, otro de los parámetros de los que Punto límite se convierte en fuente de premisas, directamente derivado de las consideraciones sobre la irrupción de la técnica en el combate, es su discurso en torno a la apropiación de las máquinas de gran parte de las decisiones tácticas que antes tomaban los seres humanos.

Aunque no cabe otorgarle todavía un desarrollo pleno de las conclusiones, que se desarrollarán en películas muy posteriores, sí puede apreciarse un intento de situar parte de la responsabilidad de los errores fatales en el deficiente funcionamiento de las máquinas, consecuente con el hecho de su falta de emoción y empatía humanas y muy alejado del sueño tecnológico de los pioneros del maquinismo de principios de la era industrial.

Es significativo en la obra de Lumet, el diálogo entre los dos pilotos de la tripulación de los bombarderos, que se quejan de cómo han cambiado las cosas desde los viejos tiempos, cuando las decisiones aún estaban en sus manos, y de cual es la perspectiva para tiempos futuros:

—Los próximos aparatos ya no necesitarán hombres —afirma el coronel Grady, para después asegurar:

—Después del hombre, la máquina. Ya casi está ocurriendo.

Las quejas sobre la deshumanización alcanzan su cenit cuando Grady bromea sobre los pilotos jóvenes:

—Mira esos muchachos.

—¿Recuerdas la tripulación de los 24? Judíos, italianos, de todos lados. Uno podía distinguirlos. Eran personas. A esos chicos si los abres, verías que funcionan con transistores.

Pero no son los únicos que, a pie de obra, se dan cuenta de cómo evolucionan las cosas: gracias al congresista Raskob (Sorrell Booke), Lumet tiene la excusa perfecta para introducir los interrogantes principales no ya sobre cuestiones tácticas, sino aún estratégicas: ¿Quién toma las decisiones? ¿Cuán importantes son las máquinas en ese aspecto? Cuando Raskob pregunta sobre la responsabilidad última de las decisiones fatales, aunque el general Bogan y el ingeniero Knapp, asienten al unísono que esa es una función del presidente, el congresista  está poniendo el dedo en la llaga de la falibilidad humana, y a su vez, dispersando la semilla de todo lo que será una serie de películas que se ocupen de la respuesta alternativa. ¿Podrían las máquinas tomar la iniciativa, y en última instancia la responsabilidad sobre las decisiones que llevan al exterminio?

juegos_guerraA pesar de semejantes consideraciones, el grueso de la argumentación de la película de Lumet sigue preso del paradigma sobre las decisiones estratégicas humanas. En última instancia es la política, y sobre todo el presidente, quien tiene la última palabra, siempre asesorado por su camarilla de burócratas y generales. Será necesario que veinte años más tarde, el cine se haga cargo de la nueva realidad que ya vaticinaron Lumet y Kubrick, pero que aún no se atrevieron a certificar.

En este sentido, Juegos de guerra (1983) una película en apariencia menor y un tanto infravalorada, pero que atesora poderosas reflexiones sobre los interrogantes antes mencionados, desarrolla todas aquellas premisas hasta desembocar en irrebatibles conclusiones: probablemente, los juegos de estrategia sobre la guerra nuclear son los únicos en que la única manera de no perder es no comenzar nunca a jugar.

Esta película para adolescentes despiertos, que comenzaban a hacer sus pinitos con el incipiente internet (aún en mantillas y fuera del estamento militar, sólo accesible para hackers espabilados), recupera, bien que actualizados, muchísimos de los parámetros de Punto límite y Teléfono rojo. Uno de los más claros ejemplos sería esa sala de guerra con enormes pantallas en las que se apreciaba el avance de los bombarderos (en este caso, serían misiles intercontinentales), y por la cual preguntó Ronald Reagan nada más llegar al poder, ignorando que no existía más que en la imaginación de Kubrick, por cierto. Pero también, en un aspecto menos prosaico, el cumplimiento de cada uno de los temores de los congresistas de los años sesenta: el factor humano ha sido erradicado, e incluso el presidente obedece ahora las decisiones estratégicas de una máquina, dejando en la esfera de lo simbólico el hecho de que la decisión última, ya puramente formal, sea suya.

La máquina en cuestión es un supercomputador con nombre de hamburguesa, el WOPR, que se pasa veinticuatro horas al día pensando en la guerra nuclear y evaluando posibilidades. El problema surge cuando la máquina, que no sabe distinguir entre la realidad y los simples juegos de estrategia, genera una confusión entre ambos y está punto de desencadenar una guerra nuclear. 

Una de las características de la máquina es que parece aprender de sus errores, lo que la situaría en los albores de la verdadera inteligencia artificial, y que constituiría uno de los pasos decisivos a la hora de llegar a las conclusiones que llegaría Skynet, la computadora que originaría la pesadilla de Terminator (1984), y que consistían en eliminar de un plumazo a la humanidad desencadenando una guerra nuclear, dado que la única amenaza real parecían ser los mismos seres humanos.

Los vaticinios de Raskob se habrían cumplido en Terminator punto por punto, y las consecuencias serían mucho más que funestas: la maquinización total sólo lleva al desastre.

Señoras y señores, con todos ustedes, el presidente de los Estados Unidos

terminatorTanto en Juegos de guerra como en Terminator, consecuentemente con lo reducido de su papel real en un conflicto de tales características, el presidente de los EEUU no aparece en pantalla; en la primera, apenas se intuye su presencia al otro lado de un teléfono descolgado por un general y en la segunda, ni siquiera se le nombra.

Sin embargo en Punto límite tiene un papel esencial, y la interpretación de Henry Fonda constituye uno de los puntales dramáticos del filme. Del mismo modo que nos hemos referido a la inspiración en personas reales de los dos halcones de Washington (Groeteschele y Strangelove) respecto a Punto límite y Teléfono rojo, cabe suponer que el amable y reflexivo presidente de los Estados Unidos, el comandante en jefe de las fuerzas militares, no es más que el reflejo de otro personaje real muy considerado por aquel entonces, y que acababa de pasar a mejor vida: John Fitzgerald Kennedy.

Era de suponer que Fonda, que también dio vida a Kennedy en una serie de televisión (La era de los Kennedy, 1966), no debió tener muchas dificultades para encontrar situaciones reales a las que Kennedy hubiera tenido que enfrentarse recientemente para construir su personaje: la crisis de los misiles en Cuba en octubre de 1962 era una de ellas.

Esa crisis constituye una de las cumbres de la negociación política de todos los tiempos. Bajo apremiantes circunstancias en las que los halcones, es decir, los más beligerantes entre los políticos y los militares, presionaban para exterminar al enemigo sin otra consideración que la de la supremacía política y militar en el globo, tanto Kennedy como Jruschov, el premier ruso, supieron lidiar con los entusiastas de la confrontación armada para llegar a un acuerdo merced a sobreentendidos y complicidades personales que acabaron no sólo por solucionar el conflicto, sino aún por establecer entre ellos algo parecido al respeto mutuo y casi el afecto personal.

En lo que respecta a las consecuencias políticas, la crisis de los misiles fue el origen del teléfono rojo, la línea directa entre los Estados Unidos y la Unión Soviética para la resolución de crisis por vías diplomáticas directas. En los dos filmes a los que nos hemos referido queda de manifiesto la importancia de semejante cauce comunicativo, pero adquiere su tensión máxima, constituyéndose en elemento principal de la trama en Punto límite.

Lumet juega en el transcurso de la conversación telefónica con los primeros planos del presidente y Buck, el traductor de ruso (un jovencísimo Larry Hagman), en contrastes muy fuertes de luz y penumbra que transmiten la tensión del momento, con rostros perlados de sudor y que pasan de la euforia a la desesperanza en muy pocos segundos.

Aquello parecía ser, por encima de todo, un reflejo de las viejas confrontaciones bélicas de antaño, en las que los seres humanos se reconocían el legítimo derecho a contender por sus ideales, siempre con respeto a las reglas de la caballería. Sin embargo, tal y como reconoce Henry Fonda en los momentos finales, lo que se ha dirimido ha sido una de las últimas batallas en las que los seres humanos tengan algo que ver o algo que decirse: en adelante, si las cosas no cambian (y el propio presidente no deja de reconocer que han tenido una visión del futuro), serán las máquinas las que tomen las decisiones por ellos, y si en determinado momento se produjera un error, no sería nunca de la máquina, sino de los seres humanos que las dejaron a ellas hacer el trabajo.

El Centro de Comandancia Militar Nacional de los Estados Unidos (NMCC) tiene un nombre en clave para ese momento: Pinnacle nucflash, la más grave de las situaciones que pueden registrarse en torno a un acontecimiento accidental en el que se vean envueltas armas nucleares, y que puede desembocar en una guerra total.

Todas y cada una de las películas que hemos mencionado hacen referencia a esa situación, pero tal y como parece haber quedado claro, ninguna responde a una mera hipótesis sin sustento real: en torno a Juegos de guerra, el incidente en el que pudo inspirarse parece ser el de Able archer de 1983, según el cual los EEUU llevaron a cabo una serie de maniobras tan realistas, sumadas a nuevas simulaciones por computadora de la situación de Defcon 1, que los soviéticos efectivamente pensaron que se trataba de un ataque.

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En lo que respecta a Punto límite o Teléfono rojo, bien que los bombarderos han pasado a un segundo plano estratégico después de la aparición de los misiles intercontinentales, no puede decirse sino que sus advertencias parecieron tener un carácter casi profético en incidentes como el del cohete noruego de 1994, cuando se lanzó un proyectil con intención de realizar un experimento científico que a punto estuvo de convertirse en catástrofe: aunque el cohete cayó a tierra cerca de Spitsbergen, tal como se había planeado originalmente unos 24 minutos después de haber sido lanzado, y se suponía que los científicos habían dado aviso a unos 30 países, incluyendo a la Rusia de Yeltsin, dicha información no llegó a tiempo a los técnicos operadores de los radares, derivando por tanto en un peligroso pinnacle nucflash, que obligó a los rusos a activar el maletín nuclear que Yeltsin llevaba siempre consigo. Se dice que estuvimos a menos de diez minutos de la conflagración mundial, y todo ello debido a un fallo de comunicación, el núcleo de todos los problemas en Teléfono rojo o Punto límite.

El hiperdesarrollo de la técnica no ha llevado, según lo antes descrito, a una mejora de la seguridad y el tiempo de reacción respecto de una alarma nuclear. Antes bien, el hecho de que los bombarderos ya no sean un arma estratégica relevante, impide la mediación entre los seres humanos, que ya no tienen tiempo de poner en común la estrategia a seguir para evitar la catástrofe.

La verdadera enseñanza de películas como Punto límite es que siempre debería dejarse un espacio al diálogo, no necesariamente para pontificar sobre lo saludable del intercambio de ideas desprovistas de retórica salvífica, sino para tener al menos el tiempo suficiente para evaluar las consecuencias del absurdo. Las máquinas no reflexionan, no se pliegan sobre sí mismas para reconocerse —como hacían los antiguos caballeros— en el adversario. Simplemente ejecutan, en  todos los sentidos de la palabra, aquello para lo que han sido programadas, y lo hacen tal y como se les ha exigido, con rapidez y eficiencia.

En la época en que nuestro mundo se ha convertido en una máquina, nosotros, sin embargo, somos poco más que meros engranajes de la misma. La sumisión a la técnica no nos ha hecho ni más libres ni más seguros. Si acaso nos ha hecho más dependientes, también en lo que respecta a las necesidades que aquélla pretendía resolver: antes la guerra era el proceso violento para la resolución de conflictos; hoy día, es el motor económico que produciéndolos, los evita.

Escribe Ángel Vallejo  

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