La colina (1965)

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En las entrañas del militarismo

la_colina-2La colina (The Hill, 1965) fue la novena película rodada por Sidney Lumet, tras las magnificas El prestamista y Punto limite, y en ella realiza un profundo análisis del militarismo y por extensión de la condición humana. Ganadora en su momento del premio BAFTA a la mejor película de 1965, hoy día esta considerada como una obra maestra (quizá uno de los mejores films de Lumet), aunque no deja de ser un clásico poco conocido para gran parte del público.

La reciente revaloración por autores de prestigio, como Woody Allen, está ayudando a su consideración, y así en el libro de entrevistas de Eric Lax, Allen la incluye en las mejores 15 películas estadounidenses de todos los tiempos. Es probable que la fama de artesano de Lumet o su procedencia del mundo de la televisión expliquen la escasa difusión y valoración de este título imprescindible.

El guión de Ray Rigby se centra en las vicisitudes de un grupo de soldados británicos que ingresan en una prisión militar en el desierto Libio durante la II Guerra Mundial. Estos desertores, ladrones, borrachos y alborotadores se las tienen que ver con sus carceleros, estrictos militares, ordenancistas a ultranza, que dan muestras de una manifiesta violencia contra sus propios compatriotas. El principal castigo supone subir y bajar hasta la extenuación una colina de arena de forma piramidal, construida por los propios reclusos, y que se acaba convirtiendo en el icono que simbolizará la represión y la brutalidad.

Para este cometido Lumet utiliza un reparto casi exclusivamente formado por estupendos actores británicos (a excepción del norteamericano Ossie Davis). Su actor principal, un impecable Sean Connery que venía de protagonizar el último Bond, aquí en la que sería la primera de las cinco colaboraciones con Sydney Lumet, interpreta al paracaidista Joe Roberts que acabará enfrentándose —tras la muerte “accidental” de unos de sus compañeros— al Sargento Mayor Wilson (un portentoso Harry Andrews) y a los sargentos  Harris y Williams (protagonizados por Ian Bannen e Ian Hendry).

El film realiza un análisis pormenorizado y sin concesiones del militarismo más ordenancista, donde se resalta el acatamiento inmediato de la ordenes sin plantear asomo de duda (por absurda que sea la orden recibida), la importancia del escalafón, el gusto obsesivo por el orden y los detalles (exactitud en las formaciones, la limpieza de los uniformes…). Todos estos aspectos se reinterpretan en unas actuaciones cargadas de tensión (gritos, ordenes cortantes y secas, taconazos), hieratismo y artificiosidad en los movimientos de los intérpretes (los sargentos se comportan como ridículos  robots) y sobre todo en el sadismo refinado que reflejan los castigos en la prisión militar.

El castigo físico va a estar presente durante todo el metraje de la película: son protocolizados, desapasionados, científicos y con supervisión médica (el oficial médico, interpretado por Michael Redgrave, certifica que los reclusos son aptos para soportar la tortura física). Hasta el propio sargento Williams (Ian Hendry) siente la tentación de probar qué es lo que sienten los reclusos ante la mítica colina, y en un acto claramente masoquista, aprovecha la soledad de la noche para subir y bajar la colina como hacen los reos.

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La crueldad no es solamente física sino también mental: los carceleros identifican los puntos débiles de los reclusos (recordándoles su baja extracción social, el color de su piel, su orientación sexual, su cobardía), insultándolos y humillándolos hasta lograr deshumanizarlos y hacer que se consideren sólo despojos. Sólo así serán fácilmente manipulables.

En este sentido resulta revelador cómo el Sargento Mayor Wilson desactiva el motín carcelario que se origina a raíz de la muerte del recluta Stevens (Alfred Lynch). Wilson utiliza magistralmente todas las armas psicológicas a su alcance (la superioridad de su rango, de su clase, el populismo dicharachero, el recitado de ordenanzas, la amenaza física, incluso el perdón…), y finalmente logra su objetivo de amedrentar y doblegar a los reclusos-plebe.

Destaca sobremanera el tratamiento del racismo en el film. Por un lado, se reflejan las estrictas ordenanzas del ejercito británico durante los años cuarenta —el Sargento Mayor Wilson le recuerda al recluta negro Jacko King (Ossie Davies) que “hotentotes, papúes, brujos negros e hijos de brujos cumplirán sus deberes en infantería separados de los hombres blancos”—, pero tampoco se puede desligar de la época de producción de la película en plenos años sesenta.

Tan sólo diez años antes de la realización del film el Tribunal Supremo de los Estados Unidos prohibía la segregación racial en las escuelas y se empezaron a firmar leyes sobre derechos civiles en beneficio de la población negra; el cine liberal de la época, con Lumet como uno de sus máximos exponentes, no podía obviar estos aspectos que afectaban a la población de color. Jacko King recibe a lo largo del film innumerables vejaciones e insultos, sin embargo será uno de los pocos personajes que finalmente parece entender que para ser libre, para sentirse un ser humano, ha de despojarse del uniforme militar, representación simbólica de todo lo que le oprime, y desfilará parte del metraje final en calzoncillos, como un ser puro y libre, sin prejuicios, casi como un animal (incluso durante alguna escena simula ser un gorila).

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Entre todos los personajes del film se van a establecer complejas relaciones entrecruzadas de dominio y poder: por un lado, entre carceleros y reclusos de forma evidente basados en el sometimiento de las voluntades y el castigo físico; por otro, también de forma más sutil entre los mismos reclusos (es clara la superioridad moral, y por tanto de liderazgo de Connery y Ossie Davies que se alzan por encima de los demás reclusos, en su mayor parte seres egoístas y acobardados).

Pero resultan más significativas las relaciones que se generan entre los propios militares que custodian la prisión, basadas en soterradas dependencias, derivadas por un lado de la importancia del rango, pero también por relaciones “afectivas” o de “amistad” sólo sugeridas, con los celos como motor de la acción; así la actuación final del sargento Harris (Ian Bannen) a favor de los presos, no obedece tanto a una toma de conciencia sino más bien a una venganza por despecho al dejar de ser el preferido del sargento mayor Wilson, que ahora ha cambiado su favor hacia el inflexible y cruel sargento Williams.

Por desgracia, ningún personaje del film puede escapar totalmente del influjo de violencia, racismo y militarismo que transmite el film. El mismo Connery, a pesar de todo lo vivido, no reniega de su condición de soldado, sino que echa de menos que sus superiores se comporten de forma justa y honorable (“Soy un buen soldado profesional, usted me daba una orden y yo la obedecía sin discutir” le increpa el paracaidista Roberts al sargento mayor Wilson) y la violencia irracional será a fin de cuentas lo que de al traste con un desenlace que se vislumbraba esperanzador.

Esta violencia ya se sugería en las risas despiadadas de todos los presos cuando el recluta Stevens marchaba de forma grotesca hasta que se desploma muerto en la celda y se observa con claridad cuando los mismos presos no pueden evitar la venganza final contra el sargento Williams, reproduciendo la misma brutalidad de sus carceleros e impidiendo un castigo justo (civilizado) delante de un tribunal. El final es desolador: nadie ha aprendido nada, y oímos el ruido seco de la puerta de la celda al cerrarse junto a las letras “FIN”.

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El diseño de producción y la puesta en escena de Lumet están llenos de intencionalidad, destacando la magnífica fotografía en contrastado blanco y negro de Oswald Morris, los encuadres precisos (no podemos olvidar las siluetas amenazadoras de los tres soldados con sus porras en la cima de la colina) o esos primeros planos en picado y contrapicado que muestran hasta el mínimo detalle (el calor, el sudor, las pegajosas moscas), los planos subjetivos (el preso que asciende la colina embutido en una mascara antigás), pero sobre todo son esenciales los magníficos travellings llenos de intensidad y significado, como el realizado con grúa que abre el film en los títulos de crédito, los tortuosos travellings circulares desde la cima de la colina o los movimientos laterales de la cámara con las tropas perfectamente alineadas (con el detalle de los reclusos limpiando las botas de otros soldados).

Todos los aciertos que encontramos en La colina no los podemos analizar de forma aislada, sino que deben engarzarse en el cine bélico de finales de los cincuenta y primeros sesenta. Algunos precedentes, como Senderos de gloria (Stanley Kubrick, 1957), La colina de los diablos de acero (Anthony Mann,1957), o El puente (Bernhard Wicki, 1959), ya apuntan aspectos que permiten comprender todos los hallazgos del film de Lumet.

En todos ellos, el antimilitarismo unido al absurdo de la guerra, sientan las bases ideológicas (claramente progresistas) e incluso estilísticas (la utilización del blanco y negro, el montaje seco y el ambiente algo abstracto) sobre las que construir todo el discurso de La colina. Tampoco es desdeñable la influencia del free cinema británico y del resto del cine europeo de la época, y a mi parecer del cine de Joseph Losey: las relaciones de dependencia psicológica, la importancia de las clases sociales, la sumisión, el poder y la atracción homosexual larvada, nos dan la sensación de estar visionando una versión de El sirviente (Joseph Losey, 1963) ambientada en este caso en una prisión militar.

La potencia dramática que desarrolla La colina, similar a la de otros títulos bélicos de esos años como los que hemos reseñado, supone una verdadera carga de profundidad contra el estamento militar y es vivo ejemplo del cine antimilitarista de la época.

Esta actitud tan radical, contrasta con el cine bélico más reciente que se hace en nuestros días, actualmente representado por superproducciones de la factoría Spielberg (Salvar al soldado Ryan, o la series de la HBO Hermanos de sangre o The Pacific), donde no se nos ahorran detalles sobre la crueldad de la guerra y el sufrimiento de los combatientes, pero no se hace una verdadera critica al estamento militar (sino más bien al contrario); en el fondo para Spielberg todavía existirían las guerras justas o necesarias (sobre todo la II Guerra Mundial), realizadas por militares íntegros y sacrificados.

Por el contrario, la visión de Lumet (pero también de Kubrick o Mann) es mucho más sombría: para estos autores ninguna guerra sería del todo justa, y el sufrimiento y el militarismo resultante del acto bélico sólo añadirían más podredumbre a la condición humana.

Es por todos estos motivos que La colina se ha convertido en un verdadero clásico, no solamente del cine bélico, sino del cine de todos los tiempos. Una autentica y poco conocida obra maestra a reivindicar.

Escribe Miguel Ángel Císcar  

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