Federico Fellini

 

 

 

 


La dolce vita

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 

 
 

BREVE PASEO POR EL CINE DE FEDERICO FELLINI
Por Mister Arkadin

Hacia el encuentro con un estilo personal

El cine de Fellini es un cine  novedoso y a contracorriente. Novedoso en cuanto partir de un cierto instante se dedica, no sé si de forma consciente, a experimentar con, y sobre el cine. A contracorriente debido a que nunca su obra se ha centrado en lo más típico (y tópico) del cine, en lo que vende y es preferido por los espectadores.

Respecto a ello el propio Fellini ha llegado a explicar que, uno de sus grandes títulos, La strada (1954) fue considerado como reaccionario y demasiado “humanista”. En  una época en la que el cine italiano se empapaba del planteamientos izquierdistas –es un decir–, Fellini se decantó por narrar una historia de culpa y de redención. Su manera de acometer la narración le lleva a enfrentar a una mujer, Gelsomina, aquejada de un cierto grado de infantilismo, a unas duras vivencias (como si no lo hubiera sido toda su vida). El (aparente) sin sentido de su vida la lleva a reflexionar/debatir sobre la utilidad/inutilidad de la existencia. Será uno de los muchos, y oscuros, circenses actuantes callejeros, el que explique la importancia que supone el “ser”, admitir la existencia, para cualquier objeto o individuo. En una memorable secuencia ese personaje, conocido como “El loco” (Richard Basehart), que se mueve, en el colmo de lo irónico, sobre un alambre, toma una piedra del camino, se la enseña a Gelsomina al tiempo que, más o menos, le dice: “Esta piedra del camino tiene su razón de ser, su importancia. Igual que cada uno de nosotros. Que tú. Todo y todos somos importantes”. Una aseveración que, desde una brutal ceguera crítica, se entendió como una aseveración nacida desde un pensamiento (exclusivamente) cristiano. Era incierto e injusto. Tal escena, una más de los muchos centros de la constante andadura de los personajes por incómodos caminos, iba mucho más allá de cualquiera ideología.

La strada no era, ni mucho menos, el primer filme de Fellini. Antes había realizado dos completos (El jeque blanco, 1952, y Los inútiles, 1953, película en la que, se dice, se basó, Juan Antonio Bardem para realizar Calle Mayor). Antes había codirigido con Alberto Lattuada (Luces de variedades, 1951) y un sketch del colectivo El amor en la ciudad (1953). En todos ellos, al igual que en La strada, aparece un cierto naturalismo virado hacia las características propias del neorrealismo. Un movimiento que conoció muy bien pues colaboró en algunas de sus más importantes obras. Trabajó con varios realizadores y muy especialmente con Rossellini. Varios de sus títulos, comenzando por Roma, ciudad abierta (1945), cuentan con la colaboración en el guión del realizador de Amarcord.

El romano de adopción es capaz de exponer en su obra un nuevo acercamiento al “realismo”. Ciertos escritores cinematográficos considerando, con razón, que las películas de Fellini eran otra cosa, le dieron a su cine el nombre de neoidealista... por esa manía de denominar todo.

De Fellini quisieron aprovecharse unos y otros, las izquierdas y las derechas, en un afán tendente a adueñarse de su obra. Trabajo baldío. Su cine es muy difícil de enmarcar en un determinado movimiento. Si militara en el alguno sería en el del propio Fellini. Y con reservas. Sus películas son propias, y exclusivas, de él. Su obra nace y muere en sí misma, sobre todo si nos referimos a una etapa posterior, aquella en la que un cierto realismo da paso a una visión onírica de la vida. Sus últimas películas ni siquiera se asientan en la realidad del sueño al mostrar, desde un sistemático troceado en la realización, una elocuente, progresiva y muy sugestiva, abstracción.

Manteniéndose fieles a la misma línea narrativa, a La strada siguen Almas sin conciencia, (1955), Las noches de Cabiria (1957) y La dolce vita (1960), película vital epilogada por un nuevo sketch, el realizado para Boccaccio 70 (curiosamente el filme no se realiza en el año citado por el título, sino en 1962). La bajada al infierno que supone La dolce vita, abre el camino a una reflexión conducente al encuentro con la nueva etapa del director. El realismo de los títulos anteriores (discutible en su tendencia naturalista) se vuelca hacia una idea: las obsesiones de unos personajes. El título primerizo en tal proposición es La tentación del doctor Antonio el título del sketch para la película de falsos tintes decamerónicos. De ahí a la inmersión profunda de su obra en el mundo de los recuerdos sólo hay un paso. Pero no basta con un cambio temático. Para la nueva propuesta, o cada una de ellas, debe encontrase una nueva forma expresiva. El cine es, y puede ser, otra cosa. Algo que ya estaban mostrando las películas de los nuevos realizadores franceses inmersos en el movimiento conocido como nouvelle vague.

Fellini unirá, pues, a su formación cinematográfica inicial las nuevas aportaciones y opciones del cine moderno. Las recogerá y las asumirá como personales. He ahí lo grande de Fellini, la gran novedad de su cine, que siempre aparece como distinto. Búsqueda ininterrumpida de nuevas formas expresivas. Novedoso y a contracorriente. De muy difícil encasillamiento. Distinto, diferente y contra todo. Así es Fellini.

Fellini 81/2 (1963), es una película diferente a todas lo que se han hecho hasta el momento. Una especie de indagación personal convertida en una obra innovadora tanto en el decir como en la forma de contar. Es la reflexión de un artista sobre su obra. La indagación que el autor lleva a cabo para hacerla efectiva es la misma a la que asiste el espectador. En un momento determinado el director del filme que será, o no será, ve a un marinero y dice algo así como “sacaré a este personaje en mi película”. Tal personaje no vuelve a salir y es que evidentemente su afirmación ya se ha hecho realidad en la escena comentada. Así de simple y complejo es este extraordinario filme. Se habla, en su discurrir, tanto del proceso que lleva a la creación de una obra como de las vivencias del artista.

 

El circo como centro de su obra

El problema del cine de Fellini se produce cuando intenta copiarse a sí mismo, es decir cuando trata de aplicar el modelo novedoso de un filme al siguiente. Algo imposible. De ahí el descalabro más o menos digno de algunos títulos. En Giulietta de los espíritus, 1965, Fellini trata de “explicar” a su mujer Giulietta Massina de la misma forma con la que él se ha retratado en 8 ½. El error es total, ya que eso no es posible.

Surgen después nuevos títulos, todos diferentes, algunos más entonados que otros: el sketch de Historias extraordinarias (1968), Fellini-Satyricon (1969), Block de notas de un director (1969), Los clowns (1970), Roma (1971)... hasta llegar a Amarcord en 1973. Sin duda “sus recuerdos” se emparentan en cierta medida, pero desde perspectivas diferentes, a los expresados en 8 1/2.

Hay dos producciones en estos diez últimos años notables más por lo que en ellas se adivina que por lo que realmente son. Se trata de Fellini-Satyricon y de Los clowns. El título de la primera deja muy claro que lo visto se corresponderá con una visión personal de la Roma antigua, más acorde con la imaginación y ensueños del director que con la obra original. El mundo representado forma parte del delirante barroquismo felliniano. Las imágenes, desde un planteamiento feísta y barroco, se mueven por una especie de circo donde los actuales, arropados con sus máscaras, se mueven por escenarios falsamente naturales. La estética de un bello mal gusto parece dominar sobre el todo. Y, a continuación, comete el mismo error anterior: vuelve a utilizar el esquema en un nuevo filme. Así Roma será la otra cara, idéntica en sí misma, del Satyricon. Un viaje por el que pasamos del ayer al hoy. Una pesadilla sobre dos mundos contrapuestos. La idea de aplicar unos mismos planteamientos narrativos parece contradecir la verdadera esencia de lo que sobre el papel es un documental. La realidad es muy distinta. Roma ni es documental, ni es la capital de Italia. Es una pintura descolorida de Fellini.

Por su parte, la importancia de Los clowns se debe a que Fellini se sumerge plenamente en un mundo que siempre ha amado, la trouppe circense. Desde pequeño se había sentido llamado por la falsa luminaria de la música, los focos, las lentejuelas. Un mundo de magia que provenía de las más recónditas profundidades de la imaginación del artista. En su personal juego de saber, inventar o vivir, el propio Fellini nos cuenta que de pequeño se fugó con un circo. Dicho del que se retractará en algunas ocasiones, para pasar a reconocerlo como real más tarde. De nada parece estar seguro. Parece no distinguir con precisión lo soñado de lo vivido. Su representación entre el deseo y el olvido. Ante todo, lo que interesa en ese filme, es el claro homenaje al circo y a los payasos. Una carpa, unos actores en la pista y un recinto circular donde se actúa son los elementos con los que siempre ha jugado el director. Los espectadores, sentados alrededor del círculo, contemplan la actuación. El circo, la palabra mágica de Fellini, con las actuaciones de los artistas cara a unos voyeurs que aplauden o patean pero que siempre se asombran ante los trucos de los artistas. Realmente en el ya lejano y primerizo Luces de variedades los protagonistas eran actores (aunque de variedades) empeñados en que la  mirada de los espectadores se posara sobre ellos. Circense era también el rey de la fotonovela (un esperpéntico Alberto Sordi) en  El jeque blanco, como también lo serán los artistas callejeros de un primitivo circo que desgranan sus números en recónditos pueblos en La strada.

Los clowns es un ensayo centrado en el circo y muy especialmente en los cómicos. No era necesario haber llegado a este claro homenaje ya que los artistas de circo son los personajes más repetidos de todo el cine de Fellini. Por su obra pasan magos, forzudos, adivinadores (el episodio del teatro de Las noches de Cabiria), mujeres monstruosas, enanos, payasos... Su documental sobre los humoristas del circo no es sino una vuelta, desde otro punto de vista, a Luces de variedades. La ficción de allí da paso al falso documental que aquí se propone. Es como si el todo el cine de Fellini no fuera más que la historia universal del circo: desde la Roma Imperial hasta el más desconocido de los mañana.

 

Surmegiéndose en la abstración

El centro de la obra de Fellini corresponde a la película que realiza a continuación, Amarcord. En el filme recoge todo lo que anteriormente había sembrado. Los personajes que intervienen son clásicos fenómenos circenses. Una galería en la que exhibe un variado número de máscaras. Pasen y vean, parece que proclama el filme, al mundo esperpéntico de las pesadillas vividas o por vivir. El miedo a vivir o a sentir da lugar a la expresión exagerada de lo que se recuerda para bien o para mal. Lo único que parece fatal en su final es que los personajes se den la mano para saludar o bailar, al igual que en el final de El séptimo sello bergmaniano, una danza que es al mismo tiempo de muerte y de vida.

El género documental al que parece corresponder el ya comentado Los clowns es en realidad la expresión de una nueva manera con la que Fellini se enfrenta al cine. En ese género deseará ir más lejos en Ensayo de orquesta (1978), aunque vuelve a perderle el ansia de imitarse a sí mismo. Antes habrá rodado El Casanova de Federico Fellini (1976). Como en algunos filmes anteriores, vuelve a incluir su nombre en el título. Aquí, la innovación, encerrada en sus personales personajes, va más lejos. Casanova es la máscara por excelencia del director. La presencia avejentada de la propia decadencia. Muñecos y máscaras en una danza sin fin se evocan en la extraña figura de la muñeca convertida en mujer o de la mujer convertida en muñeca. Aquí, en el filme, todo es representación. Hasta las propias olas son de plástico. La pista del circo se asemeja a los lugares donde el protagonista ejecuta sus números rodeados de espectadores que esperan alabar sus hazañas sexuales. El amor no existe, al quedar reducido a un juego donde se apuesta, y se contempla públicamente, sobre quien es capaz de lograr un número mayor de relaciones coitales.

La ciudad de las mujeres (1980), es nuevamente una vuelta a la película inmediatamente anterior. El mundo de Casanova será ahora el del nuevo personaje, recordando a tantas mujeres como llenaron de amplitud o de vacío su mundo. La repetición no hace mejor el filme que el original. Más bien consigue lo contrario. No se si Fellini es consciente de su error pero parece como si se encontrase a gusto con estos infantiles juegos.

Ginger y Fred (1985), se desarrolla en el mundo televisivo. Crítico, irónico, el filme muestra los diversos participantes del nuevo espectáculo circense donde todo es posible.  El filme supone el primer, y único, encuentro con sus actores predilectos, su mujer Giulietta Massina y su alter ego, Marcello Mastroianni. Es como si Ginger y Fred o sea Giulietta y Marcello fueran en realidad Giulietta y Federico. Filme, éste, en el que se asiste a un continuado desfile de monstruos feriados exhibidos, en un no va más del espectáculo, a millones de espectadores.

Entre las dos últimas películas reseñadas, dirige uno de sus filmes más arriesgados, E la nave va (1983). Irrepetible ensayo en el que se dinamitan los géneros y el propio concepto del cine. Distinta en todo, es una obra única fuera del tiempo y del espacio. Barroca, lúcida y abstracta. La representación es el eje y la conducción de la propuesta. La realidad desaparece totalmente, sustituida por una total imaginería propia de un mundo de ensoñación. De ahí cierto tono surrealista. Un filme que no es más que el punto más elevado de una investigación en el tiempo cuyos puntos más representativos habían sido anteriormente 8 ½, Amarcord y El Casanova.

Después de E la nave va aún Fellini nos regalará otros dos nuevos, difíciles, extraños y complejos títulos. Personales, poéticos, irreverentes. Se trata de Entrevista (1988), y La voz de la luna (1990). Ambos semejan sobre todo, si tal cosa es posible, a filmes-ensayo. Ni ficción, ni realidad, ni documental, ni agenda personal. Pero también eso. Disquisiciones sobre esto y aquello. Unos apuntes sobre la vida, el arte, el cine, la poesía, la muerte, la necesidad de soñar o de escapar. No existe una clara línea argumental, una estructura cerrada. Son, en su libertad expresiva, como imágenes sueltas de una mente imaginativa en pleno periodo creativo. Son –en su novedosa expresión– nuevos sueños fellinianos.

 

Imitaciones e Imitadores

La obra de Fellini ha sido muy imitada. Sobre todo si nos referimos a títulos como 8 ½ o Amarcord. Más complejo hubiera sido imitar E la nave va. Más por el tiempo en que fueron realizados, periodo (el de ayer, y hoy mismo), en los que resulta más difícil que los productores admitan experimentos que parecen no interesar a unos públicos cada vez más adocenados. Y por lo tanto dar lugar a obras escasamente comerciales. Lo artístico vende poco. Los años 70 eran más propicios para este tipo de experimentos. De ahí que después de 8 ½ aparecieran diversas películas, de este y el otro lado del atlántico, que trataban de imitar su narrativa y estilo. Sin conseguirlo, claro. Hay películas de Fellini inimitables, que nacen y mueren en sí mismas, como máximo imparten lecciones de ideas para abrir nuevos caminos, nunca para asentarse en lo expresado. Como he dicho, ni siquiera el propio realizador de La strada fue capaz de evitar repetirse a sí mismo. Algo imposible como mostró ante la discutible calidad de sus propias copias. Amarcord también, en su estilo, fue copiada. Hasta uno de los más rendidos admiradores del maestro italiano, Woody Allen, se vio en la obligación de realizar sus propios aplicados y frustrantes Recuerdos en 1980.

Difícil de imitar y seguir, Fellini basó gran parte de su obra en la importancia que la caricatura tuvo en un periodo de su juventud. Aquél en el que se dedicó a vivir de tales dibujos. Caricatura en la que se sumerge desde una distorsión de la realidad y también desde una determinada manera de asumir gustos propios, tales como el circo o el cine cómico.

Sus dibujos, con los que caricaturizaba a las personas que se movían a su alrededor, le llevaron, en su etapa cinematográfica, a presentar a unos personajes caricaturescos, cuyos rasgos exagerados, a veces monstruosamente deformados, concedían un aire fantasmagórico a sus creaciones. Eran como muñecos cuya deformación parecía conceder irrealidad a las imágenes presentadas. Mundos oníricos anclados en sueños perversos o intranquilos. Ese es uno de los grandes logros de su obra y uno de sus mayores aportes al cine y para los otros realizadores.

El conocimiento del cine cómico, de todo y de nada en concreto, sirvió para que su cine estuviera dominado por un cierto aire de farsa. Aunque nunca pareció mostrar demasiado entusiasmo por la obra de Charles Chaplin, no resulta difícil encontrar en muchas de sus películas rasgos chaplinescos y no sólo en la forma en la que se “miran” ciertos personajes emblemáticos. Caso, muy especial en cuanto a personajes, será el de Gelsomina en La strada y Cabiria en Las noches de Cabiria. Personaje este último ya esbozado en algunos de sus anteriores filmes.

El mundo inherente a los grandes cómicos del cine, muy ligado también al mundo del circo, es la esencia de Amarcord. Y tal mundo también se insinúa en la música de Nino Rota, que lo mismo nos puede transportar hacia el cine de Charlot, que al de Tati.

No quiero terminar este breve paseo por el mundo felliniano sin dejar de mencionar al director más embebido, y en muchos de casos de forma errónea, del cine del director de italiano. Es Emir Kusturica. En cualquiera de sus películas se puede encontrar la huella barroca, delirante y expansiva de Fellini. Pero sin su arte y rigor. Kusturica parece querer sorprender de cualquier forma y manera en un ansia desmesurada por llenar el plano de ideas. El cine de Fellini no solamente lo insinúa el director sino que parece enorgullecerse de tal sentido. En su último, y para mi descorazonador, La vida es un milagro, llega incluso a utilizar con total descaro motivos, ideas y personajes nacidos de determinados títulos del maestro, y muy en especial de Amarcord. Tal es la inauguración de la línea férrea “venida” de la conmemoración nazi o el chistecito de la meada al portero de fútbol rival copiada de forma idéntica a la que tiene lugar en uno los episodios de las clases vivamente soñadas por Fellini.

Y es que el cine del gran director italiano nace y muere en él. Otra cosa es que de su visión se adivinen nuevos caminos de tránsito. Pero esa es otra historia.