EL
MAYOR ESPECTÁCULO DEL MUNDO
Se
suele decir por estos lares que es primavera cuando lo proclama, en sus
anuncios comerciales, El corte Inglés. Pero la realidad es muy otra.
Quien lo Anuncia es Hollywood con la concesión de sus Oscar. Ese hecho,
el más exultante (o insultante) es que nos señala la existencia de la
primavera. El catecismo de la nueva iglesia así lo grita.
Nada
cambia en tamaña celebración. Todo se mantiene de acuerdo a las más
estrictas reglas del más monocorde de los espectáculos. Poco importa que
este año la concesión de los galardones se haya realizado en otro lugar.
Es indiferente que tal cambio se deba a unas u otras razones: cabe más
gente, hay más seguridad, se puede ver (y seguir y espiar) mejor la
ceremonia. Da igual porque el acto se desarrolla cumpliendo el mismo
esquema de siempre: regulado hasta en su menor detalle. Sonarán las
mismas musicales terrenales y el glamour de las estrellas paseará en la
tarde y noche de Los Ángeles, recordando a tantos como son, están o
desaparecieron. Bueno, no a todos, sólo a aquellos que ascendieron a la
categoría de “grandes”, es decir al lugar de los todopoderosos. Otros
tratarán de zafarse del abrazo traidor ignorando los cantos de sirena.
Dicen
que el sueño de todo cineasta que se precie, de allí o de cualquier
parte del mundo, es poder subir al escenario a recoger el codiciado galardón
y poder soltar un discurso idéntico (aunque parezca diferente) al que
otros pronunciaron en el pasado u otros pronunciaran en el futuro. ¡Ganar
el Oscar anual de la Academia!. Casi nada: todo un mundo en función de un
instante. Un momento de gloria. Después de una sonada fiesta colocarán
(en el estilo de las mas clásicas de las películas) la estatuilla en la
repisa de la chimenea para envidia de visitantes, bien sean amigos,
indiferentes o enemigos. Allí reposará años y años reflejando el
esplendor y la decadencia de sus dueños, hasta que finalmente alguien (a
pesar de estar prohibido por la Academia) traté de venderla (para poder
seguir vendiendo su esplendor personal) por unas traicioneras monedas.
Al
parecer nadie sabe cuando empieza el acto quienes son los ganadores. Un
secreto guardado a voces por las impulsoras del acto: las multinacionales
que juegan al despiste y al trueque. Este año se toca a ti y al año
siguiente a mi. No todas las películas pueden acceder al listado de las
nominaciones. Sólo esas impulsadas por la gran industria, por el capital.
Al cine independiente, como máximo, se le permite asomarse en alguna de
las múltiples llamadas (cada vez más largas). Eso en caso de no haberse
amaestrado el producto antes de la independencia. Ha ocurrido este año
con la primera obra de Todd Field, En
la habitación. Un filme que parte como ejemplo de independencia. Lo
cual desde luego no lo certifican ni el dúo de intérpretes principales
ni varios de los técnicos que en ella trabajan (por cierto la excelente
fotografía es obra de un español -otro más que “escapa” a
Hollywood-: Antonio Calvache). Pero, para que las cosas queden más
claras, la todopoderosa Miramax compró (por una cantidad irrisoria) ese
filme. Y, ¡oh sorpresa!, se ha gastado en su promoción mucho más de lo
que había pagado por su compra.
Cuando
en la costa oeste, la mente maravillosa del señor de los anillos
esperaba, en la habitación de Gosford Park, escuchando Moulin Rouge, el
feliz alumbramiento, en la costa este (por no ser menos) ya habían
ofertado unos nuevos premios (los de la competencia). Para que nadie se
ofendiera, los títulos de unas y otras listas sufrían pequeñas
variaciones. Eso sí, si aquí dicen a, en el otro lado (repeticiones sólo
con un cierto orden) dirán b. Está bien esto de las múltiples
celebraciones. De esa forma todas las grandes casas podrán saborear (y
explotar) el triunfo.
Poco
importa que este año haya habido empate de estatuillas entre dos películas.
Menos importa que el más que mediocre filme a-histórico del matemático
nobelizado se haya llevado los máximos galardones. El señor Howard,
mediocre realizador donde los haya, pasa a engrosar la lista de directores
con premio. Un hecho que para nada quiere decir que pase a ocupar (en la
historia) el puesto de los grandes del cine. Jamás ganaron ningún Oscar
(sólo les dieron esos llamados honoríficos) realizadores de la talla de
Welles, Hitchcock, Lubitsch... entre otros muchos. Muchas de las obras que
recibieron en el pasado premios grandes han sido barridas por el viento,
mientras que muchas otras que ni siquiera fueron nominadas siguen
eternamente jóvenes y vivas.
Los
Oscar son como tormentas de verano. Tan impresionantes como pasajeras.
Aumento de las recaudaciones durante unos días. Después silencio. El
mismo que ya existe en varios lugares (algunos desaparecidos) en los que
se celebraron las ceremonias anuales. Mundo de fantasmales oscurecidos
donde lo único que queda son las sombras de tantos que pasaron con sus
risas, pasiones, rencillas y odios por el mentidero de Hollywood. Los
Oscar son un claro ejemplo del espectáculo que es América: sólo reciben
el triunfo aquellos que pueden pagárselo. Triste y sangrante espectáculo
que no hace más que mostrar la decadencia de una fastuosa época. Porque
para qué engañarnos, encima o debajo (arriba o abajo), no hay nada. Tan
sólo el comprado triunfo de los adinerados. Para remate ni siquiera
actualmente Hollywood se puede permitir pasear (como ocurriera en los últimos
Goya) a sus asociados con colores rojos por los cristalinos salones del
nuevo y flamante palacio en el que transcurre la Ceremonia.
Y,
como colofón a los Oscar de este año, se le ha birlado el Oscar a El
hijo de la novia. ¡Maravillosas y preclaras mentes pensantes!
Adolfo
Bellido López
(director
de EN CADENA DOS).
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