Ungría
es uno de los directores malditos de nuestro cine. Es decir interesante y
marginado. Sus películas se distancian en el tiempo y no forman parte de
la tónica dominante (ni formal, ni temáticamente) de nuestro cine. Sus
historias, como la de este “piel roja”, nos hablan de seres fracasados
a la búsqueda de no se sabe muy bien qué. Narraciones que no tratan de
seguir las cómodas pretensiones de los espectadores. No, sus películas
son personales, alejadas de trillados modos y normas. Aunque eso sí, y
esa es la grandeza de su cine, se habla de cuestiones atemporales, de
luchas, de amor, de fracasos, de sentimientos. Se palpa un latido humano.
Personajes que son nuestros, forman parte de la realidad e historia de un
país construido con el dolor y la angustia de la derrota. Una esperanza
muerta en las sinrazones de la existencia.
Atrás
queda el dramático dibujo de los vencidos de nuestra guerra que fue Soldados
(sobre una novela de Max Aub) o la miseria moral encarnada en unos
personajes al borde de la propia delincuencia mostrada en su anterior (y
ya distante) África, sin
olvidar los planteamientos kafkianos de El
hombre oculto o Gulliver.
Cine de individuos (no de grupos) que añoran un paraíso de libertad, que
buscan hacer posible su sueño. Ni
siquiera la sorprendente (o equívoca) La
conquista de Albania se escapa a ese esquema.
El
deseo de ser piel roja, un bello título para un bello filme, es, a su
manera, la continuación de África. De hecho el joven Martín, el protagonista de acá, es
aquel niño que aparecía allá. En África,
algo que raramente sabe conjugar el cine español, lo real y lo simbólico
se unían. Lo que supone, sin duda, una especie de marca autoral de su cine. Allí África era el nombre de una extraña e
imprevisible mujer al tiempo que se soñaba con el continente misterioso y
atrayente del mismo nombre. Lo que ocurría era que el despertar del sueño
ilusorio se mostraba demoledor. Los personajes veían escapar su
“idea” o “ideal”. Los molinos de viento eran terribles gigantes a
los que no podía vencer. El misterio de la mujer y del continente
encerraban la cruda verdad de la inexistencia del paraíso. Lo que no
consigue, ni con todo el dinero del mundo, Herrero en su último y
demencial El lugar donde se
encontraba el paraíso casi lo borda Ungria con cuatro (mal contados)
euros. Reflexión, la suya, sobre la verdad cruel que esconde el ensueño
impensado de unos vacilantes seres que necesitaban soñar para vivir. La
perdida de los ideales y la imperiosa necesidad de existir.
Pero
hay que vivir (en) África, adentrarse en el misterio de Oriente y
embeberse de su ambiente. Comprobar si allí hay algo diferente. Martín
se encuentra en Marruecos encerrado, solitario y dolorido en un país que
no es el suyo, que no es lo que soñó. Allí se encuentran otros seres,
como él, que hicieron un viaje (¿hacía un lugar distinto?) para ser dueños
de sí mismos y huir de la oscura presencia de una cantada derrota.
Martín
va a encontrarse con otro ser más experimentado, más cansado, más
agotado de vivir sin esperanza. No es joven como Martín. Ha vivido más
que él. Lo suficiente para conocer la vida y lanzar ahora un órdago a la
libertad siempre perdida. Junto con él aparece una mujer joven, alguien a
quien agarrarse, con quien compartir la soledad. En su presencia se
encuentra la necesaria continuidad de la vida, de la existencia. Los tres
personajes serán el filme. Juntos harán un viaje por la Península. La
recorrerán de un extremo a otro. Es la imperiosa llamada, necesidad de
volver al lugar donde se nació para despedirse y luego inmolarse en una
misión inútil. Historia deliberadamente lenta en la que prácticamente
no ocurre nada más que el viaje. Un hermoso filme parado en su correoso
sentido itinerante. Película de carretera, de iniciación, de viaje
interno y externo donde el “maestro” cansado, desengañado de tanta
andadura, un excelente José Sancho, trata de enseñar el difícil sentido
de la libertad a sus ya desengañados discípulos. Un personaje con
reminiscencias quijotescas que se inmola en holocausto, aunque para llegar
a su final se mienta ante la irrealidad de una misión, que nada tiene ni
de extraordinaria, ni de mesiánica. Probablemente su caminar tienda a
destruir su propio entorno, el mundo que conoció y vivió: la familia (en
sentido amplio) que sigue anclada en el eterno ayer. Un final que no
cierra nada, que mantiene abierto el deambular -¿hacia dónde?- de unos jóvenes
sin rumbo, desorientados, hundidos en el propio paisaje estéril. Y
desconcertados ante la muerte de su “maestro”.
Si
en África realidad y símbolo
se encaraban de forma concisa y entrelazada, aquí también se logra ese
difícil equilibrio. Lo real -el viaje- se encarrila con el simbólico
camino hacia la libertad de una tierra que niega su libertad. El hombre
blanco ha creado las barreras y ha impedido el cabalgar por las amplias
praderas. El piel roja ha terminado por ser un extranjero en su tierra a
la que, incluso, accede desde un país que no es el suyo. Y como un Don
Quijote eleva a mítica una misión que no tiene nada de ello. La central
nuclear que desea dinamitar no es más que... una vulgar fábrica de
cementos. Chapuza nacional o locura del visionario. Tanto da. El piel roja
muere por nada. Inútilmente, como su errático caminar.
Película
hipnótica con momentos excelentes, como la despedida (para siempre) de
José Sancho de su familia, de sus conocidos. El “loco”, el inadaptado
vuelve para decir adiós. Sorprendente es también la escena de amor en la
playa entre Miguel Hermoso, hijo del director del mismo nombre, y Marta
Belaustegui (excelentes actores ambos). Este sorprendente filme ha sido
rodada inusualmente en sentido cronológico. Una forma de aunar el
“real” caminar de los protagonistas.
Está
claro que no es una obra maestra, puede que ni siquiera sea un buen filme,
pero en ella hay eso que el cine va perdiendo cada día más: talento y
riesgo. Una apuesta por un cine diferente y minoritario. Ungria dirige
bien. Se puede alargar en varios momentos, se le puede ir la idea. Pero en
ningún momento desprecia a los espectadores. Se puede pensar que la película
se encuentra demasiado parada, algo perdonable ante la belleza (y la
sugerencia) que destila esta pequeña y hasta elemental historia. Como
colofón sirva la presencia de una cámara, inquieta, viajera como los
personajes, necesitada de buscar, de sentir la libertad. Por eso se mueve,
como exige la historia, a mano. Pero lo hace con maestría no torpemente.
Cuando hoy muchos de los que de denominan directores (y algunos, incluso,
se autoconsideran
importantes) utilizan ese tipo de artificio de forma aleatoria, sin
sentido alguno (como en Italiano
para principiantes, por ejemplo) es satisfactorio descubrir cómo
otros directores hacen un perfecto uso de ella y saben el porqué de ello.
La mueven de forma precisa y no como colegiales aquejados de extraños
ataques de nerviosismo. Ungria (como Chereau en Intimidad)
dan, en ese aspecto, una soberana lección de profesionalidad.
Bonita
locura la de Ungria. Tan incomprendida como irregular, tan atrayente como
bella. Un filme que destaca sin duda dentro de la mediocridad de este cine
nuestro, donde ciertos directores engreídos quieren demostrarnos que son
grandes cuando en realidad no son mas que charlatanes sin nada que decir.
Por fortuna, y hasta el momento ese no es el caso de la obra de Ungria. El
“deseo” del piel roja que es Ungria es clamar por otro tipo de cine,
por un cine de interés, por unas imágenes que sirvan para algo más que
para “divertir” desde sus plataformas ramplonas y coloreadas.
Bello
y hermoso filme. Uno de los más atrayentes que uno puede encontrar
actualmente en nuestro inhóspito, mentiroso y fantasmal cine.
Adolfo
Bellido
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Título
Original:
El
deseo de ser piel roja
País
y Año:
España,
2000
Género:
DRAMA
Dirección:
Alfonso
Ungría
Guión:
Alfonso
Ungría
Producción:
Cartel,
Cre-Acción
Fotografía:
Ángel
Luis Fernández
Música:
Mario
de Benito
Montaje:
Julio
Peña
Intérpretes:
José
Sancho, Marta Belaustegui, Miguel Hermoso Arnao, Chema Muñoz
Distribuidora:
Cartel
S.A.
Calificación:
Todos
los públicos
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